Retratos dominicales
Griñán, el corrupto que se cree el Conde de Montecristo y se aferra al «Pepe, sé fuerte»
El icono de los ERE ingresa con honores en el «Pabellón Bárcenas» de ilustres corruptos, pero cuenta con la complicidad de un PSOE con acento siciliano
Pocos recuerdan que José Antonio Griñán (Madrid, 7 de junio de 1946) es de la capital de España y que, más allá de la política, tuvo plaza como Inspector de Trabajo, dos datos biográficos que hacen más incomprensible su triste final, con una condena a seis años de cárcel como «cabecilla» de los ERE, la trama de corrupción más prolongada y masiva que se recuerda en una España zaherida tantas veces por pelotazos de todos los colores.
Que un madrileño acabe convertido en icono de la corrupción andaluza y que un Inspector de Trabajo alegue que no sabía nada del fraude masivo a los desempleados resulta tan inverosímil como para que la Audiencia Provincial de Sevilla, y luego el Tribunal Supremo, hayan enviado a prisión a un dirigente político que lo fue casi todos: dos veces ministro, de Sanidad y de Trabajo; presidente de la Comunidad más poblada y grande de España y presidente del partido que tuvo en Andalucía, con esas trampas, su mayor granero electoral histórico.
Pepe, como le llaman sus amigos y en casa, no ha hecho aún el viaje interior que otros políticos empadronados en la picota, como Rodrigo Rato, hicieron hace tiempo para indultarse a sí mismos y expiar las culpas con la correspondiente penitencia, según la máxima de Cervantes: «No hay pecado tan grande, ni vicio tan apoderado que con el arrepentimiento no se borre o quite del todo».
Lejos de llegar a ese puerto, Griñán sigue en la orilla esperando un barco que nunca llegará, ni siquiera con un indulto, sintiéndose la víctima de escándalos ajenos que él, como mayor pecado, no supo ver.
Su libro reciente, «Cuando ya nada se espera», que comienza y termina con una conversación con su hijo Manuel que firmaría San Agustín pero él incumple a rajatabla –«Conócete, acéptate, supérate»–; resume la distancia sideral entre los hechos probados en una sentencia de más de 600 páginas y los que él vive en una realidad paralela avalada, eso sí, por Pedro Sánchez.
El PSOE andaluz, según la sentencia, defraudó 680 millones destinados a los parados en crear un régimen clientelar que fue la Arcadia para los beneficiarios y le permitió a los socialistas acudir dopados a las urnas, tanto como Lance Armstrong a los Tour de Francia, durante casi una década.
La acumulación de pruebas, testimonios, documentos y evidencias da para empapelar el Palacio de San Telmo y Ferraz tres veces. Y ha dado para empapelarle a él, a su amigo Manuel Chaves y a cerca de una veintena de cargos socialistas que le acompañaron en la tarea de convertir Andalucía en un parque temático del nepotismo para perpetuar al PSOE en el poder.
Quienes conocen a Griñán dicen que anda hundido y perplejo, con esa sensación de mártir incompatible con las evidencias acumuladas en largos años de pesquisas judiciales boicoteadas por el PSOE en vano: nadie hizo nada por evitar el desfalco; nadie tampoco por aclararlo y nadie por restituirlo.
«Sé fuerte»
Porque en lo único que Griñán y Chaves tienen algo de razón es en que, utilizando la terminología sanchista, hay más «pecadores»: desde Susana Díaz hasta Juan Espadas, pasando por Zapatero y Sánchez, todos son beneficiarios de una trama siciliana que acumula capos y repartió bien los dividendos políticos entre partidos y sindicatos.
En Andalucía y en toda España, donde el PSOE se lucró electoralmente durante lustros del poderío dopado de su principal federación, en la que una ardilla podía cruzar de norte a sur sin tocar el suelo, saltando de socialista agradecido en socialista colocado.
Griñán, hijo y sobrino de influyentes franquistas, marido de la bisnieta del marqués de Nevares, padre de tres hijos y político en activo de 1982 a 2015, se siente ahora el Conde de Montecristo, encerrado injustamente, pero muy a su pesar ha ingresado con honores en el «Pabellón Bárcenas» de ilustres corruptos, con un mensaje de Sánchez que quizá le sirva para esquivar la pena a cambio de eternizar el oprobio: «Pepe, sé fuerte».