Fundado en 1910

El presidente del Constitucional, Pedro González-Trevijano, durante la toma de posesión de los cuatro nuevos magistrados del Tribunal ConstitucionalEfe

Lea íntegro el celebrado discurso de Trevijano en defensa de la democracia y la separación de poderes

«Muchas cosas sabe el zorro —recoge uno de los fragmentos del poeta lírico griego Arquíloco, nacido en la isla de Paros en el siglo VIII a. C.—, pero el erizo sabe una sola y grande.» Ésta formulación sería recogida por Isaiah Berlin como presupuesto discursivo en un ensayo publicado en 1953 para clasificar a las personas.

De un lado, aquellos «que poseen una visión central, sistematizada de la vida, un principio ordenador en función del cual tienen sentido y se ensamblan los acontecimientos históricos y los menudos sucesos individuales…»

Y, de otro, los «que tienen una visión dispersa y múltiple de la realidad y de los hombres… que perciben el mundo como una compleja diversidad.» Los primeros, entre los que sitúa a Dante, Hegel o Nietzsche, participan de una cosmovisión «centrípeta.» Los segundos, como Shakespeare, Montaigne o Goethe, de una perspectiva «centrífuga.»

Pues bien, ¿a cuál de los dos grupos se adscribiría la Jurisdicción constitucional? ¿Cuál sería su naturaleza? ¿Se trata de un erizo? ¿O de un zorro? ¿O, como en el caso de Tolstói, que era un «zorro por inclinación natural, pero que creía ser un erizo», un erizo y un zorro pueden convivir?

Un momento del acto de renovación del Tribunal ConstitucionalTC

Los Tribunales o Cortes constitucionales se conforman como un erizo, en lo concerniente a su primigenia razón de ser. Centrada, de forma ontológica, en la preservación kelseniana de la Constitución como «norma normarum»; en la salvaguarda del supremo sustrato normativo en que se asienta la validez del sistema jurídico; y, dada su condición de Constitución normativa, en el insoslayable corolario de tutela de los derechos fundamentales.

Las resoluciones de cualquier Tribunal Constitucional, desde el pleno respeto al marco que crea su respectiva Carta Magna, posibilitan la adopción de políticas heterogéneas

En efecto, como afirmaba el artículo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, «Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución.»

Por tanto, si la Constitución es una técnica de libertad, el Tribunal aparece como una jurisdicción de la libertad ondeando su bandera, como en el cuadro de Delacroix, «La libertad guiando al pueblo.» Unas libertades revestidas de un doble perfil, pues como ha dejado reseñado este Tribunal, «son derechos subjetivos, derechos de los individuos… Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional…»(STC 25/1981, de 14 de julio).

Éste, podríamos decir, es el carácter de erizo de un Tribunal Constitucional.

Pero también sucede que las resoluciones de cualquier Tribunal Constitucional, desde el pleno respeto al marco que crea su respectiva Carta Magna, posibilitan la adopción de políticas heterogéneas.

Y en ello asimismo reside su ineludible carácter de zorro.

Recordemos que, como prescribe el artículo 1. 1 de la Constitución, «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».

O, en palabras de una de nuestras más tempranas sentencias, «la norma suprema proclama un orden de valores que tiene una específica significación para el establecimiento y fundamentación de un orden de convivencia política general» (la mentada STC 25/1981)

Esta convivencia plantea una amplitud de horizontes que evoluciona con el tiempo, lo cual, a su vez, debe ser asociado con la coexistencia de adversarias verdades y de un prolijo pluralismo de valores.

Ello, por supuesto, no empece la compatibilización entre dos libertades aparentemente antagónicas: la libertad positiva y la libertad negativa.

Los españoles entendimos entonces que la Constitución, en su esencia, está llamada a aunar, y nunca a dividir

Al respecto, reflexiona provocadoramente Berlin: «¿Cómo puede un iletrado disfrutar de la libertad de prensa? ¿De qué le sirve la libertad de viajar a quien vive en la miseria? ¿Significa acaso lo mismo la libertad de trabajo para el dueño de una empresa que para un desempleado?» Y la respuesta de cualquier demócrata y constitucionalista es obvia: por supuesto, debe ser así. «Es muss sein!», como diría Beethoven.

Porque si, siguiendo al pensador inglés, «en todo erizo hay un fanático y en cada zorro un escéptico», esta dualidad no puede ni debe llevarse a un extremo destructor.

Plano general del acto de reovación del ConstitucionalTC

Si es cierto, como decía el profesor de Oxford, que «todos los zorros vivimos envidiando permanentemente a los erizos», no lo es menos que los otros, los erizos, pueden ser arrastrados, como un «anhelante» Ulises, por dulces cantos de sirena que conducen en última instancia a un fragmentado y confuso desorden.

Autoridades

Señoras y señores,

Retornemos desde estos parámetros a la Jurisdicción constitucional. ¿No será, como Tolstói, un zorro por inclinación natural, aunque su virtualidad sea la de un erizo? Hay razones para esgrimir su híbrida caracterización.

En efecto, es fácil rastrear en esta posible naturaleza bifronte una «elasticidad constitucional». La gestación de nuestra Carta Magna —síntesis jurídica de una Transición Política superadora de la dialéctica schmittiana de amigo-enemigo—, y asentada en un ejemplar «pacto roussoniano», ponía término, como el paso de un Rubicón, a un constitucionalismo de «güelfos y gibelinos».

Porque los españoles entendimos entonces que la Constitución, en su esencia, está llamada a aunar, y nunca a dividir. Entendimos que representa un ágora, un lugar de encuentro, que se puede comparar, por parafrasear a Aristóteles, con una fórmula que afanosamente se logra y que propicia entre los ciudadanos de una comunidad política la «amistad cívica». Es decir, la concordia. Por ello, blandir la Constitución frente al otro implica, siempre, una forma de fracaso, en tanto revela la carencia del pacto social y constituyente que subyace a su génesis y desarrollo.

Por el contrario, vencedora de esa convulsa «Ley del Péndulo», nuestra Constitución de 1978 se forjó sobre el bergsoniano «élan vital» del consenso, «término fundamental –tal como recuerda Virgilio Zapaterotambién sucede que las resoluciones de cualquier Tribunal Constitucional, desde el pleno respeto al marco que crea su respectiva Carta Magna, posibilitan la adopción de políticas heterogéneas de la España constitucional». Explicitado artísticamente en el lienzo del «El abrazo», de Juan Genovés, que fundió a los españoles en el mismo cuerpo sin distingos en un propósito común.

Ese consenso acarreó, no obstante, algunas ambigüedades técnico-jurídicas, las cuales han imposibilitado a la postre una lectura única, cerrada y excluyente.

Vista del acto de renovación del Alto TribunalTC

La servidumbre de tales formulaciones, a veces imprecisas, cuando no contrapuestas, ha representado una oportunidad histórica, según argumentó Jorge de Esteban, ya que habilitó una función transformadora de la Constitución al hilo de una jurisprudencia socialmente avanzada.

Oportunidad que se vio favorecida por la naturaleza inacabada de la Constitución, y por la posterior aprobación de un amplio elenco de leyes orgánicas y ordinarias, y, de forma especial, de los Estatutos de Autonomía.

Todo lo que se ha ido erigiendo, a través de las décadas, en un valiosísimo bloque de la constitucionalidad.

Al mismo tiempo, como sabemos, nuestra Ley de leyes no requiere de una adhesión positiva, ya que «en nuestro ordenamiento jurídico constitucional no tiene cabida un modelo de democracia militante… en el que se imponga la adhesión positiva» (STC 48/2003).

Ni tampoco preceptúa nuestra Carta Magna cláusulas de intangibilidad. Como subraya nuestra jurisprudencia, «falta para ello el presupuesto inexcusable de la existencia de un núcleo normativo inaccesible a los procedimientos de reforma constitucional que… pudiera erigirse en parámetro autónomo de corrección jurídica» (STC 31/2009, de 29 de enero)

Esto es, la Constitución no impone un modelo uniforme de vida política o de convivencia, ni contiene aspectos sustraídos a su reforma. Pero al mismo tiempo, sí hay un límite infranqueable que la Jurisdicción constitucional, vigilante mandataria del poder constituyente, ha de prevenir, y que se produce cuando se «vulneran los principios democráticos, los derechos fundamentales» y no se satisface «el marco de los procedimientos de reforma, pues el respeto a esos procedimientos es, siempre y en todo caso, inexcusable.» (STC 42/2014, de 25 de marzo).

La Constitución ampara la multiplicidad de visiones políticas, de ideas y de sensibilidades en una sociedad moderna, abierta y cambiante

En consecuencia, creo firmemente, desde la mentalidad del zorro, que la Constitución ampara la multiplicidad de visiones políticas, de ideas y de sensibilidades en una sociedad moderna, abierta y cambiante.

Pero creo también, desde la mentalidad del erizo, que el respeto tanto a la Constitución como a ley democrática por parte de todos crea precisamente las condiciones idóneas para las libres y legítimas aspiraciones de cada uno de nosotros, en tanto que ciudadanos.

Lo que implica que ni unos ni otros podemos arrogarnos un poder constituyente, ni podemos tampoco avalar mutaciones de la propia esencia de la Constitución que resulten inconstitucionales. Volveré sobre este punto cardinal más adelante.

Autoridades,

Señoras y señores

El Tribunal fue concebido por el constituyente como un órgano de garantía de la Constitución. Su regulación en el Título IX de la Norma Fundamental le aleja, incluso sistemáticamente, de los tres poderes clásicos (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), contemplados en los Títulos III a VI, y le sitúa, junto al poder de reforma de la Constitución del Título X, como garantía del respeto a la voluntad del poder constituyente frente a los poderes constituidos.

Pedro González Trevijano, durante su discursoTC

Por eso se le encomienda el control del respeto a la Constitución por parte de esos otros tres poderes, incluyendo al Legislativo. Obviamente, el control sobre la constitucionalidad de las leyes no puede realizarse «sin reconocer y respetar el muy amplio margen de configuración que le corresponde al legislador para dar curso a sus opciones políticas».

Por ello el Tribunal apura, eso sí, las tachas de inconstitucionalidad y es muy cuidadoso con el principio de presunción de constitucionalidad de las leyes. Como reitera nuestra jurisprudencia, tal presunción no puede desvirtuarse sin argumentación, lo que veda respuestas a impugnaciones globales carentes de razón suficientemente desarrollada (STC 131/2020, de 22 de septiembre).

Este «self-restraint», esta autocontención, nos impide interferir «en el margen de apreciación que corresponde al legislador democrático y examinar si la oportunidad de la medida legal es la más adecuada o la mejor de las posibles». El Tribunal, por tanto, debe apreciar únicamente, y cito una sentencia de 2020, «si la decisión adoptada es plenamente irrazonable o carente de toda justificación» (STC 149/2020, de 22 de octubre).

En esa línea, el Tribunal ha reafirmado en múltiples ocasiones la búsqueda de interpretaciones favorables a la constitucionalidad de la ley, cuando de dos interpretaciones «igualmente razonables» una sea ajustada a Constitución (STC 17/2022, de 8 de febrero).

Pero existen límites en todo caso a este principio general. En palabras de nuestra jurisprudencia, «la interpretación conforme no puede ser una interpretación contra legem, pues implicaría manipular los enunciados legales, ni compete a este tribunal la reconstrucción de una norma no explicitada debidamente en el texto legal y, por ende, la creación de una norma nueva» (STC 235/2007).

Por otra parte, y desde un punto de vista formal, el juicio de constitucionalidad no es tampoco «un juicio de técnica legislativa (…) pues el Tribunal no es un “juez de la calidad técnica de las leyes», en su triple dimensión de corrección técnica, de oportunidad o de utilidad, sino un «vigilante de su adecuación a la Constitución» (STC 126/2021, de 3 de junio).

Autoridades,

Señoras y señores,

Estas facultades de control de la adecuación de cualquier ley a la Norma de Normas, que están en la propia quintaesencia de la jurisdicción constitucional, tal como la preconizó Kelsen hace casi un siglo, podrían hacernos pensar que nuestro Tribunal tiene el carácter reactivo y cerrado del erizo. Pero, de nuevo, eso no es enteramente así, y no debe serlo, en particular, dada la dicotomía que existe entre la naturaleza pétrea de nuestra Constitución, que implica agravadas dificultades en su reforma, y la propia evolución de la sociedad.

Como dijo el genial músico Stravinsky, «seguir un solo camino es retroceder»

Sociedad que, habiéndose dado una Constitución, espera que responda, como postulaba el presidente Jefferson, a sus anhelos y que le sea útil.

No caben por tanto anquilosadas lecturas «originalistas» a los nuevos desafíos que cada generación y cada tiempo nos plantea, si no quiere nuestra Carta Magna transmutarse en papel mojado o en letra muerta. Como dijo el genial músico Stravinsky, «seguir un solo camino es retroceder».

Ello impele a «leer el texto constitucional a la luz de los problemas contemporáneos, y de las exigencias de la sociedad actual a que debe dar respuesta.» (STC 198/2012, de 6 de noviembre).

No se trata de contrariar el célebre aserto de Montesquieu, según el cual «los jueces de la Nación no son sino la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados… que no pueden moderar su fuerza o su rigor».

Más bien debemos matizar ese aserto: un Tribunal Constitucional, desde la fuerza del Derecho, desde la sabiduría que impone la prudencia, desde el sentido de Estado, debe actualizar el significado de los preceptos que está siempre llamado a defender, sin moderar por supuesto ni su fuerza ni su rigor.

Cualquier Constitución aparece entonces -en palabras de la Sentencia Privy Council, Edwards c. Attorney General for Canada (1930)- como un «árbol vivo», que fue precisamente la expresión que recogimos al reconocer en 2012 el matrimonio entre personas del mismo sexo en la mencionada sentencia.

Así, el articulado constitucional se presenta, más allá del dogmatismo normativista, como el elemento resultante de las interacciones entre texto y contexto, entre norma y entorno cultural, desde una perspectiva abierta y plural.

Justo es reconocer que el Tribunal Constitucional ha de mejorar su proximidad a la ciudadanía, aumentar su pedagogía y agilizar los tiempos de sus resoluciones

En este sentido, Häberle incide en la relación que existe entre «tiempo y cultura constitucional en una sociedad abierta al pluralismo», si quiere cumplir la Constitución con su función integradora: un «constitucional law in public action.»

De igual manera, justo es reconocer que el Tribunal Constitucional ha de mejorar su proximidad a la ciudadanía, aumentar su pedagogía y agilizar los tiempos de sus resoluciones. Ha habido, y hay, casos pendientes en la memoria de todos. La solución no es fácil, ni unívoca. Pero la autocrítica sí es necesaria y pertinente.

Autoridades,

Señoras y señores,

Este perfil de zorro, de querencia por la diversidad, que ostenta la Justicia constitucional, se ve respaldado por la presencia de voces discrepantes y concurrentes, expresadas en los votos particulares, que han flexibilizado y ampliado las argumentaciones, cuando no han servido de antecedente a posteriores cambios de la jurisprudencia.

Por ejemplo, pensemos en los votos particulares a la STC 1/2003, en favor de la «doctrina de la prevalencia», prudentemente acogida después en las SSTC 102, 116, 127 y 204 de 2016.

Según Peces-Barba, estas voces disidentes aparecen como «el afinamiento de las ponencias mayoritarias», acogiendo todos los criterios interpretativos que contribuyan al mejor ejercicio de sus funciones, ilustrando a las partes y colaborando en el desarrollo del Derecho constitucional, procesal y sustantivo.

En esta línea, y más allá de las «rationes decidendi», los «obiter dicta», esto es, los razonamientos incidentales, ya sean de «puro dictum» o «dictum argumentativo», al no ser decisivos para el fallo, no tienen en cuenta la totalidad de sus consecuencias y efectos. Aunque expresando «argumentos adyacentes… sí valen como valoraciones jurídicas, y constituyen antecedentes dotados de auctoritas» (STC 6/1995, de 15 de enero).

Si bien, donde se visualiza más radicalmente la naturaleza de zorro de la Jurisdicción constitucional es en los casos de «overruling» o cambios de su doctrina

Como sabemos, el Código Civil contempla en su artículo 3.1, entre los criterios de interpretación de las normas, el de «la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas».

Eso sí, es exigible que ese «cambio de ruta» se haga de forma explícita y nunca subrepticia.

Citaré al respecto tres ejemplos acaecidos durante mi etapa en el Tribunal:

- Primero, la modificación de los postulados sobre el principio de capacidad económica como criterio de tributación referidos al Impuesto sobre incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana (STC 182/2021, de 26 de octubre.);

- Segundo, el relativo a la comprensión del artículo 149.3 CE (SSTC 116/2016, de 20 de junio y 127/2016, ambas de 7 de junio), en los casos de conflicto entre la legislación básica estatal y la legislación autonómica de desarrollo, resueltos al inaplicar la ley autonómica por considerar prevalente la posterior legislación básica estatal;

- Y, finalmente, pues han sido muchas las sentencias (por todas, STC 134/2021, de 24 de junio), sobre el control del presupuesto habilitante de los decretos-leyes a los que se recurre como legislación de urgencia, una práctica ayudada por la laxa convalidación de los requisitos de extraordinaria y urgente necesidad que la propia Constitución prevé para su uso.

En línea con lo que recientemente han argumentado juristas como Manuel Aragón o Luis María Cazorla, me gustaría llamar la atención sobre esta malhadada hipertrofia que violenta el sistema de fuentes, desapodera a las minorías y atenta contra la centralidad del Parlamento, desde hace ya varias legislaturas.

El carácter de zorro del Tribunal Constitucional se refuerza gracias asimismo a la pluralidad de perspectivas de sus Magistrados.

Como señala el ATC 180/2013, de 17 de septiembre, la «inevitable incidencia en la interpretación jurídica de las particulares concepciones del Derecho y visiones del mundo… se refleja en la necesaria pluralidad de perspectivas jurídicas que confluyen en las deliberaciones y decisiones del tribunal como órgano colegiado».

Esa heterogeneidad, como recuerda también nuestro Auto 107/2021, de 15 de diciembre, «guarda estrecha correspondencia con el pluralismo político que, como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE), permite diversas formas de organización y habilita diferentes interpretaciones jurídicas, en las que inevitablemente influyen elementos conceptualmente ideológicos, todos ellos dentro del amplio espacio diseñado por el texto constitucional.»

Va en la propia naturaleza de las cosas que «un magistrado del Tribunal Constitucional haya sido designado precisamente por sus ideas y opiniones expresadas a través de los instrumentos habituales de difusión jurídica, que conforman su trayectoria profesional…» (ATC 18/2006, de 24 de enero).

Por esta misma razón, no comparto la falsaria dicotomía entre jueces «conservadores» y «progresistas», así como las reclamaciones de imposibles unanimidades, por lo demás inexistentes en los demás ámbitos de la sociedad, y que no son nunca un fin en sí mismas. No hay tampoco sentencias parciales de la mayoría. Hay, sin más, sentencias, aunque todos anhelemos su mayor respaldo posible.

Tampoco es ocioso recordar, que el procedimiento de designación no implica un mecanismo de representación. El magistrado no representa a nadie. Ni al órgano por el que fue elegido, ni a la fuerza parlamentaria que impulsó su proposición. Está a solas con su conciencia y sólo de ella depende. La ausencia de espurios vínculos y su indeclinable independencia son exigencias de su legitimidad de origen y de ejercicio. No son suficientes, por tanto, los tres mandatos clásicos de Ulpiano: «vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo». Se requiere de más. De mucho más.

Autoridades,

Señoras y señores,

Como todos ustedes saben, una de las principales labores históricas del Tribunal Constitucional ha sido la de garantizar la efectiva aplicación de los derechos fundamentales y libertades públicas, contribuyendo a reforzar su naturaleza nuclear, como eje principal que inspira todo nuestro ordenamiento jurídico.

Por eso, desde sus inicios, el Tribunal Constitucional ha dictado relevantes sentencias sobre casi todos los derechos y libertades recogidos en el catálogo constitucional español, con sostenida influencia del sistema creado por el Convenio de Roma de Derechos Humanos.

En efecto, sobre la base del artículo 10.2 de la Constitución española, el Tribunal Constitucional ha mantenido una relación fructífera con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. De hecho, España es uno de los Estados que menos veces ha sido condenado por la Corte de Estrasburgo.

Es cierto que en el ámbito de la resolución de los recursos de amparo, a causa de su propia configuración singular, debemos encarar casos particulares, diversos y difícilmente englobables bajo un idéntico paraguas general.

Es cierto igualmente que la introducción en el año 2007 de la «especial transcendencia constitucional» ha reducido la acumulación de recursos, pero seguramente a este criterio se le ha dado excesiva relevancia, sin eliminar su incertidumbre, a pesar del loable 8 esfuerzo por fijar los criterios hermenéuticos de admisión (STC 155/2009, de 25 de junio).

Lo que no ha sido óbice para que se haya interpretado desde una concepción a veces rígida, que no parece haber propiciado demasiados cambios significativos, ni en la calidad del amparo, ni en su efectiva garantía.

Los ciudadanos y los poderes públicos han de tomar conciencia de que su apelación sólo ha de producirse tras agotar todas las vías de solución, no como instrumento de la refriega política

Al mismo tiempo, creo pertinente recordar que los ciudadanos y los poderes públicos han de tomar conciencia de que su apelación sólo ha de producirse tras agotar todas las vías de solución, no como instrumento de la refriega política o de indefinidas instancias judiciales. Al respecto, recalquemos que el Tribunal Constitucional no constituye una tercera Cámara, ni una cuarta instancia, ni una suerte de supercasación.

En ocasiones, además, se producen injustificadas recusaciones en cascada carentes de toda sustantividad con el burdo fin de obstaculizar su funcionamiento y atentar a su credibilidad, cuando no de alterar fraudulentamente su composición.

Autoridades,

Señoras y señores,

Al igual que otros Tribunales Constitucionales, también el español se enfrenta a la tarea de redefinir su posición en el entramado institucional de la Unión Europea.

Un panorama nuevo se abre como consecuencia de la progresiva y decisiva importancia en nuestras sociedades del Derecho de la Unión, y con él, de la jurisprudencia de su Tribunal de Justicia al aplicar su Carta de Derechos Fundamentales.

Por encima de cualquier otra consideración, la Unión Europea se levanta como una Comunidad de Derecho y una federación de valores, los cuales son custodiados, en primer lugar, por las Constituciones nacionales y por los Tribunales de cada Nación.

En este sentido, nuestro Tribunal Constitucional sigue con mucho interés la reciente y rotunda jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo en relación con los valores recogidos en el artículo 2 del Tratado de la Unión, tales como el imperio de la ley, así como el principio de tutela judicial efectiva de su artículo 19. Hablo de casos como ASJP, de 2018, o Hungría/Parlamento Europeo y Consejo, de 2022.

En particular, me gustaría subrayar cómo el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su sentencia Republikka, de 2021, afirma de forma categórica, que «la Unión se fundamenta en valores, tales como el Estado de Derecho, que son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada, entre otras cosas, por la justicia, lo que conlleva que un Estado miembro no puede modificar su legislación de modo que dé lugar a una reducción de la protección del valor del Estado de Derecho (…)».

Esto es, el imperio de la ley y la independencia judicial se afianzan como estándares de obligado cumplimiento y se sitúan en el mismo corazón del proyecto integrador europeo, sin poder admitirse regresiones al respecto.

En íntima conexión con ello, el sistema de protección de los derechos fundamentales en la Unión está alcanzando una relevancia primordial, lo que implica articular un diálogo constructivo a tres bandas con los Tribunales de Luxemburgo y Estrasburgo.

El Tribunal Constitucional

Nuestra jurisprudencia, así, ha debido evolucionar desde una inicial distancia, que le llevaba a considerar que la aplicación del Derecho europeo no era de su directa incumbencia, sino responsabilidad primigenia de los órganos jurisdiccionales ordinarios.

Posteriormente, en aplicación de la doctrina del Tribunal de Luxemburgo, que parte de la sentencia Cilfit de 1982, hemos ido considerando que un tribunal ordinario no puede ignorar la interpretación del Derecho europeo realizada por el Tribunal de Justicia, pues ello implica una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, en la medida que constituye una selección irrazonable y arbitraria del sistema de fuentes y del derecho aplicable al proceso (entre otras, la STC 31/2019).

Un paso más en nuestra implicación supuso el planteamiento en 2014 por el Tribunal Constitucional de una cuestión prejudicial, el conocido «caso Melloni», asumiendo la condición de «órgano jurisdiccional» a efectos del artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea.

Hoy día, el Tribunal Constitucional, profundamente europeísta, contribuye a la aplicación de los principios de primacía, de efecto directo y de unidad del Derecho europeo, así como, en el ámbito de sus competencias, al control de europeidad que implica la inaplicabilidad de normas contrarias al mismo.

Desde un punto de vista institucional, he de destacar el esfuerzo realizado durante mi mandato por estrechar las relaciones del Tribunal con las Instituciones Europeas. Reseño, a tal efecto, la visita, el 6 de mayo de este año, del presidente del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el doctor Koen Lenaerts, que tuvo palabras de reconocimiento, al afirmar que «el Tribunal Constitucional de España ha desempeñado un papel fundamental en la transición democrática de la sociedad española, a la vez que ha interpretado la Constitución española como una norma abierta al proyecto de integración europea».

Autoridades,

Señoras y señores,

En la medalla que cada Magistrado lleva sobre su pecho, figura el lema: «Iustitia, Libertas, Concordia». Fijémonos por un momento en lo que encierran estas tres palabras.

  • JUSTICIA. Carl Schmitt escribía en 1927, que la creación de un Tribunal para decidir sobre la constitucionalidad de las leyes significaba «una desviación por razones políticas de la lógica del Estado de Derecho». Noventa y cinco años después, la Jurisdicción constitucional se concibe, por el contrario, como sentenciaba García Pelayo, como la culminación del Estado de Derecho y su perfeccionamiento técnico. Ayer, como hoy, necesitamos que ésta ejerza plenamente su papel de protectora, de conciencia jurídica y de límite al poder político.

  • CONCORDIA. Elemento insoslayable a lo largo de la historia para el funcionamiento de una sociedad plural, que garantiza la vida en común y contribuye a ordenar jurídicamente una diversidad creciente. Y es que Saavedra-Fajardo ya recordaba en el S. XVII la sentencia latina, según la cual «crecen con la concordia las cosas pequeñas, y sin ella caen las mayores». En este sentido, el Tribunal ha tenido un papel relevante como árbitro jurídico de las controversias entre los distintos poderes del Estado e integrador del complejo sistema de distribución territorial del poder. Pero el Tribunal Constitucional no puede sustituir la concordia que debe alcanzarse entre los operadores políticos, ni debe por tanto constituirse en una suerte de arena agonística, en la que se diriman con habitualidad creciente conflictos en última instancia esencialmente políticos.

  • Y, por último y por supuesto, la LIBERTAD, valor superior y condición esencial de la titularidad de los demás derechos.

Libertad e igualdad son los fundamentos en que se asienta nuestro régimen constitucional. Asegurar el éxito de esta diarquía, y no dictar decisiones políticas con parcos ropajes jurídicos, constituyen, pues, las dos caras insoslayables de la alta tarea encomendada.

Autoridades,

Señoras y señores,

Encaro como colofón de mis reflexiones anteriores la última parte de mi intervención. En estos últimos años, el Tribunal Constitucional ha emitido múltiples decisiones, de las que el azar me ha hecho ponente, que afectan a la estructura del Estado, a los derechos de las minorías, a la legislación básica estatal, al acatamiento de la Constitución por los poderes autonómicos, a la suspensión de la autonomía de una Comunidad, o a la constitucionalidad de ciertos estados de excepcionalidad.

No han sido tiempos fáciles. Nunca lo son. Ahora tal vez lo son aun un poco menos. Pero al respecto, repitamos lo obvio una vez más: el Tribunal cumple con su exigente cometido, que no es el de examinar cuestiones políticas, sino pretensiones jurídicas, aunque en el proceso latan contenciosos de hondo calado político.

Nuestras decisiones se derivan de la posición orgánica del Tribunal, erigido, por decisión del poder constituyente, en su guardián y hermeneuta supremo, así como de la preeminencia sin excusas de la Constitución. Ello se vincula, a su vez, con el indefectible deber que tienen, de forma especial, todos los poderes públicos, de conformidad con el artículo 9. 1 de nuestra Carta Magna, de cumplir y de hacer cumplir su letra y su espíritu. No nace la Constitución, desde luego, para proteger y acatar a la autoridad, sino que es la autoridad quien debe protegerla y acatarla.

Precisamente por ello proclama el Preámbulo del Texto constitucional, que la voluntad de los españoles es la de «consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular».

La jurisprudencia del Tribunal ha desarrollado este principio con profusión en años recientes. Recordemos, a título de ejemplo, la STC 42/2014, que subraya cómo la primacía incondicional de la Constitución «requiere que toda decisión del poder quede, sin excepción, sujeta a la Constitución, sin que existan, para el poder público, espacios libres de la Constitución o ámbitos de inmunidad frente a ella».

Porque, señoras y señores, ante la Carta Magna no son oponibles soberanías populares que dicen emanar, sin intermediación alguna, del supuesto mandato directo de un colectivo o de una colectividad. En España solo hay una soberanía, la soberanía nacional, la del pueblo español, expresada solemnemente el 6 de diciembre de 1978, 11 con la aprobación de la Constitución; y que da lugar a su precisión más firme en su artículo 2, que consagra la indisoluble unidad de la Nación dentro del respeto a sus nacionalidades y regiones. El pueblo español, y no otro, es el auténtico «prínceps legibus solutus» de nuestra democracia constitucional. Ante él no caben desfasadas soberanías regias, ni superadas reservas de jurisdicción, ni tampoco paralelas soberanías parlamentarias, sin perjuicio de reconocer la primacía política de las Cortes Generales. Por ello, y especialmente en el caso de la tutela de los derechos y libertades, el Tribunal no puede ni debe terminar a la postre haciendo mera Historia del Derecho.

Ilustración de Pedro González-Tervijano, que cesa como presidente del Tribunal Constitucional

Como ya advirtió en 1917 Fernando de los Ríos, en su obra La crisis de la democracia, soberanía nacional e imperio de la ley, y hoy también la Constitución, están indisolublemente hermanados.

Tengamos siempre presente la nítida distinción entre el poder constituyente, soberano, y los poderes constituidos, que reciben su legitimidad del Texto constitucional, tomando forma a través de órganos, instituciones, leyes y procedimientos que interactúan y se limitan. A esas leyes y procedimientos está también supeditado, por supuesto, este Tribunal.

Desde esa aceptación, acatemos tanto los preceptos sustantivos de la Constitución como sus normas procedimentales, garantía ineludible de todo régimen constitucional. Respetemos íntegramente el bloque de la constitucionalidad y los usos que de él se derivan. Se pueden compartir o no los fines políticos. Pero, insisto, éstos se han de encauzar a través, como nos recuerda habitualmente Encarna Roca, de los procedimientos constitucionalmente previstos. Una idea obsesivamente reiterada por la jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano. Y atendamos, como decía antes, no solo a la estricta letra de la Norma normarum, sino también a su espíritu informador.

Conjuguemos la voluntad política, la «voluntas», con la asistencia de la razón jurídica, la «ratio». Preservemos las instituciones en su integridad e imagen. Resguardemos tanto en su forma como en su fondo el esencial pluralismo político, y especialmente los derechos de las minorías.

Con igual aplomo, cumplamos las obligaciones constitucionales, que no pueden posponerse, cualesquiera que sean las razones esgrimidas. Y satisfagámoslas, por lo demás, desde la colaboración entre órganos e instituciones y la sincera y comprometida lealtad constitucional.

No convirtamos los consensos y mayorías cualificadas previstas constitucionalmente en automáticos regímenes de cuotas o en un indefinido impasse. Tampoco difuminemos los pesos y contrapesos de nuestra Ley Fundamental, ni apresuremos reformas que incidan sin consenso en el originario pacto constitucional, ni desdibujemos la autonomía de unos órganos constitucionales frente a otros.

De lo contrario, sin supremacía de la Constitución, ni imperio de la ley, sin «checks and balances», sin un adecuado funcionamiento de los órganos constitucionales, esto es, sin sujeción real y cumplimiento responsable por parte de los poderes públicos de nuestra Norma Superior, del ordenamiento jurídico y de las decisiones del Tribunal Constitucional, no habrá democracia, ni libertad, ni Constitución.

La historia nos previene, que si no atendemos estas señales, como sucede en otros escenarios, que no es necesario mencionar nominalmente, los más sombríos pozos de la autocracia nos aguardan. Homero relata en la Ilíada cómo Eris, la Discordia, «al principio es menuda (…) pero de pronto consolida en el cielo su cabeza mientras anda 12 a ras de suelo, sembrando una contienda general». Y entonces, como apostillaba gráficamente Goethe, «el diablo le ha cogido a uno por el pescuezo».

Autoridades,

Señoras y señores,

Ahora sí, acabo ya. El motivo que nos congrega hoy aquí no es una despedida. Antes al contrario, celebramos una continuidad, en línea con su renovación por tercios, según mandata expresamente el artículo 159. 3 de la Constitución.

Protagonistas de este acto son, precisamente, los cuatro nuevos Magistrados y Magistradas a punto de integrarse en esta Institución.

En representación de un Tribunal, que a partir de hoy será el suyo, les doy la bienvenida, y aprovecho para desearles el mayor de los éxitos en el desempeño de sus funciones.

En sus memorias, Jean Monnet examinó la relación dialéctica que existe entre las instituciones fundadas por hombres y los hombres que sirven a esas instituciones, y su veredicto fue claro: «sólo las instituciones se vuelven más sabias, porque acumulan la experiencia colectiva».

De igual forma, sin atribuir ni repartir responsabilidades, deseo resaltar la importancia del cumplimiento de los plazos y de los procedimientos para la renovación de un órgano constitucional como éste, así como la debida elección de los mejores y más aptos, si no queremos caer, como ha apuntado el presidente emérito Cruz Villalón, en la irrelevancia.

Ahora bien, me veo en la obligación de recordar que, pese a esta renovación, el Tribunal Constitucional permanece incompleto.

Petición obligada a los operadores políticos, es, pues, que se proceda a cubrir la magistratura que dejó vacante el Magistrado Alfredo Montoya, insigne y comprometido jurista, a la mayor brevedad posible. El exhorto que realizo parte de una exigencia constitucional, que prescribe una composición completa y equilibrada del Colegio de Magistrados entre ponderadas sensibilidades diferentes, tal y como siempre ha sido el caso.

Quisiera testimoniar al Vicepresidente Juan Antonio Xiol y a los Magistrados Martínez Vares, Narváez y Montoya mi mayor agradecimiento. Extendido a los Magistrados que se quedan, Conde-Pumpido, Sáez, Arnaldo, y a las Magistradas Balaguer, Espejel y Montalbán.

Bandera de España

Queridos compañeros, ha sido el nuestro un periplo intenso, que me trae a la memoria el poema que Tennyson dedica a Odiseo, aventurero curtido por unas singladuras y viajes, que forjan su propia conciencia.

Así nosotros también, tras una larga travesía, «compartimos un espíritu ecuánime (…), fuerte en su deseo, siempre, de bregar, de buscar, de encontrar, pero nunca de ceder».

En nombre de quiénes hoy abandonamos la Institución, manifiesto asimismo el agradecimiento a todos aquellos trabajadores que integran este Tribunal: Letrados, 13 Funcionarios y Personal de Administración, Justicia y Servicios, Seguridad, Fiscalía y Abogacía del Estado. De manera más personal, quedando en deuda con todos ellos por su lealtad y compromiso, menciono a mis dos letrados adscritos, Isabel Benzo y Carlos Díaz Lirio; al Secretario General, Andrés Gutiérrez; al Jefe de Gabinete, Antonio Ramos; al Jefe de Prensa, Diego Carrasco; y a la Secretaría de la Presidencia: a Carmen Sánchez, a María del Mar García, y, como siempre, a Paloma Schuller, que me ha acompañado abnegadamente por vericuetos, desvelos y azares durante más de tres décadas. Dar las gracias es la más noble expresión, en frase de Chesterton, de la condición humana, y cumplo por tanto, con alegría, ese deber de estar permanentemente agradecido.

Amigos y amigas, Estoy seguro de que el Tribunal Constitucional continuará defendiendo en el futuro la Constitución, en su espíritu e integridad, dando respuesta jurídica a las controversias planteadas en beneficio de nuestra convivencia. Una convivencia basada en los principios y valores inspiradores de nuestro Estado de Derecho, en la centralidad de nuestros derechos y libertades fundamentales, en la defensa de las instituciones y en la cohesión y la solidaridad entre las diferentes Comunidades Autónomas. Una convivencia que halla su horma en los contornos de una Europa que comparte los mismos ideales, los mismos principios y los mismos propósitos.

Desde esta convicción, no me queda más que compartir un deseo humilde con todos ustedes: tengamos fe en el derecho, como pedía en 1940 el jurista italiano Piero Calamandrei, y hagamos todos lo posible, y hasta lo imposible, por adecuarnos al aleccionador mandato reseñado en el artículo séptimo de la Constitución de 1812: «Todo español está obligado a ser fiel a la Constitución.» ¡Que así sea! Muchas gracias por su atención.