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los ridículos de la educaciónjosé víctor orón semper

El 'boomerang' de los premios

Si nos fijamos en los premios se descubre que el problema no tiene por qué ser la mala intención, sino que, con muy buena intención, se puede entorpecer al crecimiento del alumno o hijo

A buena intención no nos gana nadie. Pero, en la Edad Media, creían curar a la gente con sangrías y, en verdad, los mataban pues se desangraban. Eso sí: con muy buena intención.

Lo mismo sucede cuando en educación se descansa en los premios y castigos para motivar a los alumnos o hijos. Si nos fijamos en los premios se descubre que el problema no tiene por qué ser la mala intención, sino que, con muy buena intención, se puede entorpecer al crecimiento del alumno o hijo. Más aún, consigue el efecto contrario que busca el educador y de ahí su efecto boomerang y, el ridículo educativo. Veamos como sucede.

Pensemos en un educador que quiere que su hijo o alumno realice algo concreto que no resulta de especial interés para el educando. El educador ve el comportamiento: el hijo no arregla el cuarto o el alumno no hace las tareas. Lo que hay en el interior del alumno o hijo no lo sabemos. No sabemos la causa personal de tal comportamiento. Tal vez se deba a que no ve el valor de la acción, tal vez porque está disperso con otras cosas, tal vez porque se enfadó con el educador, tal vez por… posibilidades miles.

La tarea que el educador presenta al educando parece no tener valor a los ojos del educando. Además, los beneficios esperados (tener la habitación ordenada o hacer los deberes de clase) parecen no ser vistos por el educando o están muy lejanos en el tiempo como para tenerlos presente. Con el premio, el educador quiere sacar una carta a su favor en la jugada y ofrecer algo atractivo para que el educando realice el comportamiento esperado. Por ejemplo, «haz esto y te dejo jugar más tiempo, o te regalo algo, o te dejo elegir». Es decir, asocia artificialmente la tarea con el premio. Digo artificialmente porque de hacer la tarea no se deduce tener una hora más de juego.

Al conectar artificialmente el trabajo con el premio, el valor de la acción no se ve incrementada por el premio, sino que, como un boomerang, vuelve contra quien lo lanzó, pues lo que acaba pasando es que la acción que se le pedía (ordenar la habitación o los deberes) entra en descrédito. Se acaba de desvalorizar lo que se quería valorizar, pues en el fondo el educador ha mostrado que no cree en el valor de la acción en sí misma. Al querer aumentar artificialmente el valor de la acción propuesta, esta acaba desvalorada. Y, ¡cómo no!, hacemos el ridículo.

Pero los efectos negativos del boomerang no acaban ahí. El premio era jugar, regalar y elegir. Al colocarlos como premios se le está diciendo de forma oculta que, si juegan, reciben regalos o si se les deja elegir no es porque ellos se lo merezcan, sino que es una concesión.

La acción pedida y los regalos no están naturalmente conectados, sino que están conectados por el educador de ahí su artificialidad. Con ello se crea una disociación entre trabajar y jugar. Eso que se educa en el niño acaba siendo algo bien incrustado en la vida de muchos adultos en quienes está disociada la relación entre trabajar y vivir. Trabajar y vivir quedan divorciados y el niño aprende que una cosa es someterse a la presión del trabajo y otra poder vivir (jugar, recibir regalos o elegir). Luego nos preguntamos porque la gente vive desintegrada y vive: el trabajo como presión y el tiempo libre como una compensación para tener los placeres que durante el trabajo se han prohibido.

Al motivar con premios se está diciendo que la acción que se propone no tiene valor, pero que hay que fastidiarse y hacerla. Luego vendrá el desquite. Se deforma tanto la comprensión del trabajo como del juego.

Urge aprender y vivir que ordenar la habitación y hacer los deberes es una forma de jugar porque comporta una experiencia de valor en el mismo trabajo. No estoy diciendo que al hacer el trabajo uno tenga que reír a carcajadas, sino descubrir el valor intrínseco en el mismo trabajo por lo que supone en sí la experiencia de trabajar. Hacer los deberes escolares y ordenar la habitación es un regalo. Viviendo en otro país, veía a los niños sentados en el suelo debajo de farolas haciendo los deberes porque en su casa no hay luz y, los alumnos me pedían que les diera clase todas las horas posibles en domingo para poder pasar el examen de acceso a la universidad. Ordenar la habitación y hacer los deberes son una elección si ciertamente el alumno se siente autor de su proceso educativo.

Hay otras formas de educar y de vivir.

No querer hacer los deberes u ordenar la habitación no tiene por qué ser una rebeldía. Tal vez sí, pero no necesariamente. Igual necesitan saber qué valor tiene hacer lo que hay que hacer. Porque si la persona hace cosas solo porque toca, entonces está viviendo como una máquina que hace las cosas como toca. Y si la máquina expendedora no da el sándwich porque se queda atascado se le da un golpecito y lo mismo parece que hay que hacer con el niño.

Desde luego, no pasa nada porque una o varias veces hayas prometido y dado premios a tus hijos o alumnos. Pero, sí que pasa, y mucho, si eso ocurre como el estilo educativo de la relación. El niño es plenamente consciente de que no quiere hacer la acción que se le pide. Pero, ahí no está lo grave, sino que el niño sabe que el adulto sabe que al niño le molesta esa acción y aun así el adulto la pide ignorando la interioridad del niño, pues el adulto pide y no acompaña la petición. Está muy bien que el adulto pida, pero que pida algo con valor y acompañe al educando en su proceso. Cuando el educando, de forma habitual, pide acciones sin valor y además no las acompaña es cuando surgen los problemas. Con ese estilo de relación, insisto que es muy importante saber que hablamos de un estilo educativo y no de acciones puntuales, el niño concluirá que al educador no le interesa la interioridad del educando. El niño aprenderá que ese es el estilo de relaciones interpersonales: qué más da lo que el otro viva, mientras yo obtenga lo mío.

En cambio, se podría usar los bloqueos del niño a hacer ciertas cosas para saber qué vive y convertirlo en un acto cooperativo de valor. ¿Por qué pedir comportamientos si en los procesos los niños no son acompañados? No se tiene autoridad para ello. Tomarse en serio la persona del educando lleva a que el educador examine si la acción que pide es de valor en su pretensión, en sus formas y en su contexto y, además, que piense como acompañar al educando en sus procesos.

Por una Navidad sin chantajes.

  • José Víctor Orón Semper es director de la Fundación UpToYou Educación