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Josep Piqué

Entrevista

Josep Piqué: «Todavía no hemos resuelto los errores de Zapatero con Estados Unidos»

El exministro de Aznar habla de relaciones internacionales, la guerra China-EEUU, Europa, Cataluña, PP, Vox y un largo etcétera 

Diecisiete años después de su salida del Gobierno del PP presidido por José María Aznar, Josep Piqué (Vilanova i la Geltrú, 1955) mantiene un gran nivel de actividad. Durante la entrevista explica con su brillantez habitual el cúmulo de experiencias vividas tras su paso hace casi dos décadas por el Ministerio de Industria o el de Exteriores, entre otros. Conecta con lucidez los hechos pasados en primera línea con la situación que vemos en España y en el mundo en la actualidad, y arroja luces sobre el camino por el que piensa que deberían ir las soluciones. 

–Cuando usted estaba en el Gobierno, entre 1996 y 2004, el presidente Aznar se reunía regularmente y durante tiempos largos con el presidente de Estados Unidos. Hoy al presidente español, Pedro Sánchez, le cuesta arrancar encuentros de menos de un minuto con Joe Biden, el presidente estadounidense. ¿A qué se debe este cambio? 

–Para que una política exterior tenga solidez y consistencia es muy importante que refleje la cohesión interna de un país y sea el producto de consensos básicos. Así se hace creíble a lo largo del tiempo, con independencia de la alternancia lógica política en un sistema democrático. Una de las consecuencias de la pérdida de consenso ha sido la relación con Estados Unidos. Era una relación que se consiguió que fuera muy densa, muy próxima. Se planteó desde el principio como una relación estratégica. La declaración política conjunta que se firmó entre los dos gobiernos después de un proceso de negociación era en principio para renovar el acuerdo de las bases militares. Por acuerdo de las dos partes decidimos elevarla y dar un salto cualitativo a la relación en lo político, lo económico, la cooperación antiterrorista, la cooperación científica y tecnológica. Se hizo con la Administración Clinton. La declaración política se firmó en Madrid por mí como representante del Gobierno español y por Madeleine Albright como representante de la Administración norteamericana apenas unas semanas antes del cambio de gobierno en Estados Unidos. Por tanto, no se planteaba como una relación entre gobiernos, sino entre Estados, y partía de algo que tiene que estar siempre en la base de cualquier acuerdo internacional, que es la confianza mutua y la lealtad.

Esa confianza y lealtad se rompe con el nuevo gobierno a partir del año 2004 debido a algunos acontecimientos previos; por ejemplo, cuando el presidente del Gobierno Zapatero, siendo jefe de la oposición, no se levanta al paso de la bandera en un desfile militar de la bandera norteamericana; después, cuando se decide de forma precipitada la retirada de las tropas de Iraq, contraviniendo las propias condiciones que había puesto el Partido Socialista en su programa electoral, y luego, sobre todo, cuando el presidente Zapatero hace un llamamiento internacional a que el resto de aliados hiciera lo propio. Se rompe así ese principio de lealtad institucional, de la relación que tiene que haber entre dos países socios, amigos y aliados. Y tiene consecuencias. Lamentablemente, todavía no lo hemos resuelto. Para que se resuelva hace falta coherencia, consistencia y hechos concretos.

Hace falta tener una política bien definida, por ejemplo, en América Latina; también una política proactiva en Europa y en el compromiso con su seguridad y con su defensa. Hace unos días hablaba Pablo Iglesias de que España ha perdido peso en América Latina por criticar a Venezuela y Nicaragua. Pero si es al revés. Lo está ganando, por ejemplo, de cara a Estados Unidos. El ministro, José Manuel Albares, lo está haciendo bien en este terreno. Hay que entender que para nuestro papel en Europa o en América Latina, o incluso para nuestro papel en África, una relación bilateral rica y sólida con Estados Unidos es absolutamente fundamental. Creo que cualquier gobierno español debería trabajar en esa dirección.

Veinte años después de la intervención en Iraq, no tengo ningún problema en hacer la autocrítica necesaria

–Con el paso de los años, ¿cómo considera la actuación en Iraq del Gobierno del que formaba parte? Buena parte de la sociedad española mostró su desacuerdo.

–Voy a empezar por una obviedad, pero como se ha dicho tantas veces lo contrario, conviene repetirla: España no intervino militarmente en Iraq. Dio apoyo político a la intervención, una intervención que después se manifestó que no tenía suficiente base, pero sobre todo una intervención que ha tenido consecuencias contraproducentes para la causa de Occidente en Oriente Medio. No tengo ningún problema en hacer la autocrítica necesaria. Con la información entonces disponible, se podían entender determinadas decisiones. Pero hoy, con la distancia de casi veinte años de intervención de Iraq y de algo más de veinte años de intervención en Afganistán, hemos descubierto que no es lo mismo ganar las guerras que ganar las posguerras. Para intentar conformar una nación y un Estado democrático no basta con la imposición a través de la fuerza, sino que tienes que trabajar muy a fondo en esas sociedades e intentar entenderlas en toda su complejidad. Eso es algo que normalmente Occidente no sabe hacer. Tenemos una cierta propensión a pensar que los demás piensan como pensamos nosotros, y que sus vínculos sociales se establecen sobre los mismos términos que en nuestros países, que son vínculos que derivan básicamente del espíritu de la de la Ilustración. En esas sociedades, los vínculos afectivos ligados a la etnia, a la religión, a la ubicación geográfica o incluso los vínculos tribales, son mucho más importantes que los vínculos individuales que están en la base de las democracias representativas. Eso nos ha llevado a cometer muchos errores y a tener que constatar fracasos estratégicos, como acabamos de ver con esa precipitada retirada de Afganistán o vimos en su momento con los resultados de la intervención militar en Oriente Medio, tanto en Iraq como después también en Siria y en otras partes de esa región. Todo ello tiene unas consecuencias geopolíticas extraordinarias: por ejemplo, la decisión de Estados Unidos de replegarse de Oriente Medio y de Asia Central y concentrarse en lo que consideran que es el principal adversario sistémico de Estados Unidos en este siglo, que es China, y por lo tanto, concentrando toda su atención en el Indo-Pacífico. Eso tiene consecuencias para Europa y para España. También son muy importantes, porque esa concentración en el Indo-Pacífico implica reconocer que el centro de gravedad se ha desplazado desde el Atlántico, donde estaba durante la guerra fría de la segunda mitad del siglo XX, hacia el Indo-Pacífico. Por consiguiente, afecta tremendamente al vínculo Atlántico entre Europa y Estados Unidos y su principal consecuencia, que es la Alianza Atlántica, la OTAN.

Esto comporta una reflexión muy profunda y unos debates que se están produciendo ya en el seno de la Unión Europea. Más en concreto, se trata del debate sobre la autonomía estratégica de Europa y cómo tenemos que responsabilizarnos más de nuestra propia seguridad y de nuestra propia defensa, pero al mismo tiempo hacer una reflexión sobre la propia Alianza Atlántica y su fortalecimiento. Ahora tenemos dos oportunidades para ello: una es la discusión y eventual aprobación de lo que llamamos brújula estratégica de la Comisión Europea. Tiene que ser debatida y aprobada por el Consejo e implementada a partir de la presidencia francesa del primer semestre del año que viene. La otra es la cumbre de la OTAN que tendrá lugar en Madrid a finales de junio. En ella tiene que definirse el nuevo concepto estratégico de la Alianza Atlántica para los próximos diez años.

Nunca había visto un panorama global tan complejo como el de ahora. El gran temor es una confrontación entre China y Estados Unidos. La línea roja va a ser si EEUU está dispuesto a ir a la guerra en Taiwán

–A nivel mundial hay actualmente muchos frentes preocupantes: la relación China-Estados Unidos, la tensión en Rusia, qué ocurrirá en los países de la OPEP cuando el petróleo deje de tener fuerza...

–Hay una redefinición profundísima del escenario geopolítico que vivimos en la segunda mitad del siglo pasado. Tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, del que en estas Navidades se van a cumplir treinta años, pensábamos que íbamos a entrar en un mundo unipolar con una única superpotencia, Estados Unidos, que iba a ir imponiendo sus principios y valores al conjunto del planeta. Algunos lo llamaron el fin de la historia. Pero esa ilusión duró muy poco, porque un 11 de septiembre de 2001, hace veinte años, descubrimos que ese pretendido nuevo orden tenía enemigos frontales claros: en este caso, el terrorismo internacional. Pero sobre todo vimos también muy rápidamente que surgían otras potencias que cuestionaban ese orden y que no lo asumían como propio. La más importante, sin ninguna duda, es China. Además, China pretende no sólo cuestionar ese orden, sino pasar a ser la primera superpotencia global sobrepasando a Estados Unidos a mediados del presente siglo. Nunca había visto un panorama tan complicado como el de ahora. El gran temor es que pueda surgir una confrontación global entre China y Estados Unidos. La línea roja va a marcarla que Estados Unidos esté dispuesto o no a ir a la guerra en Taiwán. Si quieres seguir siendo la primera potencia mundial, tienes que demostrarlo. También hemos visto el resurgimiento de otras potencias de carácter más regional, no tan global, pero que de alguna forma recuperan su propia trayectoria histórica de sus antiguos dominios imperiales y, por lo tanto, de reivindicación de sus zonas de influencia. Es el caso de Rusia, pero también puede serlo de Irán y el antiguo imperio persa, o de Turquía y el antiguo imperio otomano. O cada vez más de la propia India, de la que tendremos que hablar muchísimo más de lo que estamos hablando, porque va a ser un actor fundamental en el subcontinente asiático. Eso nos lleva a un nuevo orden bipolar. Uno de los protagonistas, curiosamente, es el mismo: Estados Unidos. El otro es distinto: ya no es la Unión Soviética. Va a ser China, pero va a ser un orden bipolar, imperfecto, en el que unos cuantos actores van a ser también determinantes en la evolución de ese escenario. Ahí la gran pregunta es, más allá de los aspectos geoeconómicos derivados sobre todo de las fuentes de energía primaria o de materias primas y minerales básicos, o de componentes estratégicos, cuál es el papel de la Unión Europea en ese nuevo mundo y en ese nuevo escenario. La respuesta, desde mi punto de vista, es muy clara: la Unión Europea sólo puede ser un actor relevante si profundiza en su integración como proyecto político y por lo tanto va más allá de la economía, y sobre todo si lo hace creando una auténtica política exterior de seguridad y de defensa auténticamente común. Ese es el gran debate del momento. Si Europa no hace eso, estamos condenados a la irrelevancia, como de hecho están condenados a la irrelevancia ya sus Estados miembros por separado, incluido el más importante, que es Alemania.

Josep Piqué, durante la entrevista en El Debate

Josep Piqué, durante la entrevista en El DebatePaula Argüelles

–¿Ve que se estén dando pasos en esa integración?

–Creo que sí. Hay una creciente comprensión de la necesidad de ser un actor geopolítico. La puesta en marcha de financiación comunitaria por un importe muy elevado para hacer frente a las consecuencias de la pandemia, generando una nueva estructura productiva que se base en la digitalización y en la transición energética y medioambiental, es un precedente muy positivo y que hasta ahora no habíamos conseguido. El propio papel del Banco Central Europeo como un auténtico banco central ha sido en esta crisis muy distinto al papel que jugó en la crisis financiera del año 2008. El debate sobre la autonomía estratégica creo que también es un paso en la buena dirección. ¿Dónde nos llevará todo esto? Dependerá de la voluntad de los Estados miembros y, en concreto, de una política de seguridad y defensa compartida. Va a depender de la voluntad conjunta de Francia y Alemania.

–¿Qué papel debe jugar España en este contexto?

–Tiene que ser proactiva y, desde luego, optar siempre por todo aquello que profundice en la integración. Para España, un fracaso de la integración europea sería un fracaso propio de dimensiones enormes. Sólo cabe preguntarse qué sería de nuestro país ahora sin los fondos de la Unión Europea o sin la capacidad hasta ahora infinita del Banco Central Europeo de cubrir las emisiones de deuda que necesitamos para financiar nuestro déficit y, en general, nuestro nivel de deuda pública, que es altísimo. Sin ellos probablemente seríamos un país en default (quiebra), como otros que tienen que negociar las condiciones de devolución de su deuda con los organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial.

Sería muy deseable que volviéramos a ese espíritu de consensos básicos de la transición que ha hecho posible que vivamos las cuatro mejores décadas de nuestra historia

–Nuestros datos económicos no son muy buenos. Recientemente se ha sabido que el PIB per cápita español ha caído el doble que la media de la UE en el último año. Tampoco el clima político es muy positivo.

–Vuelvo a mi reflexión inicial. Una política exterior creíble y la propia credibilidad y reputación de un país dependen de la fortaleza de su cohesión interna. Cuando un país se percibe como débil en su cohesión territorial, social o política, el impacto sobre su política exterior es profundamente negativo. Es un país que deja de ser creíble: se interpreta que las posiciones que se toman en un momento determinado pueden cambiarse. Cuando se produce un cambio de gobierno y hay una fuerte polarización política como la que tenemos ahora, la percepción es que no hay posiciones comunes basadas en el consenso. Eso nos debilita, sobre todo en los momentos en los que necesitamos del apoyo europeo para resolver nuestros propios problemas. Por eso sería muy deseable que volviéramos a ese espíritu de consensos básicos que hizo posible la transición democrática, y que hayamos vivido las cuatro mejores décadas de nuestra historia. Soy un firme partidario del espíritu de la transición, de la Constitución del 78 y de las instituciones que se han derivado de ahí. Creo además que el bipartidismo, aunque sea imperfecto, ha dado estabilidad a España. Pienso que todo lo que avancemos en volver a ese espíritu de concordia sería bueno para todos. Evidentemente tiene que haber las lógicas discrepancias en cualquier sistema democrático sobre política económica, social, o cualquier tipo de política. Pero tiene que haber acuerdos de fondo para garantizar el prestigio y la solidez de nuestras instituciones, y muchas veces no se producen. Tiene que haber un apoyo claro a la necesidad de que el Parlamento juegue su labor, tanto en el ámbito legislativo como sobre todo en el ámbito del control al Gobierno. Tiene que haber un fuerte apoyo a la imprescindible labor de mantener la independencia del poder judicial y de que el poder ejecutivo se someta a los principios de la división de poderes. Ahora todo eso está en debate y en discusión. Se utilizan esos temas incluso para la confrontación política cotidiana. Eso no solo es malo para España y para los ciudadanos españoles. Es malo para nuestra reputación e imagen exterior. No puedo hacer otra cosa que expresar mi preocupación y una cierta angustia por todo lo que está pasando.

Tiene que haber un apoyo claro a que el Parlamento juegue su labor, a la independencia del poder judicial y a la división de poderes. Ahora todo eso está en debate y en discusión

–¿Ve posible que vuelva la concordia?

–Tendrán que decidirlo los ciudadanos a través de su voto y de la sociedad civil. Es muy importante reforzar los niveles de exigencia a los poderes públicos respecto a determinados principios y valores. Uno de los déficits que sufre la sociedad española es que las instituciones de la sociedad civil no están suficientemente articuladas y no son tan fuertes como en otras sociedades de nuestro entorno. Es una responsabilidad de los poderes públicos, sin ninguna duda, y en particular de los partidos políticos. Pero no hay que olvidar que los ciudadanos también tenemos nuestras responsabilidades.

Piqué apuesta firmemente por el crecimiento de la sociedad civil

Piqué apuesta firmemente por el crecimiento de la sociedad civilPaula Argüelles

–¿Es un poco parada la sociedad española?

–No diría tanto eso. Diría que nos hemos encontrado con un escenario político distinto, que ha comportado una fragmentación dentro de cada espacio ideológico, de forma que se ha producido una competencia en cada espacio para ver quién tiene la hegemonía. Eso tiene un efecto que es la radicalización de los discursos y, por lo tanto, el alejamiento de las posiciones de centro. Pienso que los ciudadanos, a través del voto, pueden decantarse hacia aquellas posiciones más proclives a volver a recuperar territorios de encuentro, y eso sería muy deseable.

–¿Considera entonces que hay extremos en la política española?

–Sin ninguna duda: tanto por la izquierda como por la derecha. Como se produce competencia dentro de cada espacio político, normalmente se radicalizan los discursos. Es muy importante que eso no se consolide y que se tenga muy presente que los ciudadanos españoles han mostrado siempre una enorme madurez a la hora de votar. No veo ninguna razón por la cual tengamos que ser diferentes, por ejemplo, de los alemanes. También tienen sus extremos a la derecha y a la izquierda, pero al final, en una gran mayoría en las últimas elecciones, han votado a partidos políticos que comparten los valores esenciales de la democracia, de la separación de poderes, de la independencia del poder judicial o de profundizar en la integración europea. Creo que la mayoría de los ciudadanos españoles está ahí.

–¿Ve el nivel de extremos en España superior o igual al de otros países?

–El fenómeno de polarización política y social no es exclusivo de España. En absoluto. Lo estamos viendo en muchos otros países de Occidente. En los países no occidentales no se percibe porque son gobiernos autoritarios que no permiten la discrepancia, pero en los países democráticos libres eso efectivamente es así; en algunos casos más, y en otros menos. Ahí tenemos que hacernos también una pregunta de fondo, y es hasta qué punto las nuevas formas de comunicación, y en particular la utilización de las redes sociales, está contribuyendo no a generar debate, un debate libre, abierto y racional, que permita tomar decisiones sólidas, sino en qué medida puede estar contribuyendo a la radicalización de las posiciones. Ante la avalancha de información de la que uno pueda disponer, la propensión siempre es a buscar aquello que nos reconforta y nos reconfirma en nuestros sentimientos o en nuestros posicionamientos previos. Por lo tanto, tenemos menos propensión a buscar el contraste. Creo que eso, en términos democráticos, no es precisamente bueno.

Podemos es evidentemente extrema izquierda, y Vox mantiene posiciones afines a otras fuerzas de extrema derecha en Europa

–¿Tanto Podemos como Vox le parecen extremos?

–Cada uno tiene sus características. Que Podemos es de extrema izquierda, me parece una evidencia, y que Vox mantiene posiciones afines a otras fuerzas de extrema derecha en Europa, también me lo parece. Acabamos de conocer la noticia de que se va a organizar en España una reunión de partidos políticos afines a Vox. Entre ellos están gobiernos o partidos políticos que cuestionan principios básicos como la independencia, el poder judicial o la división de poderes, o incluso la propia integración europea. Además, en el caso de Vox, hay un fuerte componente que va en contra de uno de los espíritus fundamentales de la Constitución, que es el Estado de las Autonomías. Creo que son datos suficientes para argumentar que no estamos hablando de posiciones precisamente centrales. 

El camino hacia la independencia no tiene salida. Sólo lleva a la decadencia de Cataluña. La solución va a requerir mucho tiempo

–La situación de Cataluña, su tierra, es otro de los problemas crecientes en España. ¿Le ve solución?

–Como catalán, lo digo con un profundo sentimiento de tristeza, pero creo que la solución va a requerir mucho tiempo. El independentismo catalán es un ejemplo meridiano de eso que llamamos populismo, que consiste en ofrecer soluciones simples a problemas complejos, que identifica un enemigo más o menos ficticio como responsable de todos los males y cuya desaparición comportaría que vamos a ser todos muy felices. Todos sabemos que eso es contrario a cualquier síntoma de madurez. Es propio de adolescentes en estado todavía de formación. Lamentablemente ha calado en una parte muy importante de la sociedad catalana, con un apoyo muchas veces escandaloso por parte de las instituciones que deberían ser de todos los catalanes y no sólo de una parte, o con el apoyo de medios de comunicación públicos que juegan un papel absolutamente sesgado y sectario y que olvidan a más de la mitad de la población de Cataluña. Va a ser muy difícil de revertir, pero no hay otra salida que la lucha democrática, entendida como la presentación de argumentos y de ofertas que lleven a la mayoría de los ciudadanos de Cataluña a una conclusión que a mí me parece evidente, pero que para muchos no lo es: que el camino hacia la independencia no tiene salida. Sólo lleva a lo que ya estamos lamentablemente observando: la decadencia de Cataluña y la pérdida de muchos de sus activos, entre ellos el ser un lugar atractivo o la presencia global de una ciudad tan importante como Barcelona. Todo eso se está perdiendo y va a ser muy difícil revertirlo.

–Es sorprendente que ocurra algo así en una región tan repleta de personas valiosas, inteligentes y emprendedoras.

–Los populismos han cuajado en sociedades modernas y dinámicas, y los resultados siempre han sido enormemente negativos. Cataluña no es una excepción. Es un caso particularmente triste para todos los que amamos esa tierra y nos sentimos orgullosos de su pasado y de su contribución al progreso del conjunto de España y de su contribución además positiva, de su capacidad de integración. Ahora estamos viendo cómo esa capacidad de integración ha revertido y ha desaparecido. Estamos viendo cómo esa imagen positiva se está tornando en negativa. Me gustaría muchísimo insistir en que es muy importante que los independentistas no consigan uno de sus principales objetivos, y es que se les identifique como Cataluña. Cataluña, afortunadamente, no son los independentistas. Hay una parte muy importante de su sociedad que quiere seguir perteneciendo a España, a Europa, compartiendo valores y principios democráticos y apostando por la convivencia y la cohesión. No caigamos, por lo tanto, en el desánimo de que no hay nada que hacer y, por lo tanto, vamos a darles lo que piden. Sería desamparar a una buena parte de la sociedad catalana que necesita justo lo contrario: apoyo y arrope por parte de todos.

–Se ha debatido mucho sobre el nivel de la clase política. Mariano Rajoy llegó a decir a Felipe González que ellos eran como Churchill comparados con los actuales. ¿Qué opina al respecto?

–Está muy mal que yo lo diga, y por lo tanto, tengo que contenerme. Para intentar justificarme, no voy a referirme a mi generación. Me remito a la anterior, a la que hizo la transición, y simplemente pido a los ciudadanos que comparen. Lamentablemente, la conclusión es obvia. Puede ser producto de muchas cosas, incluida la ley electoral, que prima el papel de los aparatos de los partidos y que va rompiendo el vínculo, incluso el vínculo afectivo que debería existir entre los ciudadanos y sus representantes. Además va conformando una manera de hacer política que no busca la respuesta a los problemas de los ciudadanos, sino disponer de la aquiescencia de los aparatos de los partidos. Eso, inevitablemente, comporta mediocridad.

Los electorados suelen castigar las divisiones internas. Pediría al PP que se pusieran de acuerdo y pensaran en el interés de España, no en el del partido

–¿Cómo ve el Partido Popular?

–Hace mucho tiempo que abandoné la política. Mi vinculación es más derivada de mi preocupación como ciudadano que se interesa por las cosas públicas y que piensa que desde la sociedad se puede hacer también mucha política. Dedico buena parte de mi tiempo a iniciativas de la sociedad civil. Creo que hacerlo es una obligación moral por mi parte, pero también creo que hay una evidencia que conviene tener siempre presente: una de las cosas que suelen castigar los electorados es la división interna. Una fuerza política que aspira a gobernar y que tiene posibilidades de gobernar, tiene que aspirar a recoger el mayor espacio posible sin entrar en contradicción, lógicamente, con sus principios, y muchas de las cosas que estoy viendo no me agradan. No voy a pronunciarme respecto a las posiciones de unos y de otros, pero sí que me atrevería, como ciudadano responsable, a pedirles que está entre sus obligaciones ponerse de acuerdo y pensar en los ciudadanos y en el interés general de España, y no en los intereses estrictos de partido.

Terminamos la entrevista con los desafíos que usted considera más importantes para España en la actualidad y con su opinión sobre un aspecto de relaciones exteriores que no hemos tocado: Marruecos.

–España tiene unos desafíos enormes. No son muy distintos a los de otros países, pero tenemos algún aspecto diferencial que nos obliga a profundizar. Para mí el tema educativo es el más importante. Tenemos un sistema educativo enormemente deficiente: tanto el preuniversitario como el universitario. Hasta ahora hemos tenido un sistema de formación profesional también muy deficiente. En este terreno se está mejorando, y hay que reconocerlo. En cambio estamos retrocediendo en la educación básica y secundaria. Estamos hablando del capital humano de un país y de la capacidad de los ciudadanos de adaptarse a las nuevas circunstancias para que el país pueda ser competitivo y seamos capaces de generar empleo, riqueza y bienestar, particularmente en unos momentos tan disruptivos como los que estamos viviendo, que nos obligan incluso a repensar el concepto de sector industrial. No podemos pensar en los mismos términos que hace veinte o treinta años. Ahora los servicios a la industria tienen también una importancia capital, y el principal reto es ser auténticamente digitales; no sólo porque incorporamos tecnologías digitales, sino porque tenemos que comportarnos de acuerdo con esa gran revolución que supone la digitalización. Otro gran desafío es la transición energética y medioambiental, con unos problemas específicos. España es un país muy dependiente hasta ahora de fuentes de generación que vienen del exterior. En otras cosas no estamos mal. El grado de diversificación energética tampoco es especialmente negativo, pero las exigencias de cumplimiento de los compromisos internacionales respecto a la descarbonización de la economía son elevadísimos, y tenemos que ser muy conscientes de que es la oportunidad que se deriva de los fondos europeos. No podemos desaprovecharla. No nos equivoquemos pensando que son fondos para gastar: son para invertir en futuro y en la modernización de nuestro tejido productivo y adaptarlo a las exigencias medioambientales y de la digitalización.

Todo ello tiene sus consecuencias sobre la cohesión social y territorial, y sobre cómo combatir la desigualdad y las tensiones territoriales de carácter político; eso que hemos dado en llamar la España vaciada.

Hay una despoblación muy importante. Podemos dividir el país en tres partes: una periferia poblada y razonablemente dinámica; un centro muy poblado y muy dinámico, que es Madrid, y, entre medias, una España en la que la despoblación es la norma. 

Y luego tenemos otro gran reto que no es ajeno a todo Occidente y no sólo ya Occidente: también China, que lo está sufriendo de manera muy clara. Es el reto demográfico. El problema no es que las sociedades envejezcan: es que tenemos tasas escasísimas de natalidad. Eso nos obliga a repensar las políticas de apoyo que pueda haber en ese sentido. 

Todos los gobiernos españoles han tenido problemas con Marruecos. La relación con ellos tiene un recorrido enorme, pero en su proyecto hay algo que no tiene solución: Ceuta y Melilla

–¿Y Marruecos?

–España siempre ha tenido tres horizontes inmediatos en su política exterior: uno al norte, que es Europa; otro hacia el Atlántico, y en particular a Estados Unidos y América Latina, y el del Sur, hacia el Magreb y en general a todo el Mediterráneo, pero sobre todo hacia el Magreb. Ahí hay dos países muy importantes por diferentes motivos para España, que son Marruecos y Argelia, y las relaciones entre ambos son pésimas. Han roto relaciones diplomáticas, tienen sus fronteras cerradas desde hace muchísimos años, las tensiones aumentan y además hay un irritante permanente que es el conflicto del Sáhara Occidental. Eso hace que la relación con nuestros países del sur sea enormemente compleja. Todos los gobiernos españoles han tenido problemas de relación con Marruecos, incluidos los gobiernos a los que yo pertenecí, incluido el gobierno en el cual yo era ministro de Asuntos Exteriores. Conozco razonablemente bien este tema. Tenemos que saber que la relación con Marruecos, por ser más específico, tiene un enorme recorrido desde el punto de vista político o cultural, económico o comercial, de cooperación antiterrorista, de políticas comunes ante el fenómeno migratorio. Hay mucho recorrido y muchas cosas que no son un juego de suma cero, que pueden implicar un beneficio mutuo. Es lo que tienes que buscar siempre en el mundo de las relaciones internacionales, pero siendo también muy conscientes de que Marruecos, en su proyecto nacional, tiene elementos que son incompatibles con el proyecto nacional de España. Y estoy pensando en Ceuta y Melilla. Tenemos que saber que eso siempre estará ahí, que no tiene solución, y que por lo tanto tenemos que gestionarlo de la manera más razonable posible en función de las circunstancias de cada momento. Pero, como en todo, también en eso es muy importante tener amigos. Y me remito al principio de esta conversación.

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