El perfil
Oriol Junqueras, el 'botifler' que susurra al oído de Sánchez
Estuvo 1.314 días en prisión de los 4.745 que le impuso el Supremo, aunque era una jornada de puertas abiertas. Le visitaba incluso el vicepresidente del Gobierno para negociar los Presupuestos
El reo Oriol Junqueras i Vies entró en la cárcel el 2 de noviembre de 2017, cuando tenía 47 años y salió cuando ya había cumplido 50. Estuvo 1.314 días en la prisión de Lledoners –un spa gestionado por su partido– de los 4.745 que le impuso el Tribunal Supremo por dar un golpe de Estado contra la integridad territorial de España. Lo soltó Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno de ese país contra el que se rebeló. Curiosamente, indultador e indultado despotricaron repetidas veces contra la concesión de indultos a políticos, pero solo cuando gobernaba Mariano Rajoy.
El jefe de ERC tomó en la cumbre hispano-francesa de esta semana una buena ración de la medicina que receta a los no separatistas: buscó la cuadratura del círculo mandando a su monaguillo, Pere Aragonès, a fotografiarse con Macron y Sánchez mientras él se vestía de revolucionario confundiéndose con los manifestantes que protestaban contra la reunión bilateral y pedían la independencia. En un episodio impagable de venganza poética, los revolucionarios de autocar y bocadillo le administraron su jarabe de intolerancia al grito de botifler (traidor en la lógica 'indepe') y comprendió que siempre hay gente más intransigente que tú, más fanática que tú, más salvaje que tú. Escuchó un insulto que tantas veces dedicó su partido a los catalanes que no quieren su republiqueta, junto a otra ofensa que él se ha cansado de vomitar a los constitucionalistas: ladrones; a Oriol se debe ese mantra tan injusto como despreciable que alimentó el procés de que «España nos roba».
Este profesor de Historia Moderna que durante cuatro años fue alcalde del municipio barcelonés de Sant Vicens del Horts, llegó a recomendarle a Pedro Sánchez que se metiera los indultos «por donde le quepan» hasta que oyó los goznes de su mazmorra abrirse por manos amigas, y entonces justificó que aceptar esa medida de gracia tan decimonónica era un «gesto que podía aliviar el conflicto, paliar el dolor de la represión y el sufrimiento de la sociedad catalana».
A pesar de la privación de libertad, su estancia entre rejas fue una auténtica jornada de puertas abiertas: además de recibir la visita de su mujer, Neus, y sus dos hijos menores, no faltaron periodistas a rendirle pleitesía, como Jordi Basté o Xavier Sardá, además de la frecuente presencia de alcaldes, correligionarios republicanos y el que fuera vicepresidente del Gobierno español, Pablo Iglesias, que le consultaba los presupuestos generales del Estado de Sánchez para que diera orden a Rufián de que los votara en el Congreso. Tuvo tiempo en la cárcel para presentarse a las elecciones europeas de 2019 aprovechándose de la inmunidad de la que dota el escaño, lo que enredó al Supremo en una polémica jurídica con la Corte europea, que se saldó con la negativa del tribunal sentenciador a excarcelarle para tomar posesión de su acta de europarlamentario.
Desde su celda ha cogobernado España, arrendado con sus imprescindibles votos el Palacio de la Moncloa a Pedro Sánchez a cambio de un alquiler de iniquidad, negociado indultos, exigido y conseguido que se despenalizaran los delitos que cometió junto a otros ocho (ex)sediciosos y (ex)malversadores, y desde que disfruta de libertad, negocia con el Gobierno la legitimación de sus objetivos, con la más que probable celebración de una consulta independentista y la gestación de instituciones judiciales propias, su auténtica obsesión durante aquellas jornadas previas al referéndum ilegal de 2017.
A diferencia de su actual enemigo número uno, Puigdemont, afrontó la respuesta del Estado contra sus delitos, pero sabedor de que la debilidad del líder socialista que puso una moción de censura al PP le iba a entregar las llaves de la política española. Como vicepresidente de la Generalitat, organizó las urnas compradas en China para celebrar la consulta ilegal, tuvo un papel de liderazgo en el golpe y, como dice la sentencia, controló «todo el proceso de creación legislativa y reglamentaria que hizo posible la celebración del referéndum». En aquel otoño aciago de 2017, de la Consejería de Economía que dirigía, tuvo que escapar una letrada de Justicia trepando y escalando tejados y azoteas, mientras los Jordis se subían a uno de los patrol de la Guardia Civil para arengar a las masas en lo que fue un violento asedio a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Junqueras, dentro de su despacho, calló y consintió.
En el alegato final ante el juez Marchena antes de que se dictara sentencia, aludió a su condición de cristiano para pedir diálogo. Los que le tratan reconocen en él una doble condición de hombre educado y místico –el Mandela que le tiene tomada la medida a Sánchez– pero de convicciones intolerantes y de un sectarismo implacable. Cuando fue condenado dijo que la sentencia no era justicia, sino venganza. Justo el argumento que usó su socio, Sánchez, tres años después para justificar su excarcelación. Si el juez Llanera no lo evita haciendo prevalecer –pese a la reforma sanchista del Código Penal– sus 13 años de inhabilitación, terminará de candidato. Y pelillos a la mar.