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Diego Barceló

Gracias, Ferrovial

La preocupación generalizada que ha despertado esta decisión en la sociedad española tiene un aspecto positivo: pone de manifiesto cuán importantes son las empresas para nuestra estabilidad económica y nuestro nivel de vida

El actual Gobierno viene aumentando los costes de producir en España. Incrementó de manera exagerada el salario mínimo, subió las cotizaciones sociales y ha creado o aumentado impuestos decenas de veces (solo en enero último comenzaron a regir ocho incrementos). Además, amenaza con seguir haciéndolo, por ejemplo, con las cotizaciones de los autónomos (hasta igualarlas con las de los asalariados) o elevando la indemnización por despido, pese a que la de España es mayor que la de los países de nuestro entorno.

Este mismo Gobierno da continuas muestras de despreciar el derecho de propiedad. Por ejemplo, ha creado impuestos «con nombre y apellido» (energéticas y bancos) e interviene los contratos de alquiler (limitando su incremento), así como miles de convenios colectivos, desfasados por el nuevo salario mínimo. Nuevo salario mínimo que también aumenta los costes de contratistas de obras púbicas que, sin embargo, no lo ven reconocido en sus contratos, lo que supone, en la práctica, confiscarles parte de sus beneficios. Ningún sector puede sentirse seguro, como atestiguan los supermercados, blanco de continuos ataques.

Al mismo tiempo, el Gobierno ha denostado repetidamente la figura del empresario: «capitalistas despiadados», «señores que fuman puros», «se están forrando», «beneficios obscenos» y «usureros, codiciosos y avaros», son algunas de las expresiones utilizadas por el equipo ministerial.

La independencia judicial está en entredicho, entre otros motivos por el nombramiento de exministros en la Fiscalía General y en el Tribunal Constitucional. Se aprobaron leyes para reducir el castigo a la corrupción y se indultó a golpistas. Hay muestras de una impericia alarmante en la elaboración de leyes (con la del 'solo sí es sí' como caso sobresaliente).

Todo lo anterior conforma un cóctel letal para la confianza, elemento imprescindible para imaginar y hacer planes para el futuro, que es la función empresarial básica. No puede entenderse la decisión de Ferrovial de trasladar su domicilio social a los Países Bajos sin ese contexto. Contexto al que podrían añadirse más ingredientes amargos (como el desorden de las cuentas públicas y la creciente deuda pública).

Las empresas necesitan previsibilidad y se deben a sus accionistas y clientes. Si no encuentran las condiciones necesarias para desarrollar su negocio en un sitio, se ven obligadas a buscarlas en otro lugar. No hay nada que reprochar a Ferrovial, que tiene todo el derecho de establecerse donde quiera.

La preocupación generalizada que ha despertado esta decisión en la sociedad española tiene un aspecto positivo: pone de manifiesto cuán importantes son las empresas para nuestra estabilidad económica y nuestro nivel de vida. Pone de manifiesto cuánto debemos a las empresas, que cada día aportan millones de empleos, innovan, ofrecen productos de calidad creciente y, además, pagan impuestos que financian servicios públicos esenciales. Pone de manifiesto que España debe mucho a Ferrovial (y al resto de empresas) y no a la inversa.

Las presiones del Gobierno para que Ferrovial revea su decisión son contraproducentes: crean la impresión de que las empresas también han perdido ya su libertad para entrar y salir de España cuando quieran. Es lo peor que se puede hacer para alentar la llegada de inversiones extranjeras.

El ala comunista del gobierno, que es la que dicta la agenda, odia a los empresarios, sean españoles o extranjeros, por el hecho de ser tales. No solo no lamenta la salida de Ferrovial, sino que eso los acerca a su objetivo de una sociedad crecientemente dependiente del poder estatal.

Ferrovial, con su decisión, nos está diciendo que las políticas que viene siguiendo el gobierno son empobrecedoras y que las perspectivas no son buenas. Es lo mismo que dicen los miles de autónomos que vienen echando el cierre, aunque a Ferrovial se la escucha más. Solo por eso, mi agradecimiento.

«El final del populismo es la Venezuela de Chávez, la pobreza, las cartillas de racionamiento, la falta de democracia y, sobre todo, la desigualdad». Lo dijo Pedro Sánchez en septiembre de 2014 en una entrevista de Antena 3. Tenía razón. Lástima que él mismo acabara implementando esas políticas.

  • Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados (@diebarcelo)