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Daniel Martín Ferrand

En torno al catetismo

Si bien ahora enseñamos fenómenos como la hiperonimia, la deixis o la parasíntesis, luego a muchos alumnos les –*puto– cuesta distinguir un adjetivo de un sustantivo o de un adverbio

Actualizada 04:30

Es una buena noticia que las webs de la Real Academia Española, con sus diccionarios, funcionen cada vez mejor. Aunque, desde un punto de vista romántico, algunos echemos de menos el viejo diccionario en un solo tomo –que aún sirve para ver cómo han cambiado de significado algunas palabras– es infinitamente más cómodo y práctico navegar y consultar las palabras de manera directa y rápida.

Paradójicamente, el uso real del castellano parece cada vez más pobre. A los viejos malos usos como laísmos y los tremebundos vulgarismos como loísmos o dequeísmos, se unen el creciente empleo del posesivo junto a un adverbio (*encima mío, *debajo mía…), la colocación de adjetivos malsonantes como adverbios (*me puto jode) o, en general, la poca corrección en el empleo de la palabra tanto en la forma (*tá tó güeno) como en el fondo (*es demasiado bueno).

La gigantesca democratización que las redes han supuesto ha provocado que la versión vulgar del idioma se imponga por goleada sobre la variante formal o, por qué no, culta. Después de todo, si las voces que más se escuchan son de futbolistas, políticos, youtubers o demás influencers… lo normal es que se propaguen y generalicen los errores más comunes.

La enseñanza en los colegios no ayuda precisamente a que se hable o escriba un buen español. La asignatura, en la escuela, se compone de tres áreas: Comunicación, Gramática y Literatura. Aquí, por motivo de espacio, me centraré en la gramática, esa lengua muerta –como coincidieron en calificarla dos autores tan dispares como Miguel de Unamuno y Pío Baroja– que tanto entusiasma a filólogos y profes de lengua. Por ejemplo, la sintaxis –o, mejor dicho, el análisis sintáctico, porque sintaxis, o correcta construcción de oraciones, realmente no se enseña– sobrevive en Selectividad pues, como considera una vieja compañera de fatigas, es casi como las «matemáticas de la Lengua» (1).

Pero, eso siempre, con muchísima menos dificultad que antaño. Sin embargo, en muchos colegios siguen dedicando muchísimas horas al análisis sintáctico. Lo que, a su vez, repercute en el resto de la lengua muerta, perdón, de la gramática. Si bien ahora enseñamos fenómenos como la hiperonimia, la deixis o la parasíntesis, luego a muchos alumnos les –*puto– cuesta distinguir un adjetivo de un sustantivo o de un adverbio, son incapaces de recitarte las preposiciones o de conjugar un tiempo verbal del indicativo.

Baroja bromeaba con que hasta los 50 años no supo qué significaba pretérito. Ahora, al igual que con las tablas de multiplicar, los chavales no saben de memoria los tiempos verbales. La mayoría no podrá escribir el presente de subjuntivo del verbo amar, y mucho menos usarlo en una oración.

Porque, en definitiva, el resultado final es que los chavales tienen serias dificultades para expresarse en un idioma mínimamente correcto. Esto es obvio al observar la pésima ortografía de la mayoría, consecuencia en parte de la contaminación del inglés –he leído muchas veces ”*hize”, lo que es mucho más que una simple falta ortográfica– y de los mensajitos del móvil, pero, a mi entender, es fruto de una desidia social generalizada ante el buen uso del idioma. ¿Qué más da cómo escribamos si se entiende? ¿No es más democrático no distinguir, por ejemplo, entre ‘b’ y ‘v’? (2)

El asunto quizás sea menos evidente –pero más preocupante– si atendemos al uso de la lengua en su sentido semántico, morfológico o sintáctico. Muchos estudiantes son incapaces de saber cuándo usar una preposición, para qué sirve el subjuntivo o cómo usar esta o aquella palabra. A veces tengo la impresión de que mis alumnos hablan un idioma completamente diferente al mío. Lo cuál no sería grave si consiguiésemos entendernos.

Pero este fenómeno se extiende a lo que debería buscar la asignatura, a saber, el correcto uso de la lengua: los chavales tienen serias dificultades para escribir textos coherentes, mínimamente cohesionados, que reflejen sus propias ideas –si es que las desarrollan–. Además, la mayoría no consigue leer y entender un texto no demasiado exigente: ¡y aún damos vueltas a si deben leer o no el Quijote! ¡Pero si no son capaces de entender –no digo ya disfrutar– a Eduardo Mendoza! Sin olvidarnos de que, en última instancia, pensamos con el logos, con el verbo, con el lenguaje.

Couchoud bromeaba con que nos acercábamos a una generación que iba a tener un vocabulario centenario, preposiciones incluidas. ¿Quizás profetizaba? El idioma recibe poco cuidado por prácticamente todo el mundo, incluso por aquellos que se proclaman defensores de lo español. ¿Hay acaso un legado más importante que la lengua española? Y en el colegio se enseñan muchas cosas, pero pocas que tengan que ver con lo que realmente importa: el buen y correcto empleo del idioma a través del desarrollo sostenido y eficaz de las capacidades de hablar, leer, escribir y, sobre todo, pensar.

(1) Menudo exabrupto. El análisis sintáctico es altamente interpretable. Recuerdo una oración a la que cuatro profesores diferentes dimos cuatro interpretaciones distintas. El profesor que solo admite una o no entiende o no está dispuesto a aceptar que el chaval haya entendido algo diferente. Suelen ser esos que no ponen 10 porque el 10 ellos son los que más saben de la clase. Personalmente, y llevo casi dos décadas impartiendo lengua, los chavales que son capaces de ver varias posibilidades son los pocos que entienden realmente la sintaxis y no se limitan a repetir una y otra vez fórmulas que funcionan bastantes veces pero no siempre –por lo tanto, fórmulas poco o nada matemáticas–.

(2) Entre las muchas cosas a las que no presta atención el dichoso BI es a la ortografía. Uno puede sacar la máxima nota escribiendo «zebra», «kalamar» o «idioticracia».

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