Me gusta Luis Enrique
En un país de dirigentes mentirosos, echaremos de menos a uno honesto, decente y capaz de pagar por sus errores
Me gusta Luis Enrique. Sí, que pasa. A otros les gusta comer quinoa, ir al gimnasio o votar a Pedro Sánchez. A mí, que soy más merengue que la Avenida Concha Espina, me cae bien Luis Enrique, aunque tenga más defectos que un sondeo del CIS o la Encuesta de Población Activa de Yoli Díaz, la Pasionaria de Christian Dior.
Su dimisión redobla mi afecto por un personaje dotado de una virtud pública más rara en estos tiempos de cólera que una medida acertada del Consejo de Ministros: tiene una idea, la explica, la aplica, la defiende y, cuando no sirve de gran cosa, paga el precio oportuno y se pira.
La coherencia ha dejado de ser una obligación en esta época de tipos que lo mismo te firman un 155 que te derogan el delito de sedición, y Luis Enrique la ha tenido hasta el último momento: creía en su verdad, no la camuflaba ni ponía en subasta ni la envolvía de discursos huecos, palabras bonitas… e intenciones perversas.
Sí, tenía un punto Mourinho agotador, su amistad con ese chulo llamado Rubiales resulta inquietante y ha visto, como un Quijote de saldo, gigantes que apenas eran molinos. Pero todo eso pesa menos que su autenticidad, su sinceridad y su decencia.
Tenemos un presidente que todo lo hace por sobrevivir, aunque deje España como el Rey Pirros dejó su Reino tras batallar contra Roma. Y teníamos un seleccionador que todo lo hizo para que ganara España.
No hay color. Un respeto. Sería un hijo de perra, como dicen en falso que Roosevelt dijo de Somoza, pero era nuestro hijo de perra. Le vamos a echar de menos.