Fundado en 1910

Soldados de la División Azul

Crónicas Castizas  El vagón de la Pilarica

Y peregrinaron a la Pilarica agradecidos porque aquel día en aquella estación de tren alemana, inmensa, sólo había un vagón, uno sólo, que la muerte y la destrucción respetaron

Desde Stalingrado las tropas alemanas fueron de victoria en victoria hasta la derrota final. El frente ruso era un devorador de hombres y si bien es cierto que los soviéticos ponían la carne humana para la lucha contra el Tercer Reich, no lo es menos que los Aliados habían ocupado la vieja Persia para poder suministrarle de todo a Moscú: vehículos, motores, armamento, equipos y municiones. Una costumbre que aún dura.

De los dos millones de hombres que en junio de 1941 habían atacado la Unión Soviética, en la operación Barbarroja, quedaban bastantes menos. De hecho, algunos de los que persistían habían ido después. Se trataba de una división española que entró en los anales de la Historia como División Azul.

Los heridos eran tratados en los lazaretos, pero los más graves iban a los hospitales de Alemania. Un tren que transportaba a algunos de ellos recorría las alegres vías del regreso. Como el trasiego de los que iban y volvían era un auténtico galimatías que sólo la precisión alemana podía resolver, nuestro tren, con un vagón lleno de heridos y de repatriados que volvían a España, se paró en una enorme estación teutona para hacer un cambio de vías.

Los gritos de los jefes de estación se mezclaban con la algarabía de los soldados. El nudo ferroviario estaba lleno de vagones esperando locomotora, enganchando y desenganchando. Los soldados que volvían indemnes, camino de sus hogares, animaban con sus cánticos y sus rechiflas a sus camaradas dolientes en aquel vagón, un trocito de España. En esas estaban cuando comenzaron a aullar las sirenas de la estación y de los vigilantes. ¡Achtung! Peligro.

Las vistas se levantaron arriba, los motores de los aviones aliados de bombardeo atronaron el espacio. La desbandada absoluta. Las tropas abandonaban los trenes a la carrera. Las bombas caían silbando sobre la estación repleta mientras el cielo se oscurecía con las siluetas de los bombarderos angloamericanos.

La Luftwaffe, la aviación militar alemana, había sido barrida del aire por los cazas británicos y estadounidenses, mucho más numerosos. Todo el mundo buscaba ponerse a salvo, abandonando impedimentas y armas para alejarse del objetivo de las bombas.

Los soldados españoles, que ya habían cumplido un año de combate en el frente de Leningrado, volvían camino de su patria. Los ojos siempre arriba, contemplando las cruces negras que formaban los aeroplanos que traían muerte y destrucción, bombardeos de alfombra que no dejaban un ápice sin arrasar. Los heridos españoles pidieron a sus camaradas que se fueran, que los abandonaran a su suerte. Ellos no podían moverse, pero el sacrificio de todos era inútil. Se negaron.

En el vagón se elevó una voz sobreponiéndose al alboroto: «Virgen del Pilar, ruega por nosotros». Todas las voces se unieron a la de Pedro Urbano. Y mientras las llamas hacían pasto de los vagones de madera y la metralla de las bombas y de los raíles destruidos cruzaba el aire y las paredes que se derrumbaban, con el traqueteo de unos pocos que disparaban inútilmente sus ametralladoras MG-42 contra los aviones que traían la muerte, todo el vagón, sin nadie que lo abandonase - ¿dejar a nuestros heridos aquí? ¡Jamás! - encadenaba un «Ave María» tras otro, con invocaciones y promesas a la Virgen del Pilar hechas por hombres recios.

Fuego y destrucción, la estación arrasada, en llamas, muertos por doquier, destrozados, hierros retorcidos y la oración de los valientes en un olvidado vagón, cogidos de la mano, heridos y sanos, todos soldados, con sus voces unidas: «Dios te salve, María, llena eres de gracia…». Gritos a la Pilarica, canciones de amor y de guerra, con la vista arriba, siempre arriba.

Cuando aquellos minutos, que se hicieron siglos, pasaron y el rugido de los pesados aviones de bombardeo, ya sin su carga letal, se fue alejando, Pedro se asomó a la puerta del vagón casi como lo hizo Noé tras el diluvio. No había nadie. La estación estaba arrasada.

No quedaba ni una pared en pie, todos los trenes se habían volatizado, las orgullosas locomotoras de acero Krupp eran poco más que un amasijo de hierros candentes retorcidos, los incendios de multiplicaban provocando las explosiones de granadas y municiones almacenadas, no quedaba ni un solo vagón intacto, ¿ninguno? Pedro Urbano se dio cuenta que había uno que las bombas y las llamas habían respetado misteriosamente: el suyo, donde esta él, en el que se encontraban los españoles.

Volvió al interior gritando, describiendo a sus sorprendidos camaradas el dantesco espectáculo de la estación y los trenes aplanados por los explosivos: «¡Pero hay uno que no han tocado! ¡El nuestro!». Le miraron asombrados, tardaron en reaccionar. Cuando comprendieron lo que había pasado, se abrazaron, se besaron en las mejillas, se pusieron a aplaudir hasta que un cabo comenzó a orar dándole las gracias a la Virgen del Pilar, a la que se habían encomendado.

Unos más pronto que tarde, otros después, al volver a España cumplieron su palabra, la que dieron en momentos aciagos cuando pensaban que iban a rendir cuentas inmediatamente al Altísimo, cuando creían que la próxima formación la mandaría San Pedro.

Y peregrinaron a la Pilarica agradecidos porque aquel día en aquella estación de tren alemana, inmensa, sólo había un vagón, uno sólo, que la muerte y la destrucción respetaron, donde unos valientes se negaron a abandonar a sus camaradas malheridos. Y quizás esa muestra de lealtad les salvó la vida a los sanos que no desampararon a sus camaradas mutilados con quienes enlazaron su destino.