En torno a la Selectividad
Que haya 17 exámenes diferentes es descomunalmente injusto. Pero no observo espíritu de enmienda por ningún lado
Cuando Parménides, en su críptico poema, afirmó que el ser no puede no ser, mostró la ingenuidad característica de los antiguos, incapaces de imaginar adónde llegaríamos en el siglo XXI. Actualmente, un trabajo ímprobo puede ser loable, si esforzado, o criticable, si deshonesto. Más aún, en España tenemos una cosa -por llamarla de alguna manera- que denominamos selectividad, que no es selectiva en toda su extensión y que oficialmente se llama de otra manera.
O, mejor, de otras maneras: en algunas comunidades autónomas es EBAU, en otras EvAU, en unas pocas PAU… y así continúa el espléndido galimatías que debería culminar en un espléndido RIAU-RIAU.
La selectividad, para mejor entendernos, es el examen que permite la entrada a la universidad española (para las puertas traseras, léase el post scriptum). Además, junto a la nota de bachillerato, establece la nota de acceso a la universidad que, en España, se marca a partir de la que obtuvo el último chaval admitido en esta u otra carrera. Así, por ejemplo, hace un par de años el último que entró en Medicina en la Rey Juan Carlos de Madrid y alrededores obtuvo más de 13 puntos sobre un total de 14 -que se calculan de manera más compleja en apariencia que en la práctica-.
A este respecto, llama la atención que intervengan milésimas en una nota de corte cuando se han corregido exámenes de desarrollo extenso, como Historia, y que, además, se suelen puntuar en fracciones de 0,25. Por su parte, los examinadores apenas cuentan con una semana para corregir un sinfín de pruebas. Y, esto es algo ímprobo y no muy sabido, no siempre son especialistas en la materia.
Pero nada, un 0,001 que surge de tamaño despropósito marca el futuro de nuestros estudiantes. Por eso no puede extrañar a nadie que la inmensa mayoría de los profesores de bachillerato nos centremos antes en la preparación del examen que en el aprendizaje real y profundo del futuro ciudadano, ni que las notas de acceso sean cada vez más altas en disparatado fenómeno inflacionario -si todos sacasen 10, ¿qué valor tendría el 10?-.
Lo que sí es conocido por todos, aunque poco se hace al respecto, es que cada comunidad autónoma diseña su propio examen, aunque luego el estudiante pueda acceder con su nota a cualquier universidad pública española –la nota no es la misma pero sí lo es–. Así, existen autonomías, a la cola del informe PISA, que sacan notas estupendas pues su selectividad es bien facilita. Por ejemplo, las preguntas cortas de Historia de España en el examen de Andalucía las podría responder sin problema un chaval de la antigua EGB mientras que las de Madrid necesitan un poder de síntesis que ni un experto en el tema.
Aparte, siguiendo con esta escandalosa realidad, solo en unas pocas comunidades se invita a la reflexión del alumno, como en Castilla y León, mientras que en la mayoría el examen evalúa sobre todo la capacidad de memorización del chaval, lo que a su vez reduce aún más la condición del profesor a mero preparador de una oposición.
Y así, con este sistema, con el dumping académico de algunas comunidades, se consigue que las mejores notas no siempre correspondan a los alumnos más capaces –habría que realizar un estudio sobre el porcentaje de abandono (y lugar de procedencia) en las carreras que pidan mucha nota y son complejísimas, como el doble grado en Matemáticas y Física–.
Pero, y quizás por eso nadie se atreve a tocar el sistema, en los últimos años aprobó más del 95 % de los chavales que hicieron la prueba –y, por culpa de la memorización estéril, sin garantías de que sepan escribir y leer con un mínimo de corrección, reflexionar con un mínimo de sentido crítico–. En este sentido, una selectividad poco o nada selectiva.
Que haya 17 exámenes diferentes es descomunalmente injusto. Pero no observo espíritu de enmienda por ningún lado. Más allá de lo lógico, que sería un único examen para toda España, quizás habría que apostar por exámenes tipo test –que, personalmente, detesto– para así asegurar una completa objetividad en las correcciones. Mejor aún, deberíamos implementar un acceso a la universidad en la que no solo se evaluase lo académico, sino también lo personal y lo extracurricular, pues no se puede ni se debe reducir el valor de un estudiante a un simple número. En cualquier caso, deberían ser las propias facultades las que se encargasen de los últimos trámites, de las pruebas o entrevistas que considerasen oportunas.
El sistema no funciona… y es evidentemente injusto, aunque permite el acceso casi universal a la universidad, que así pierde su sentido, su esencia. ¡El ser que no es, admirado Parménides! Desde que tengo memoria –también como escolar, allá en los 80– se comenta que se va a acabar con la selectividad. No caerá esa breva… luchemos entonces por conseguir un único examen para todo el territorio español… aunque aquí no entraré en florituras filosóficas.
P.S.: Existen puertas traseras para acceder a la universidad. No me refiero a las dignísimas pruebas para mayores, sino accesos para bachilleres corrientes y molientes. Una es realizar el Programa del Diploma del Bachillerato Internacional (BI) –del que en su momento hablaré detenidamente-, también sencillito de aprobar y con una conversión muy ventajosa a las notas del «nacional»–conversión facilitada por las autoridades-. Y otra es hacer el bachillerato en el extranjero y luego realizar las Pruebas de Competencias Específicas (PCE) de la UNED; aunque la media no sea muy alta, los exámenes son muy facilitos. Son métodos ímprobos, quizás solo en un sentido.