El perfil
Alberto Garzón, el carnicero incomprendido
Alberto Garzón llegó a ser el político mejor valorado en España, en ese tipo de encuestas que también otorgan más audiencias a un reportaje de ñus en La 2 que a una bacanal en Telecinco a la salud de Paz Padilla y otras virólogas de vanguardia.
Ahora, desde un ministerio tan necesario como aquel de los Andares Tontos recreado por los Monty Python, ha conocido ese otro lado de la fama en el que los focos se convierten en antorchas y el calor popular en horno crematorio.
No se puede decir que no lo haya buscado con su empeño en hacerse notar dando la nota con los juguetes sexistas, el roscón de Reyes, el chuletón y, finalmente, la carnicería entera.
Todo lo que le habían perdonado en concepto de desvarío ideológico, proyectado en sus constantes hagiografías de personajes tan siniestros como Fidel Castro o Lenin; se lo han cobrado a cuento de sus confusas teorías sobre la ganadería española: si hasta ahora era habitual oírle hablar mal del toro, hacerlo también de la vaca ha sobrepasado los anchos límites de los que cinco minutos antes disfrutaba.
Quienes conocen sus orígenes, técnicamente riojanos pero en la práctica malagueños, aseguran que en casa de los Garzón no había para demasiados filetes y que la modestia del hogar explica una parte de sus peculiares reflexiones.
La otra procede de una escasa experiencia más allá de la política, limitada a efímeras estancias universitarias en despachos donde sopla poco el aire de la calle; y a su amplia experiencia en eso tan comunista de apiolar a los camaradas del politburó como Stalin con Trotsky.
Primero se cargó a Cayo Lara, después a las federaciones más enfrentadas, como la de Madrid, y finalmente aceptó las monedas de Pablo Iglesias para integrar y diluir a IU, sin llamarse Judas, en la sopa de Podemos.
El balance de todo ello es que nadie lo quiere del todo pero nadie lo echa, a la espera de que Yolanda Díaz o Ione Belarra alcen o bajen el pulgar y Sánchez lo arroje a los leones o le permita mantener la ficción de que es ministro, de que hace cosas y de que tiene futuro.
Partidario de la política intensiva, que es la forma de justificar una escasa cosecha de votos propios; se ha abonado a la extensiva, participando en el engorde artificial de un Podemos cebado con piensos adulterados por grasas, conservantes y colorantes populistas hasta decir basta.
Otra contradicción de un ministro que habla bajo pero chilla en realidad como pocos: un 31 de enero de 2013, mientras ponía cara de no haber roto un plato en su vida, soltó una de las frases más totalitarias que se recuerdan en mucho tiempo para defender el derrocamiento del PP: «Hay opciones no parlamentarias: materializar en la calle la deslegitimación de este sistema. Forzar la dimisión y unas nuevas elecciones».
Ha acabado aplastado por un chuletón, sí. Pero en sus albores él era un chuleta. Intensivo, pero chuleta.