Crónicas castizas
Un madrileño en Irak
Llego a la población y Saddam Hussein me mira desde todas las esquinas, en todos los instantes. Todas las tiendas, cafeterías, comercios, lugares públicos, vallas, carteles ostentan la imagen del presidente
Es temprano. Apenas hay noticias y tengo ganas de hablar en español. Entro en el campamento que tiene en Al Amarah la empresa Hispano Alemana de Construcciones. Un islote íbero en el desierto iraquí. Sé que soy bienvenido. Me dirijo a ver al cocinero, que me convida a buen chuletón. Es un gitano de Jerez de la Frontera que tiene encandilada a la lavandera cristiana del pueblo. Como carne fresca y caliente en una habitación forrada de acero, que contrasta con la figura morena y peluda del cocinero. Le anuncio que vendo mi equipaje, que lo mueva por ahí a ver si le interesa a alguien, pero deprisa.
Me calo el sombrero para salir. Sé lo que me espera. Al abrir la puerta una bofetada de calor azota mi cuerpo, es como abrir un horno. Abrirlo y meterse en él. Mejor no pensarlo. Por las pistas polvorientas del campamento español, con pasos aplastados por el sol omnipresente, me dirijo hasta el almacén de la obra. Allí llegan y se van camioneros turcos, egipcios, ingleses y kuwaitíes. Casi todos te dejarán cerca de alguna parte para poder llegar al pueblo. En el camino es probable que compres y vendas algo. Fumando constantemente. Todos.
Llego a la población y Saddam Hussein me mira desde todas las esquinas, en todos los instantes. Todas las tiendas, cafeterías, comercios, lugares públicos, vallas, carteles ostentan la imagen del presidente, del hombre de Tikrit. Unos le lucen vestido con uniforme de inspiración británica, otros de paisano disparando un fusil al aire, otros como líder de los árabes. Según fueran perdiendo la guerra contra los persas saldrá más rezando y con signos religiosos.
El paisaje cambia con la caída de sol y lo que antaño parecía plano, adquiere relieve
El Baasismo había consentido a las mujeres salir con faldas y pelo suelto a las calles de las grandes ciudades de Irak y de Siria. El alcohol estaba permitido en muchos hoteles o se vendía en muchas trastiendas. Había militares por doquier, todos del mismo estilo desarrapado, con uniformes de campaña cubiertos de polvo. Se podía distinguir a las distintas unidades por las boinas, en especial a la Guardia Republicana, más próxima en los hoteles y más escasa en los caminos. Su artillería es detestable y más de una vez ha bombardeado sus propias posiciones. Lo sé, estaba allí.
Entro en una tienda desmadejada. Un hombre mayor me hace pasar dentro, a una pequeña dependencia donde con un gesto de la mano me indica la alfombra. Me siento. Viene un joven arrogante de bigote incipiente y gesto de curiosidad a servirnos los tres vasos de té, chai, que tomaremos. El primero está muy caliente y tiene mucho azúcar; al segundo, le echan más té, pero sin endulzarlo y, el último, es el final sin apenas té. Hasta ese momento no hemos hablado para nada del negocio, me ha preguntado por mi país, por mi familia a la que no conoce ni conocerá. Extiende ante mí lo que busco. Sé lo que quiero, pero me entretengo jugando con otras piezas. Es un juego de astucia, tengo que saber cuál es el precio mínimo que aceptaría. Él debe saber cuánto estoy dispuesto a pagar por lo que me gusta. Dice una cifra. Contesto reduciéndola a la mitad. «Hecho, de acuerdo. Alhandulillah», me dice. Salgo de allí con la pieza de plata en el bolsillo y una vaga sensación de haber perdido.
Ahora debo llegar a los pantanos de Basora, Basra en árabe. Me uno al grupo de Nacho que sale para esa ciudad. Nunca me ha gustado conducir. En el camino los convenzo de que se vengan a las ciénagas. En la orilla negociamos con un joven curtido, de gesto similar al que me sirvió el chai en la tienda del anciano. Nos hace señas y con él recorremos en barca, a impulsos de su pértiga, los caminos de agua sobre los que, al final, aparecen viviendas que comparten límites. En muchos casos es el excremento de ganado lo que sirve de material de construcción, mezclado con paja y tierra. También es el combustible que sirve para mantener la comida caliente. Entramos agachándonos en una de esas casas semiesféricas y nos sentamos en la alfombra. Tras una conversación invisible apareció una mujer muy mayor, envuelta en un chador negro, a la que evitamos mirar directamente. En su rostro arrugado, en el mentón, lleva el tatuaje de su linaje tribal. Le pregunto al joven de la pértiga si era su venerable madre quien nos atendía de forma tan honrosa. Me contesta sorprendido: «No, es mi mujer». Volvemos con el silencioso marinero dirigiendo la barca. El paisaje cambia con la caída de sol y lo que antaño parecía plano, adquiere relieve.
Llegamos, por fin, a Basora. Mañana a Bagdad. Ésta será mi última noche árabe tras muchas de ellas seguidas. Caminando hacia el cabaret nos tronchamos con la anécdota de «el Feo», un obrero tailandés del taller mecánico que quería honrar a su jefe con algunas palabras de agradecimiento en español. Le enseñamos a decir, haciéndoselo repetir muchas veces, «me cago en tu puta madre, so cabrón». El Feo entró, hizo una reverencia asiática y dijo esas palabras con la mejor de sus sonrisas. Nos desencuadernamos de risa cuando le vimos salir corriendo perseguido por una ristra de objetos que iba tirándole el jefe de taller, un español para quien todo era «enorme», al que un obús errante pulverizó días después.
En el cabaret corre el alcohol y está atestado. Poco podemos hacer cuando está atiborrado el tugurio de uniformes militares con galones y miembros del partido único. Cuando digo poco ya he sido generoso.
A la mañana siguiente, dolorido por el whisky que me hace pagar su peaje, tomo rumbo a Bagdad por esa carretera recta que he recorrido tantas veces, aplastado por el sol. El paisaje es monótono, absoluto. En el aeropuerto me dirijo al mostrador y saco de un bolsillo mi billete de regreso a Madrid. Pregunto al hombre: si cambio este billete por otro que me lleve hacia Oriente, ¿hasta dónde podría llegar? Así comienza mi aventura en la tierra de Siam.