El perfil
José Luis Escrivá, el Jekyll y Hyde de Pedro Sánchez
José Luis Escrivá es, dentro de un Gobierno de cuotas, la exigua que representa a la parte menos chamuscada de un Ejecutivo que podría competir con las Fallas de Valencia en pirotecnia e incendios.
Su carácter afable, su discurso pedagógico aunque no siempre comprensible y su dificultad para tratar el adversario de enemigo, como hacen tantos de sus compañeros empadronados en trincheras endémicas; le han librado, de momento, de dar más vueltas en la parrilla que el célebre mártir San Lorenzo.
Y sin embargo, en pocos ministros es tan perceptible el mito del Doctor Jekyll y Mister Hyde, las dos caras que simbolizan en el imaginario popular la metamorfosis más radical de un ser humano.
Porque este albaceteño de 1960, de cabeza ancha para dar cobijo a un cerebro notable, ha pasado de ser el sheriff de las finanzas al abogado defensor de los boquetes económicos de Pedro Sánchez, a los que barniza de argumentos técnicos como un sofista capaz de sostener lo uno y lo contrario y que le tomen por portavoz de los siete sabios de Grecia.
Él estuvo en el Banco de España, en el Banco Central Europeo y al frente de la Airef; entre otros destinos para gentes serias; tres de las instituciones que más le han insistido al Gobierno en que sus previsiones económicas fallan más que las trampas del Coyote al Correcaminos y tienen la misma solvencia que un presagio de la pitonisa Reynolds en La que se avecina.
Quien fuera abstemio en términos de derroche de dinero público y partidario de la mayor disciplina fiscal es quien ahora descorcha el champán del gasto, firma reales decretos sobre la reforma laboral y se suma con elegancia al dondieguismo de su patrón Sánchez; un manirroto con dinero ajeno que intenta pasar por traumatólogo gracias al prestigio decadente de su equipo económico.
En realidad, ese contraste entre lo que Escrivá decía y hacía antes y lo que dice y hace ahora forma parte de su ADN y explica su propia biografía, escrita con renglones torcidos a efectos, al menos, de currículo socialista.
Su padre y su tío eran tan falangistas y tan franquistas como para apuntarse a la División Azul y marchar hacia la URSS, junto a Hitler, para frenar a ese dirigente de nombre Iósif y apellido Stalin que el escritor Martin Amis definió con una frase terrible: «Un muerto es un drama; veinte millones es una estadística».
Joaquín Escrivá, padre del ministro de Seguridad Social y azote de babyboomers, acabó siendo médico tras fracasar contra el comunismo y el invierno y llegó a la alcaldía de Albacete.
Y de la ascendencia de la saga familiar en la capital manchega da cuenta que su tío Carlos, partícipe también en aquella delegación militar que fue a Rusia a luchar contra el comunismo y volvió a España con Hitler derrotado y Franco mirando a Logroño; dio nombre al estadio donde juega el equipo local degradado de «queso mecánico» con Benito Floro a tranchete de tercera en la actualidad.
Los Escrivá-Belmonte son a Albacete lo que Woody Allen a Manhattan o un cocido a Madrid: una sintonía constante y un emblema que, para algunos, puede acabar poniendo la cabeza como un bombo y condenar al estómago a un empacho.
Llegado ese momento, Escrivá sabrá alejarse de los efectos secundarios y decir que ni él toca el clarinete ni come cosas pesadas. Por mucho que la orquesta y los fogones de Sánchez le tengan a él como solista y chef de algunas de sus peores composiciones: es el señor que, mientras te asegura una pensión de jubilación, en realidad está jubilando poco a poco el sistema de pensiones.