Del tomate imbatible de Sánchez al fundamentalismo ecológico y el drama del campo español
La última gran manifestación de agricultores y ganaderos antes de la protesta masiva convocada para este martes se produjo en febrero de 2022, y las soluciones han brillado por su ausencia
Cualquiera que tenga la sana costumbre de darse una vuelta por la España rural de cuando en cuando, será consciente de que la crisis que sufren agricultores y ganaderos viene de lejos. Siendo muy optimistas, al menos desde 2016, que es desde cuando existen registros en el Ministerio de Trabajo. Más de 2.500 autónomos del sector primario se ven obligados cada año a cerrar sus explotaciones y el relevo generacional se antoja improbable, ya que a la pérdida de rentabilidad se suma una inestabilidad legislativa que ríete tú de las fluctuaciones mandatadas por la meteorología. Por razones medioambientales y de bienestar animal, las leyes del campo cambian cada dos por tres al dictado de la ideología, obligando a los hombres y mujeres que lo trabajan a acometer nuevas inversiones cuando todavía no han amortizado las anteriores.
Cómo no será de demoledora la realidad, que a la hora de describirla, aquí no hay dos Españas que valgan. A izquierda y derecha todos coinciden en que cada vez tenemos menos garantías de suministro de productos de calidad, cercanos y a un precio razonable. La diferencia llega cuando toca asumir responsabilidades y aparece el ministro de Agricultura asegurando que el Gobierno está de parte del campo español, ¡sólo faltaría!, para añadir a continuación que el problema reside en Bruselas y no tanto en Madrid. «No estaríamos aquí si la Comisión Europea hubiera tenido este diálogo hace cuatro años», llegó a decir el viernes Luis Planas. No le interesa ver que la frustración y malestar de nuestro sector agrario ni mucho menos se queda en el injusto reparto de las ayudas plurianuales de la PAC o en la temible burocracia comunitaria.
La última gran manifestación de agricultores y ganaderos antes de la protesta masiva convocada para este martes se produjo en febrero de 2022, y las soluciones han brillado por su ausencia. O prácticamente. Para empezar, la Ley de la Cadena Alimentaria de la que tanto se enorgullece el Gobierno, no se aplica con eficacia casi un lustro después de su entrada en vigor. Los precios en origen con respecto a los de venta al consumidor se siguen multiplicando de forma desproporcionada. Como si no hubiera bastante ya con la sequía y con la subida de los costes de producción -un 20 % de media-, por culpa del encarecimiento de la luz y el gasóleo a raíz de la guerra en Ucrania. Es verdad que ese problema afecta a todo el sector primario europeo, pero los impuestos en España son más elevados y la subida del Salario Mínimo Interprofesional impacta en los seguros sociales. ¿O alguien todavía cree que el incremento del 54 % desde 2018 no está haciendo pupa?
Por su gravedad, mención aparte merece la competencia desleal, que pone en jaque la viabilidad de nuestras exportaciones agrarias. El sector lucha de facto contra un mercado que importa productos de «terceros países» a bajo precio y que no cumplen las normativas internas de la UE, lo que supone una contradicción y una hipocresía descomunales. Lo llaman «terceros países» cuando en realidad quieren decir Marruecos, un reino que el ministro Planas conoce bastante bien, por cierto, ya que fue embajador de España en Rabat entre 2004 y 2010. Indigna la delicadeza con que se trata este asunto en los despachos del Ministerio de Agricultura. No vaya a ser que molestemos a ese vecino del sur al que Pedro Sánchez ha entregado la tradicional posición española en la cuestión del Sáhara a cambio de un puñado de compromisos incumplidos por su parte, como las aduanas comerciales de Ceuta y Melilla.
Y encima tenemos que aguantar que Francia, que también está intentando ganarse el favor de Mohamed VI tras las últimas desavenencias diplomáticas, meta a España en ese mismo saco de la competencia desleal atacando a nuestros camiones, como han hecho bochornosamente toda la vida, y cuestionando la calidad de nuestros productos. Si mal estreno tuvo con España el primer ministro Gabriel Attal a cuentas de este asunto, Ségolène Royal, la exlíder de los socialistas galos, terminó de volar todos los puentes al afirmar que los tomates españoles son «incomestibles» y hasta «falsos» cuando exhiben la etiqueta de producto ecológico. Esperamos durante demasiadas horas a que el presidente del Gobierno saliera a defender los intereses de nuestro país, pero sus declaraciones resultaron de lo más decepcionantes cuando al fin lo hizo: «El tomate español es imbatible, imbatible». Ni una exigencia formal de disculpas ni la realidad: que los agricultores franceses están indignados porque España exporta cada vez más frutas y hortalizas a su país. Igual que la mitad de los productos agrarios que la Unión Europea importa de Marruecos van a parar a Francia. A otros con los cuentos chinos.
Nuestro sector primario está harto de que se le calumnie, de que se le ponga en la diana como culpable del cambio climático y de que se legisle a sus espaldas, cuando necesita más ayuda que nunca para seguir siendo punta de lanza de la economía en España. Tenemos los mejores profesionales, el mejor clima y las mejores condiciones para ofrecer a Europa y a todo el mundo, los cultivos más eficientes y de más calidad. No permitamos que se dilapide este valioso patrimonio.
- Susana Burgos es periodista especializada en economía y empresas y consultora de comunicación corporativa e institucional