Perfil Guerra, el mudo que recuperó la voz
Tiene la sabiduría que le permite decir lo que le da la gana contra aquellos que han dilapidado el ciclo socialista
Los enemigos de Alfonso Guerra dicen de él que es un tuerto político, con más de un muerto en su despensa filial de cafelitos, pero convertido hoy en rey de la sensatez ante el erial de ignorancia del PSOE. Seguramente por la escasez de referentes, el enorme talento político del vicetodo de Felipe González desde 1982 a 1991, es anhelado por el constitucionalismo como agua de mayo, ese rocío fresquito en la sequía de ideas del páramo del sanchismo. Su imagen de killer implacable, su mirada inquisitiva y perdonavidas tras su aspecto de gafapasta, sus gruesos labios al servicio de la inquina contra el adversario, su envoltorio en pana proletaria mientras inauguraba la corrupción familiar socialista y su pedantería machadiana y malheriana han mutado milagrosamente en el exponente de un abuelo gruñón pero sabio y querido.
Alfonso Guerra González (Sevilla, 1940) tiene la sabiduría que ofrecen los años y la distancia con la realidad que le permite decir lo que le da la gana contra aquellos que han dilapidado el ciclo socialista más eficiente desde su fundación. Hasta el peor Guerra, hasta el más prepotente, vitriólico y ofensivo que sufrieron algunos periodistas durante su ascenso al Olimpo y padecieron los disidentes de su partido, le da mil vueltas a cualquiera de los chiquilicuatres actuales de Ferraz, a las chiquis y a las 'todes', a las yolis lloronas y a los Bolaños guerracivilistas; y especialmente al verdadero enterrador de Montesquieu –aunque el muerto se le haya adjudicado a Guerra–, a Pedro Sánchez, que hace el vacío a los mártires socialistas del Antiguo Testamento que prestaron su mejor servicio a España, con el fin de que no estorben a sus compromisos con las excrecencias de Otegi y Junqueras.
Tanto ha mordido España el polvo con Sánchez que resulta sanador escuchar a alguien decir sensateces tales como que no reconoce al PSOE de ahora, que desenterrar a Franco es luchar contra fantasmas inútiles, que los nacionalistas son insolidarios y tóxicos, que los gurús de los políticos los hacen decir «la chorrada más grande», que los dirigentes que se quedan arrobados ante un discurso de Greta Thunberg son «un poco lelos» o que el Rey Juan Carlos debe ser respetado por su contribución a la democracia.
Por eso al Xi Jinping Sánchez de hoy le molesta Guerra, el Hu Jintau de ayer, al que invita, corrigiendo el ninguneo inicial, a los autobombos impropios de este fin de semana por los 40 años de la primera victoria socialista con la misma convicción con que Jack el Destripador sentaría a su mesa al cadáver de una de sus víctimas. Pero mientras siga en el poder el peor presidente de la democracia, el vicepresidente de González, con el que comparte odio mutuo al sucesor, tiene asegurada la supervivencia nostálgica en el imaginario colectivo de los españoles, que están dispuestos a perdonarle que callara cuando más falta hacía su incisiva ironía: durante los ocho años de zapaterismo, el régimen que abrió la barra libre a los nacionalistas, hoy borrachos de impunidad y poder, gracias a la contribución última del sanchismo.
Mientras Zapatero abría, de la mano de Maragall, la caja de Pandora del independentismo catalán, el político sevillano seguía calentando escaño en el gallinero socialista, culminando así 37 años como parlamentario, que lo convirtieron en decano de los diputados socialistas hasta su retiro a finales de 2014, un decanato que ostentó más mudo que Belinda para evitar que le aplicaran su propia receta estalinista: el que se mueve no sale en la foto. Entonces eligió el cafelito caliente de la nómina de diputado, antes que defender los principios que hoy esgrime. Ni su adorado Machado hubiera distinguido su voz de los ecos zapateristas.