El entrenador de la selección argentina Lionel ScaloniEFE

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Lio Scaloni, el técnico albiceleste que sueña con entrenar a un Primera Federación

Ocurrió un domingo de febrero de 1998. Lio acababa de marcar su primer gol en la Liga. Al Racing de Santander, en El Sardinero. Había sido, además, el del triunfo (0-1). Tras pasar por la ducha, habló para la prensa. Al final me quedé a solas con él. En el poco tiempo que llevaba en el Dépor habíamos charlado varias veces y ya tenía cierta confianza. Lo felicité, más como deportivista que como periodista, y nos abrazamos. «¿Qué hacés ahora?», me preguntó aquel chaval de 19 años. Le respondí que tenía que mandar la crónica y las declaraciones pospartido desde el hotel. «Pues dale», e hizo el gesto de irnos caminando hacia allá, pues El Palacio del Mar quedaba muy cerca. Y nos fuimos campo a través. En mis años como enviado especial de la sección de Deportes jamás me había ocurrido –ni me volvió a pasar– nada igual: un jugador que en vez de irse del estadio con el resto del equipo en el autocar se marchaba andando con un periodista. Así de normal era Lio. Así sigue siendo, por lo que me llega de amigos comunes.

Marchaba exultante, emocionado, y recuerdo que en aquel camino hacia el hotel me reprochó con una sonrisa un comentario hecho unos días atrás. Es algo que también había hablado con su padre, don Ángel, otro tipo estupendo. Por sugerencia de mi entonces jefe, Mallo, les había argumentado que, por las características futbolísticas de Lio (más de bregador que de estilista), era mejor que se adaptase a jugar de lateral. Porque en la banda derecha del mediocampo –que era su posición en Argentina– en España jugaban peloteros de perfil muy técnico como, por ejemplo, Figo. La reflexión no había sido muy bien recibida. Y Lio creía haberse llenado de razón con ese gol en El Sardinero, pues ese día actuó como centrocampista. Lo cierto es que en el Dépor acabó haciendo una brillante carrera, pero alternando el mediocampo con el lateral.

Llegada a España

Damos ahora un salto atrás en el tiempo para poner en contexto su llegada a Galicia. El equipo coruñés, que se había ganado la etiqueta de Súper Dépor en 1992, arrancó la pretemporada 1997-1998 como un cohete. Lendoiro había logrado reunir en el equipo al rombo mágico del Palmeiras brasileño (Flavio Conceiçao, Djalminha, Rivaldo y Luizao) y, con razón, se las prometía muy felices. Pero el Barça se llevó a Rivaldo el último día de mercado veraniego y la plantilla entró en estado depresivo. A las pocas jornadas de Liga, el técnico brasileño Carlos Alberto Silva fue sustituido por un hombre de la casa (José Manuel Corral). En diciembre, el equipo cayó a puestos de promoción tras una derrota en Mestalla. Crisis total. El presidente tiró de chequera y se trajo de un plumazo a los uruguayos Loco Abreu (famoso en España por haber fallado un gol a puerta vacía) y Manteca Martínez (que llegó cojo), al marroquí Hadji, y a los hermanos argentinos Scaloni, Lionel para el primer equipo y Mauro para el segundo, el Fabril, en el que estuvo siete temporadas pero en el que jamás llegó a ser titular en un partido oficial. En su presentación, el hoy seleccionador de la albiceleste dejó una frase que sonó como un puñetazo sobre la mesa: «Vengo a aportar la casta que le falta a este equipo».

Por Scaloni se pagaron 400 millones de pesetas al Estudiantes de la Plata. Llegaba con la vitola de campeón del mundo sub-20 y con una experiencia de dos años y ocho meses en la Primera argentina, donde había debutado el 30 abril de 1995 con Newell's. La primera vez que lo entrevisté, en un luminoso hotel mallorquín, preguntó él más que yo. Por el club, por la ciudad, por la afición. Era una esponja. Aún recuerdo el titular que me regaló tras aquella charla: «Los 90 minutos se me quedan cortos». Tiempo después acabó confesando que el ritmo en Europa no era el mismo que en América y que, en ocasiones, los choques se le hacían más largos que un día sin mate.

Debut histórico

No fue el caso del primero que jugó. Su debut es historia del Dépor. Por fugaz. A los dos minutos de un partido contra el Sporting de Gijón en Riazor, el portero blanquiazul fue expulsado y «Scalone» (eso ponía en su camiseta, rematada con una «e» muy Corleone) dejó el campo para que entrase otro cancerbero. Aún recuerdo la «bronca» que tenía casi dos horas después, cuando un ingenuo gacetillero preguntó «¿mal debut, Lionel?». «¡Cómo que mal debut! ¡Si no jugué! Está mal formulada esa pregunta. No he jugado». «¿Enfadado?», replanteó el periodista. «¿Te parece que tengo que estar contento? Un jugador que no se enfada no tiene cojones». Toda una declaración de principios.

Aquel jovencísimo y osado Scaloni solo tenía miedo a los aviones. En una ocasión las turbulencias amenizaron más de la cuenta el aterrizaje del avión del Dépor en una ciudad mediterránea. Tras el partido, vi a don Ángel, su padre, en la grada. Le pregunté qué hacía por allí, pues no estaba previsto que viniese. Me contó que había venido en coche desde Coruña porque se lo había pedido Lio. El chaval se negaba a regresar volando. El padre me explicó que allá en Argentina se dedicaban a la ganadería. Hablaba de Pujato, una localidad situada a 40 kilómetros de la ciudad donde nació Messi, Rosario. De Pujato decía Lio que era «tan chico que el cartel de inicio del pueblo tiene rotulado por detrás el que indica el final». El realismo mágico, visto está, no es solo patrimonio colombiano.

Protagonista en el segundo Súper Dépor

Aquel equipo acabó escapando del descenso y a la temporada siguiente (1998-1999) llegó Jabo Irureta, demiurgo desde el banquillo del Súper Dépor II. A Scaloni y al sector más jugón de aquel vestuario (Djalminha, Fran, Tura Flores…) el vasco les parecía un entrenador de un corte demasiado defensivo para lo que la plantilla demandaba. Pero los títulos acabaron dando la razón al técnico (o así lo piensa la mayoría del deportivismo). A los pocos meses de tenerlo a su mando, Irureta se dio cuenta –y así me lo comentó– de que Scaloni ejercía un «efecto vitamínico» sobre sus compañeros. «Lo siguen. Influye mucho en el ánimo del equipo», argumentaba. Lo que estaba diciendo Jabo es que el chavalito era un líder. Es pues en el Deportivo donde nace el Scaloni líder de grupos, porque son los líderes los que tiran del carro en los equipos, especialmente cuando vienen mal dadas. La calidad emocional de Lio, la huella que dejó en sus compañeros, quedó patente hace unos días, cuando el mismísimo Mauro Silva –campeón del mundo con el que compartió vestuario durante siete campañas– se convirtió en el primer brasileño de la historia que expresó públicamente su deseo de que Argentina gane el Mundial. Por Lio, claro.

Con quien también tuvo inmediata conexión Scaloni fue con la grada de Riazor. La primera vez que escuché a un deportista decir en rueda prensa eso de que «presión es la levantarse a las siete de la mañana para trabajar» fue a él. Hablaba siempre pensando en su gente, la que le aclamaba desde los fondos. Enseguida entendió la rivalidad con el Celta y no había derbi que no amenizase con alguna declaración aguijoneante hacia el rival del sur tipo «en el campo se verá quiénes son los machos y quiénes los pingos». En los partidos de alto voltaje, siempre daba un paso al frente; es más, era el primero en darlo: «Habrá que poner el pecho a las balas», anunció solemne en una de esas ocasiones. Y, empujado por esa mentalidad ganadora y luchadora, era capaz de logros increíbles, como hacer un gol en Champions con los ojos cerrados (el que le marcó al Hamburgo en el minuto 93, dando al Dépor su primer triunfo en la gran competición europea). El deportivismo entendió que Scaloni era algo más que un futbolista: era un hincha que jugaba, el embajador de la afición en la cancha.

El Dépor salió campeón

Logró una Liga con el conjunto deportivista. Aquella del 2000 se celebró –y no por casualidad, pues fue Lio quien puso sobre la pista musical a los Riazor Blues– con una canción del grupo argentino La Mosca Tsé Tsé a la que se le varió la letra. Durante meses, uno salía por la ciudad y se escuchaba inevitablemente «por eso yo te quiero dar / algo de corazón / venimos a festejar / que el Dépor salió campeón». Su palmarés también incluye una Copa del Rey, pero no una cualquiera, sino la del Centenariazo: una de las imágenes icónicas de ese título es la de Lio corriendo en calzoncillos por el césped del Santiago Bernabéu. Portaba una bandera de su país, con el que fue internacional absoluto en su estancia gallega.

Dos títulos de Supercopa completan su palmarés blanquiazul, una etapa, la deportivista, sazonada con cinco participaciones consecutivas en la Champions. Con 52 partidos, Scaloni es el jugador del Dépor con más encuentros disputados en la máxima competición continental.

Adiós (obligado) a Coruña

Pero el Súper Dépor II también se extinguió y, tras siete temporadas de iruretismo, llegó al banquillo coruñés Joaquín Caparrós. El club entró en economía de guerra, resumida en una frase del entrenador andaluz: «Parece que vamos a vender hasta los balones». A Caparrós no le gustaba Lio, por entonces ya capitán blanquiazul. En el mercado de invierno del 2006, fue cedido al West Ham inglés hasta final de temporada. Aquello fue tan desgarrador para él como para el deportivismo. Pero al menos en la Premier encontró los minutos que le permitieron lucir y ser elegido para defender a Argentina en Alemania 2006. Jugó un partido (por cierto, de lateral) en ese Copa del Mundo, mientras que un chavalín llamado Messi disputó tres.

A la vuelta de aquella cesión, el Dépor, que lo había dejado sin ficha, rescindió su contrato y se fue, con la carta de libertad bajo el brazo, al Racing de Santander, donde militó una temporada ante de emigrar al país donde están sus raíces familiares, Italia, en el que defendió las camisetas de Lazio (en dos etapas, entre las que medió una cesión al Mallorca en la que conoció a su mujer) y Atalanta, donde colgó las botas en 2015.

Inicios en los banquillos

Una vez retirado se asentó en la isla balear, donde sigue residiendo con su esposa (la exjugadora de voleibol Elisa Montero) y madre de sus dos hijos (Ian, nacido en 2012, y Noah, 2016).

El primer banquillo en el que se sentó fue el del cadete del Son Caliu CF, un modesto equipo mallorquín. Ya en el fútbol profesional fue asistente de Sampaoli en el Sevilla y después en la selección argentina, con la que acudió al Mundial de Rusia 2018. Tras la eliminación en octavos de final frente a Francia, se acabó la etapa de Sampaoli como seleccionador y Scaloni tomó el puesto de manera interina. Pero, a base de trabajo y resultados, se hizo fuerte. En el camino hubo de aguantar miles de críticas, que se resumen en este hilo.

Pero seguramente lo que más dolió a Lio fue escuchar a Maradona –el mismo que en una foto posa junto a él embutido en una camiseta del Dépor– decir: «Scaloni no puede dirigir ni el tráfico».

Pero fue callando bocas y ganando para su causa a un Messi que nunca había llegado a sentir que Argentina era un buen ecosistema para su fútbol. Y calló aún más –casi todas– el verano del pasado año, cuando la albiceleste ganó a Brasil en un Maracaná pandémico –y por tanto sin público– y levantó la Copa de América.

Volver al Dépor

Toda esta carrera la ha hecho siempre sin perder de vista la ciudad gallega, donde él y su familia mantienen propiedades inmobiliarias. Pero más fuertes que los económicos son los lazos afectivos. Ya desde hace años, Scaloni viene anunciando que algún día entrenará al Dépor. La afición de Riazor sueña estos días con «la mayor bajada al barro de la historia», que sería pasar de dirigir la Argentina campeona de Messi al fútbol no profesional, a un Dépor que milita en Primera Federación, la tercera categoría del fútbol español. El deportivismo ve en Scaloni su particular Cholo Simeone, el hombre que devolverá la luz tras los tiempos de oscuridad. Pero el sentido común dice que para ver a Lio en el banquillo de Riazor aún tendrá que pasar bastante tiempo.

Pero al final, seguramente más tarde que temprano, eso se dará. Ocurrirá «sí o sí», que es una expresión muy habitual del hoy seleccionador argentino. Él mismo ha vuelto a confirmarlo en pleno fragor mundialista, en la Cadena Cope, a su amigo Germán Dobarro, periodista que lleva desde los años 90 siguiendo al equipo blanquiazul. «Lo voy a entrenar. ¡Cómo que no! Lo tengo clarísimo. Fue mi segunda casa y fue quien me dio la posibilidad de lo que fui como futbolista. Sin el Dépor no hubiera sido ni el 10% de lo que soy».

A unas horas de la final del Mundial en la que dirigirá a Argentina, la foto que el mundo ve cuando abre el Twitter de Scaloni es la de una camiseta blanquiazul gigante, con el número 12 a la espalda, izada por los blues en el fondo norte del municipal de Riazor. Con su apellido. Con su número. Su camiseta. La del que vive y sueña, siempre, en blanco y azul.