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Diego Barceló

¿Estado del bienestar o servicios públicos esenciales?

Hay una verdad obvia, pero olvidada, que da al traste con esa situación aparentemente idílica de recibir cada vez más cosas «gratis»: el Gobierno no produce nada y, por lo tanto, nada puede dar que antes no haya quitado a esa misma sociedad a la que quiere regalar sus servicios

El llamado «Estado del bienestar» tiene buena imagen. Si se hiciera una encuesta, estoy seguro de que la proporción de ciudadanos favorable al mismo resultaría abrumadora. De hecho, no hay político, de ningún partido, que se atreva a cuestionar en lo más mínimo algo que se da por sentado que es muy bueno. El debate está centrado, a lo sumo, en «reformarlo», en «cómo hacerlo mejor».

¿Qué es el «Estado del bienestar»? En su origen, podría decirse que fue una suerte de «póliza de seguro colectiva», para que todos, más allá de su situación económica y personal, tuvieran garantizados unos servicios básicos, tales como educación elemental, atención de la salud y derecho a una pensión.

La idea del Estado del bienestar como «póliza colectiva» tiene sentido: al cubrir a toda la sociedad contra ciertas contingencias, los riesgos del «asegurador» (el gobierno) se minimizan y el coste de la cobertura también. El problema empieza cuando el gobierno amplía su rol, para pasar a ser no solo asegurador, sino también prestador del servicio. El motivo es evidente: una vez que el gobierno empieza a prestar un servicio «gratis» (o a precios inferiores a los de mercado), la demanda, por definición, supera la oferta.

Ese exceso de demanda es una presión para aumentar el presupuesto. En ese punto, el político descubre que mejora su imagen si propone «invertir» más en educación, salud y pensiones: no solo los usuarios estarán más satisfechos, sino que los nuevos empleados públicos también tendrán algo que agradecerle. Y pese a que nunca los recursos alcanzan (imposible cuando algo se ofrece «gratis»), el político tiene una segunda idea irresistible: ¿por qué no ampliar la carta de servicios ofrecidos? En otras palabras, ¿cuántos votantes más podría conseguir si doy más cosas «gratis» y contrato más empleados públicos?

Así se llegó, progresivamente, a la situación actual, en la que el «Estado del bienestar» es una cartera indefinida, pero siempre creciente, de mercancías y servicios «gratis» o casi, que ahora incluye 400 euros a quienes cumplen 18 años, viajes en tren y autobús, rebajas para ir al cine, aborto gratuito, salarios por no trabajar, polideportivos, piscinas, turismo, todo debidamente subvencionado, y una cantidad de cosas más con las que se podrían llenar varios folios.

Hay una verdad obvia, pero olvidada, que da al traste con esa situación aparentemente idílica de recibir cada vez más cosas «gratis»: el gobierno no produce nada y, por lo tanto, nada puede dar que antes no haya quitado a esa misma sociedad a la que quiere regalar sus servicios. Peor aún: los costes de administración y control hacen que, por definición, la sociedad siempre reciba menos que lo que le hayan quitado.

Que esta fiesta la pagan los «ricos», es de una ingenuidad pueril. Un ejemplo: si se confiscara todo su patrimonio al empresario más rico de España, el señor Amancio Ortega, solo alcanzaría para pagar seis meses de pensiones. El «Estado del bienestar» lo pagamos todos. Otro ejemplo: un asalariado medio entrega, cada mes, cerca de un tercio de su salario en cotizaciones sociales. Con lo que le queda paga IRPF, IVA e impuestos especiales como mínimo: las cosas «gratis» que recibe del gobierno le cuestan, cada mes, la mitad de sus ingresos.

El «Estado del bienestar» limita la libertad individual, al privar a los trabajadores de una parte sustancial de sus ingresos. Tiende a hacer que la economía sea menos eficiente, porque una creciente porción de recursos se asigna con criterios políticos y no económicos. Envilece la democracia, porque hace que cada vez más gente vote condicionada. El «Estado del bienestar» llegó a un punto en que es contrario al interés general.

Si queremos vivir en un país próspero y libre, es necesario volver a la idea inicial. Deberíamos cambiar la idea de «Estado del bienestar» (solo útil al político), por la de «servicios públicos esenciales»: un número limitado y definido, que impida al político a hacer demagogia, mientras en el camino infla la deuda pública y nos confisca una porción cada vez mayor de nuestros ingresos.

  • Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados @diebarcelo