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Oriol Junqueras

Oriol JunquerasPaula Andrade

El retrato dominical

Oriol Junqueras, el pánzer que va aplastando a todos sus rivales y socios

El líder de ERC ha logrado el poder en Cataluña, una influencia decisiva en Madrid y una victoria frente a Puigdemont. Pero nadie tiene claro cuál será su próximo paso: sí es seguro que lo habrá

Seguramente Oriol Junqueras –11 de abril de 1969, en Sant Andreu del Palomar, Barcelona– es el más coherente de los cabecillas del procés y, de esa actitud anclada en su resignación cristiana, nace también su éxito en la parroquia soberanista: nunca esconde lo que quiere hacer y nunca huye de lo que hace.

Si hay que ir a la cárcel, se va, vino a decir mientras su gran rival y teórico compañero de cruzada, Carles Puigdemont, se fugaba a Bélgica en un maletero donde viajaron también sus aspiraciones a encarnar a una especie de Garibaldi a la catalana.

Junqueras, con su paso plomizo, ha ido adelantando a todos sus rivales paradójicamente y ahora vive su mejor momento aunque casi nadie se lo note y él haga lo posible por disimularlo: gobierna la Generalitat, aunque la sintonía con Pere Aragonés no es perfecta; tiene intervenida la Moncloa, tras prestarle a Sánchez unos votos clave que se cobra a un interés que ya quisiera para sí la Banca y ve, con cierta tranquilidad, cómo sus rivales en el bando separatista se despellejan entre ellos.

Junqueras hace bueno el reparto de poderes habitual en China, donde lo importante es ser el jefe del partido y no del Gobierno, y desde esa cima otea un horizonte positivo para sus intereses: no existe Convergencia; Junts es una jaula de grillos; las CUP una minoría folclórica y el PSOE de Illa, llegado el momento, un apoyo seguro en ese puente aéreo entre Madrid y Barcelona donde viajan tantos intereses y negocios compartidos con Moncloa.

Aunque nadie lo reconocerá, el procés ha sido más una batalla interna del separatismo por hacerse con su hegemonía que un pulso de la Cataluña secesionista contra la España unionista. O si se prefiere, una pelea a navajazos entre Junqueras y Puigdemont saldada, de momento, con una clara victoria del primero.

El indulto le sacó a él de prisión, pero sobre todo dejó en libertad ya para siempre sus ideas gracias al «precedente Sánchez» que legitimó todo lo que intente en el futuro

La radicalidad del «exiliado» Puigdemont es su manera de intentar retratar a Junqueras como un vulgar «autonomista». Y el posibilismo de Junqueras, la manera de lograr avances concretos en su innegociable «hoja de ruta» que caricaturicen a Puigdemont como un estéril voceras que actúa para un público residual.

Oriol, padre de Lluc y de Joana y esposo de Nieves, sintió la epifanía independentista a la tierna edad de 8 años, y desde entonces no le ha bajado el éxtasis teresiano, muy visible en su peculiar espiritualidad: se confiesa católico practicante; acude a las procesiones de Sant Vicenç dels Horts, donde fue alcalde; escribía cuentos infantiles para sus hijos desde su celda en Lledoners y no es difícil escucharle decir que ama a España.

Pero nadie ha hecho más, sin embargo, por acabar con la España sin fronteras internas que él mismo estudió para sacarse la licenciatura en Historia Moderna y Contemporánea, como buen hijo de catedrático de Instituto y enfermera que siempre fue.

¿Monje o golpista?

Lo más peligroso de Junqueras, para quienes ven en el independentismo un peligro y en ello está el 93% de España; es su mezcla de determinación y paciencia: tras fracasar la Declaración de Independencia Unilateral, que en petit comité media ERC consideraba una locura de Puigdemont; entendió que el reto inmediato para el movimiento era legitimarse y aguardar su próxima oportunidad.

Y lo logró consiguiendo un indulto que le sacó a él de prisión pero sobre todo dejó en libertad ya para siempre sus ideas: la próxima vez que las ponga en práctica, siempre podrá alegar el «precedente Sánchez» para esquivar las consecuencias.

Quizá Junqueras aprendió bien el ciclo de los frutos entre paseos por olivares de la familia y entendió que, si la República tiene una oportunidad, no será pronto ni de cualquier manera: sin prisa pero sin pausa, su brújula para la independencia es innegociable, aunque el tiempo corre en su contra. Nunca más se encontrará a un presidente tan dependiente como Sánchez, capaz de entregarle la cabeza del CNI; y nunca más quizá le cambiarán un fallo condenatorio del Supremo por un cheque casi en blanco de Moncloa.

Cuál será su próximo paso es, por todo ello, la gran incógnita del momento: le queda a lo sumo un año y medio para lograr un premio Gordo o de consolación del Gobierno. Pero si no llega, sabrá esperar.

Ya lo hizo como un monje franciscano en cautividad, o como un golpista amable según sus mayores adversarios, que lejos de los focos suelen definirle con palabras positivas pese a las distancias políticas, no muy lejanas de las tres que utiliza uno de sus amigos y compañeros para referirse a él: «Bondad, generosidad y resiliencia».

En todo caso, que nadie se confunda con él: nadie en toda España es capaz, tal vez, de hacer más ruido con menos voces.

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