El perfil
Gabriel Rufián, el chaval encantador disfrazado de eterno ogro
Si Gabriel Rufián hubiera nacido en Alcorcón, trabajaría en un taller mecánico y se buscaría la vida en una pandilla no muy distinta a aquellas inmortalizadas por Eloy de la Iglesia en el cine quinqui de los 80. No es algo despectivo: los buscavidas tienen un encanto especial desde su genuina condición de extractores de petróleo en el páramo yermo.
Pero acabó en Cataluña, charnego como de novela de Marsé y curioso como de relato de Mendoza, sintetizando al Pijoaparte, a Makinavaja y a Gurb tras nacer en Santa Coloma en 1982, poco después de que su familia llegara allí, como tantos currantes, procedente de un pequeño pueblo de Jaén del que salían tantos Seat 127 de cuatro plazas estiradas a siete buscando llenar el estómago.
En Rufián siempre queda la sensación de que es independentista por necesidad; diputado por retribución y guerrero por actuación; pues nadie que le conozca de cerca encuentra en él al ogro que le posee en el Congreso para desplegar sus rebuznos, afilar las garras y atender a su clientela, rendida a sus ferocidades.
Me encuentro entre quienes estiman su gracia en la distancia corta, su sentido del humor, sus anchas espaldas para encajar deportivamente la crítica y su rabiosa sinceridad; contraprogramada por un hálito de escepticismo que se vislumbra en una mirada ocasionalmente de duda.
Pero también, entre quienes se preguntan si ese antagonismo entre quien parece ser y quien ejerce hace más inquietante al personaje o anuncia una futura redención. ¿Cómo un tío tan majo, reconocido así en buena parte del Congreso, incluyendo a sus archienemigos públicos, puede luego defender lo que defiende? ¿Cómo puede callarse cuando uno de los suyos de ahora habla así de uno de los suyos andaluces de siempre?
Si Colau es la Teresa de las «Últimas tardes», una falsa rebelde burguesa de San Gervasio; Rufián es un Manolo Reyes del Raval que ha encontrado en una causa, en realidad ajena, una manera de llenar el plato. Y en la tribu que le acompaña, una lealtad de barrio que le lleva a olvidar, intuyo, la perversa naturaleza del negocio que defienden.
En otra vida, en otra tierra, en otra era; Rufián sería un tipo encantador, seguiría descargando camiones de feria o dirigiendo un departamento de Recursos Humanos, tras sacarse con sudor la carrera y nunca sobraría en una reunión de amigos de verdad con problemas objetivos.
Que le guste tanto la distopía de Cormack McCarthy en «The road» y disfrute de «Alien» como película de cabecera, terminan de delatarle: mientras muerde a periodistas y fabula con «burbujas mediáticas de ultraderecha», se pregunta en su fuero interno qué demonios hace un chico como él en un lugar como éste.