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La educación en la encrucijadaEugenio Nasarre

España tiene una lengua común

Las demás lenguas, según la Constitución, «serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». Pero no son «lenguas cooficiales» del Estado en ningún caso

En mis años universitarios, los ya lejanos años sesenta, había revueltas estudiantiles. Era decano de la facultad de Derecho el eminente procesalista Leonardo Prieto-Castro, que ejercía el cargo con gran dignidad y era dialogante. Un día llamó a los cabecillas de las revueltas al decanato. Y les preguntó: «Díganme en síntesis cuáles son sus reivindicaciones». Uno de ellos, balbuciendo, contestó: «Echar a Franco». «Bueno, eso lleva sus trámites», apostilló el catedrático de Derecho Procesal.

La flamante nueva presidenta del Congreso de los Diputados, la expresidenta de la Comunidad Autónoma balear Francina Armengol, arrobada en su alta poltrona que acababa de ocupar, no sabía que existieran «trámites», y comunicó a sus señorías: «Permitiré la utilización de todos estos idiomas [catalán, euskera, gallego] en el Congreso desde esta sesión constitutiva».

El anuncio de la señora Armengol mostró dentro y fuera de la Cámara tres cosas, al menos. La primera, un tic autoritario, al venir a decir: «Aquí estoy para mandar, sin que se me ponga nada por delante»; que es lo contrario a lo que corresponde el ejercicio democrático de la presidencia de una asamblea parlamentaria. La segunda, su pronta sumisión (como demostrara Theodor Adorno, la sumisión es uno de los rasgos de la «personalidad autoritaria») a las exigencias de las fuerzas nacionalistas, a cuyos votos debía su ascenso a la cabecera del hemiciclo, «deuda» que no augura nada bueno en esta legislatura. La tercera, su hostilidad al castellano o español, practicada con afán durante su gobierno balear. En la última ley educativa de esa Comunidad Autónoma aprobada durante su mandato se proclamó al catalán como «la lengua vertebradora de la enseñanza», en una formulación aparentemente sutil, pero que indicaba, sin llevarse a engaño, la pretensión de marginar al castellano en el sistema educativo balear. Así se ha llevado a cabo sin contemplaciones, lo que ha sido una de las causas de su derrota electoral en las Baleares, premiada por el Sr. Sánchez.

Claro está, la señora Armengol reculó algo después, al soplarle alguien que existían los «trámites». Y en ello está. Asistiremos en las próximas semanas a un prolijo debate sobre cómo solventar los problemas para aplicar en la vida parlamentaria lo que ha anunciado y prometido. ¿Habrá que reformar el reglamento? ¿Cómo? ¿Con el consenso con el que siempre se ha actuado en esta materia? ¿Cuánto costará, se preguntarán algunos? ¿Se limitará la novedad a «hablar» en las diversas lenguas o se extenderá a todos los documentos que se generan en la actividad parlamentaria? Mientras, ¿habrá diputados que tomen la palabra a la presidenta y hablen en el hemiciclo en lenguas diferentes al castellano, sin esperar a que se resuelvan «los trámites»? ¿En este caso, la presidenta les cortará la palabra para hacer cumplir el Reglamento? El conflicto está servido.

Pero hay que ir al fondo de la cuestión, que es sumamente grave. Y este es que desde hace ya tiempo se pretende desvirtuar la auténtica realidad lingüística de España, que consiste en que España es una comunidad lingüística con una lengua común, que es el castellano o español, y una variedad de lenguas habladas en unas determinadas partes del territorio en que se asienta esa comunidad. A esta realidad lingüística responde cabalmente el tratamiento que a las lenguas da la Constitución. Hay una sola «lengua oficial», que es el castellano, porque es la lengua común de los españoles, la lengua en la que nos entendemos vascos, andaluces, catalanes o murcianos. Es la lengua de todos los españoles sin excepción. Por ello, certeramente, la Constitución proclama «el deber de conocerla y el derecho a usarla» de todos los españoles. Las demás lenguas «serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». Pero no son «lenguas cooficiales» del Estado en ningún caso. Ese salto es indebido y perturbador. Llamarlas así es sencillamente falso. Tampoco le gustaba a Unamuno el término «cooficial» en su célebre discurso de 18 de septiembre de 1931, en defensa del castellano u español como la lengua de la «España común».

El problema es que el gobierno de Sánchez –quiero pensar que no la totalidad del PSOE– ha aceptado y se ha instalado en esta deformación de la realidad lingüística de España, alimentada por los nacionalistas que quieren destruir la idea de España. La noción del castellano como «lengua común» ha quedado proscrita. En los nefastos nuevos currículos de la ley Celaá (Reales Decretos de marzo de 2022), en la materia de Lengua se habla de la «diversidad lingüística de España» y se refiere siempre a ésta como «realidad plurilingüe y pluricultural». Como si España fuese tan sólo un conglomerado de lenguas y culturas. Eso -lo sabemos- es radicalmente falso, porque España en lo que de verdad consiste es en ser una potente realidad cultural común. Y resulta inmoral el intento de trasladar a las nuevas generaciones esta colosal mentira. Los nuevos currículos de Sánchez-Celaá son un monumento de la post-verdad.

El paso de transformar al Congreso de los Diputados en una Cámara «plurilingüe y pluricultural» camina en la dirección de debilitar la idea de España. Es ése su objetivo. Quien no lo vea así es que tiene una venda en los ojos. Pero, además, con relación a la España real –en la que todos nos entendemos en nuestra lengua común– convierte al Congreso en una realidad extravagante, que aleja todavía más a la política de la realidad de la calle. ¡Y todo ello para complacer a un puñado de votos!

Si ahora fuera diputado, nunca me pondría un pinganillo o un casco para entender a un compatriota mío, que habla la lengua que yo hablo, porque es la lengua de ambos, al ser la de todos los españoles. El Congreso de los Diputados está para que se hable en él la lengua común de los españoles.

  • Eugenio Nasarre es vicepresidente de la Asociación de Ex Diputados y Ex Senadores de las Cortes Generales