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Demolición de los viejos carteles del barrio madrileño de CampamentoEFE / Juanjo Martín

Crónicas castizas

Amigos en el infierno

Hubiera sido curioso verle como esforzado recluta a cuarenta grados a la sombra, en un secarral del que habían escapado hasta las ranas. Entonces no existía Amazon al que encargar cantimploras

Hace más de veinte años que desapareció el servicio militar en España. De la mili puede decirse aquello que Lope predicó del amor: solamente «quien lo probó lo sabe». El enemigo íntimo de Cervantes conocía bien el paño, que sorprendentemente no vendió en arca ninguna. El fabulador infatigable no resultó un embustero en la gran empresa de su vida. Fue soldado y, como tal, acudió a doblegar a la pérfida Albión. Se enroló en la Invencible.

He tenido una vida relativamente fácil, de estudio. No atesoro en mi hoja de servicios homéricas aventuras de las mil y una noches que sólo presta la escuela de la vida. Mis galones, si alguno he alcanzado, no son los de mi amigo Gustavo Morales. Y, sin embargo, he decidido atreverme. Me lanzo al albero de sus «Crónicas castizas». Por una vez y, como un espontáneo, al que no pedirán más cuentas. Como el torero de Calamaro que, retirado de los ruedos, trata de gastarse su dinero en elegancia.

Manuel Navarro, valga como nombre ficticio, prestó el servicio militar en uno de los últimos reemplazos. El mío. Corría el final del verano del año 1998. No tuve la oportunidad de conocerlo en el breve periodo de instrucción: Éramos muchos en uno de aquellos cuarteles hoy fantasmales del madrileño paseo de Extremadura. Hubiera sido curioso verle como esforzado recluta a cuarenta grados a la sombra, en un secarral del que habían escapado hasta las ranas. Entonces no existía Amazon al que encargar cantimploras.

Le destinaron a la misma unidad de automóviles que a mí. Allí le conocí. Los dos fuimos chóferes de generales. Ahora caigo en que teníamos perfiles distintos. Mi general, un oficial de Estado Mayor, locuaz y culto, quizá diera con un escuchante que podía seguirle. El suyo, sin duda, contó con un guardaespaldas cegado por el exceso de celo. El propio Manuel nos contó que, en cierta ocasión, cerró el paso a un camión que no había señalizado el cambio de carril. Tiró de freno de mano, se bajó del vehículo oficial y se retrepó hacia la cabina del camionero. No creo que quisiera felicitarle por la maniobra. Su general hubo de apearse del coche para limar asperezas.

Al parecer, su profesión era la de soldador, pero para la mayoría de nosotros resultó una especie de «Señor Lobo» en aquel breve periodo de nuestras vidas

Manuel Navarro apenas había cumplido los diecinueve, esperaba un hijo de su pareja (el vocablo delata mi optimismo) y acusaba ya la pérdida de varias piezas en la dentadura. Lucía en el anular derecho un ostentoso sello de oro donde podían leerse las letras «AC». Repare el amable lector en que las iniciales no coincidían. Por las tardes regresaba al cuartel a horas tardías. Según nos contó, hacía horas extras tras la devolución del general a su domicilio. Aprovechaba entonces para revender material de imagen y sonido que transportaba en el maletero del vehículo oficial.

Al parecer, su profesión era la de soldador, pero para la mayoría de nosotros resultó una especie de «Señor Lobo» en aquel breve periodo de nuestras vidas. Te solucionaba problemas, si le eras simpático y el motivo de tus desvelos no era la mejor operación bursátil. Tengo para mí que yo le caía en gracia. Alguna vez, cuando se dirigía a la ducha, me confió la custodia de sus efectos personales. Vaya usted a saber por qué no utilizaba su taquilla.

José Antonio fue otro de mis compañeros en aquella mili. Bellísima persona, acababa de licenciarse en Derecho. Aunque había descartado ejercer la abogacía (no tenía posibles para colegiarse), buscaba ya cualquier tipo de trabajo fijo para cuando entregara su cartilla militar. Procedía de la misma barriada humilde que Manuel Navarro. Cierto viernes me confió que le habían robado el coche, un utilitario de segunda mano que esforzadamente se había agenciado ejerciendo numerosos empleos. Dudaba si consultar a aquel «Señor Lobo» vestido de mimeta. Al fin se decidió y acudió a nuestro hombre con cautela y delicadeza.

–Verás, Manuel, me han robado ayer el coche en nuestro barrio y como tú tienes tantos contactos…

No tuvo que decir una palabra más:

–Eso está hecho, Dominguito («Domingo» era el apellido del muchacho).

A primera hora del lunes, Manuel Navarro se acercó a nosotros nada más penetrar en el cuartel:

Dominguito, que mis colegas no han sido…