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Gustavo Morales

Madrid

Gente del camino

Miguel es un anciano casi ciego que suele estar en la barandilla de un aparcamiento de la calle Fuencarral. Viudo, solo, tenía por toda compañía a su perro Miki. Unos desalmados se lo han llevado ante la indiferencia de los transeúntes, me cuenta hoy entre lágrimas, y la soledad de Miguel se acentúa. Miguel reza porque le devuelvan su perro. Es una persona real, con problemas reales y la solución también debe ser real. No es una cadena. Le conozco, hablaba con él casi todos los días mientras su perro me hacía fiestas y zalamerías. Hoy estaba solo, llorando en silencio, todo el mundo estaba muy ocupado para ocuparse de un anciano mal vestido y triste.

Con tantos amigos de los animales que hay por ahí, estuve preguntando en las redes sociales si alguien podría darle un perrito. No puede ser grande, Miguel es pequeño, sin fuerzas y no ve bien. Más que las monedas, agradece los ratos de conversación humana sentados en el pretil de la barandilla viendo pasar la vida, los dedos amarillos de los cigarrillos liados que fuma, la voz ronca, rota como su vida. No es perfecto, ni de lejos. Algunos me advirtieron que si era así o asá. Yo tampoco lo soy pero no vivo en la calle ni duermo en un zaguán como un payaso esquizofrénico un poco más abajo, junto a un quiosco de prensa.

Hay varios migueles por Madrid, en la ruta que recorre la gente atareada, de tienda en tienda, sombras humanas apenas percibidas más allá de algunos, los menos, que calman su conciencia con unos céntimos de euro sin apenas mirar porque no quieren ver la miseria, la podredumbre y la pobredumbre, la ancianidad a la intemperie en una sociedad que rinde culto a los cuerpos, que reivindica la juventud como un estado permanente, que no ha leído al poeta hispano Rubén Darío.

La calle Fuencarral es testigo, desde la Gran Vía hasta la Glorieta de Quevedo. Sus aceras atestadas las recorren amas de casa y ancianos por las mañanas en el quehacer cotidiano, compradores por las tardes y juerguistas por las noches que combinan el himno regional asturiano con el My Darling Clementine de los erasmus. Para todos y cada uno de ellos hay sombras, casi invisibles, sentadas en los pretiles, en los zaguanes, en la entrada de los comercios, exponiendo su indigencia al sol. Pero no juzgo, no puedo hacerlo, yo no soy Miguel.