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Un tricornioEl Debate

Crónicas castizas

Un picoleto en los Balcanes

Su vehículo había chocado contra un camión serbio. Los nativos furiosos rodeaban el coche militar y no dejaban salir a nadie

Era de Carabanchel, del otro lado del río Manzanares. Había sido scout en la calle General Ricardos, donde le conocí hace la friolera de medio siglo, y entró de polilla en el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro. Sus amigos le miraban sorprendidos al verle vestir el uniforme verde con 16 años. Eso no le impidió ser del club de la calle del Pez, en la Junta de Carabanchel.

Tras muchas peripecias, era voluntario para todo, le destinaron a la antigua Yugoslavia, orlada de explosiones y tachonada de francotiradores. Allí, en una base americana, comprobó que los yogures sobrantes los desechaban sin haber caducado y ordenó, ya era sargento, a sus hombres que cada día trajeran al puesto de la Guardia Civil de allí una caja de ellos. Cuando no cabían más, cargó dos vehículos, rotulados con la bandera española, y marchó a repartirlos entre los niños que rodearon el pequeño convoy entre gritos de alegría. Las «gracias» de una anciana consumida de ojos húmedos le conmovieron y volvió a repetir la distribución gratuita de comida, cuantas veces pudo ante el asombro de su teniente, recién salido de la Academia y más a gusto entre papeles que en esa «vaga astronomía de pistolas inconcretas» que era ese país rompiéndose.

En Sarajevo, cerca de la avenida de los francotiradores, otro suboficial de infantería le invitó al bar de esa clase. Allí, al verle con los emblemas de la guardia civil y el brazalete de policía militar que les hacía llevar el general Zorzo, un sargento de ingenieros le recriminó: «Los picoletos solo venís aquí a empapelar a los compañeros». Dado que los vehículos militares no podían superar los 40 km por hora, muchos no atendían a esa indicación y luego recibían un parte de la Guardia Civil allí destinada: «No servís para nada más». Le puso a caldo y nuestro sargento optó por explicarse una sola vez, es hombre de pocas palabras, y luego marcharse.

Pasó el tiempo. Un día llegó un oficial de Ingenieros herido. Su vehículo había chocado contra un camión serbio. Los nativos furiosos rodeaban el coche militar y no dejaban salir a nadie. Habían hecho una excepción con el teniente porque sangraba, aunque a nuestro sargento no le gustó que el jefe hubiera dejado en la estacada a sus tropas. Ni corto ni perezoso, el suboficial Benito le dijo a su superior que acudiría en su socorro. Y eso hizo.

Al llegar al lugar del conflicto, dos gendarmes franceses contemplaban el incidente sin hacer nada, en lo que eran insuperables. Benito empezó a dar órdenes secas, claras. Unos picoletos se pusieron a regular el tráfico, otros disolvieron a voces a los que rodeaban amenazadores el coche español, sin más violencia que la verbal en un idioma desconocido en los Balcanes, pero con gestos evidentes. Benito abrió la puerta del vehículo cercado y se encontró, oh sorpresa, al sargento de Ingenieros que le había berreado en la cantina de suboficiales. «Parece ser que los guardias servimos para algo más que poner multas», le saludó Benito con retranca. El otro, con la cabeza baja, se excusó: «Nos habéis sacado de una buena, gracias». Entonces, pasado el peligro, ya acudieron los lejanos gendarmes galos, saludo y taconazo al sargento español que había resuelto el incidente. Los lugareños preguntaron cómo arreglarían el camión y nuestro sargento rellenó los correspondientes papeles, quedaron satisfechos y cubiertos de impresos.

A la vuelta, en un semáforo paró junto a un coche de matrícula de Lérida. El conductor se quedó de pasta de boniato al contemplar a su lado un vehículo de la Benemérita. «Están ustedes en todas partes». Benito saludó militarmente y les preguntó a dónde iban. Se deshicieron en explicaciones, que si eran de una ONG, que si iban a nosequé hasta que Benito les cortó: «No pido explicaciones, es una forma de hablar al encontrar a unos compatriotas».

Al regreso a la base les estaba esperando el teniente que le ordenó que investigara quién había puesto unas pegatinas en español, políticamente incorrectas, en los vehículos militares de los Estados Unidos. Benito se planteó si detenerse a sí mismo, pero optó por decir: «A la orden».