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En el siglo pasado los motes del personal nacían de la realidad y del ingenio

Crónicas castizas

El mote, una muestra del milenio anterior

En el mundo rural los motes y apodos era lo más normal. Junto a nombres como Emerenciano, Antero o Abundio había apodos personales o familiares que triunfaban y quedaban escritos a fuego en la memoria colectiva

El nuevo mundo digital todo lo está cambiando. Los motes han desaparecido para ser sustituidos por los nicknames y por los avatares. En el siglo pasado los motes del personal nacían de la realidad y del ingenio de los viandantes. Las mujeres siempre han sido menos dadas a los motes. Los diminutivos han tenido entre ellas más éxito. Las Cuca, Maluli, Mapi… abundan en el mundo femenino. De madre Olvido hija Olvidín. Y las que han tenido mote ha sido muchas veces por la maledicencia de los hombres como a la que pusieron Butater, una marca de estufas que en su publicidad decía «calienta, pero no quema».

A los catalanes se les llamaba polacos y a mi amigo Paco todos le conocemos por el Lepero, porque va de vacaciones a Lepe, aunque en Lepe, en algunos casos, no hacen falta motes como le ocurre al amigo Pepe, dentista para más señas, y de apellido Camelo. A Javier todos le llamaban El Vasco porque su padre, oficial del Ejército del Aire, estuvo destinado en Pamplona.

En el mundo rural del milenio anterior los motes y apodos era lo más normal. Junto a nombres como Emerenciano, Antero o Abundio había apodos personales o familiares que triunfaban y quedaban escritos a fuego en la memoria colectiva local. A un labriego de las afueras de Madrid, de Arganda, todos le conocían por Robasiestas y un vecino de Monzón se ganó el apodo de Chafacorros pues cuando el señor en cuestión se unía a un grupo de paisanos que hacían tertulia lograba, de forma natural, chafar la reunión.

El aspecto, fuerza física y otras características de la naturaleza era también germen de los motes. A dos hermanos gemelos todo el mundo les conocía por Búfalo y Mazinger. ¡A saber por qué! A finales de los 70 a un chaval con pelo a lo afro, que decidió afiliarse a la Falange Auténtica (FEA), su pelambrera inevitablemente le granjeo el apodo del Trotsko dado su evidente aire de trotskista.

Un hijo de torero, que desde muy joven se echó de compañero de farra a un amiguete algo mayor, de edad y altura, al que acompañaba en todas sus peleas de barrio y aventuras políticas, le adjudicaron el mote de Mascota con el que décadas después le sigue llamando todos sus amigos. Fernando, jefe de sala de la emblemática sala de conciertos El Sol, rockero de botas de punta, chupa negra de cuero, patillas de hacha y tupe engominado le apodaron Fernandiqui el Siniestro y, casi medio siglo después sus viejos amigos se sigue refiriendo a él como El Siniestro, cuando la verdad es que no tiene nada de siniestro pues es una bellísima persona.

Los motes han propiciado anécdotas dignas de ser conservadas para la posteridad. A un colega vasco de apellido Pagasitorrena Arrizabalaga, cuando sus amigos intentaban pronunciar su complicado apellidos, al menos para los del centro de la Península, siempre terminaban diciendo «Paga, como poyas se llama…» y se quedó con el Pagapoyas (se conoce como poya o ténesch a un grupo de los tehuelches septentrionales que habitaron a ambos lados de la cordillera de los Andes).

En el club de Campo de Madrid, uno de los más pijos del solar patrio, siempre ha tenido un sensacional equipo de hockey. Una de sus jóvenes promesas tenían de mote El Porno. Cuando su hermano pequeño se incorporó al equipo, lógicamente, paso a llamarse Pornito. Los mismo le ocurría con un par de hermanos del barrio de Chamartín. Uno de ellos estuvo detenido, por lo que paso a apodarse El Preso y su hermano pequeño era El Presillo.

En el siglo pasado los motes del personal nacían de la realidad y del ingenio

Algunos motes carecen de lógica como el de Ángel, al que todo el mundo llama Camilo, incluso en su propia casa. A un comisario de policía le llaman Paco Canadá porque de joven tenían una camisa de esas de cuadros que le hacía parecer un leñador canadiense. Otros motes, en muchos casos muy mal intencionados, reflejan una dura realidad. Un catedrático de clásicas, que arrastraba una pierna, era apodado el Mareabaldosas. El profesor Martínez Cardos, que siempre lleva una flor en la solapa, era apodado El Gamba. El propio Martínez Cardos contaba con humor como una guapa alumna se le acercó a preguntarle algo académico, llamándole profesor Gamba.

Los militares de antes tenían su propio código de motes y apodos. A un teniente general sus compañeros de academia le apodaban El Puñales, al igual que al innombrable le apodaron Cerillita. Algunos compañeros se ganaron el apodo de Tirillas, unas finas láminas de plástico que se ponían en los cuellos para dar rigidez al cuello de la guerrera del uniforme. Adivinen ustedes a quienes apodaban Tirillas. Al que pasado el tiempo llegaría a ser general de Intendencia en la academia le pusieron de mote Planchister, una máquina del ejército que temblaba con el objeto de recuperar la harina sobrante antes de meter los panes en el horno. Según radio macuto el cadete Planchister hacía temblar su cama en la soledad de la camareta. Siguiendo con militares, un teniente general soltero y ya muy mayor vivía con sus tres sobrinas que le cuidaban con primor. Una visita, al oír llamarle a una de sus sobrinas tito, el visitante sin dudarlo le llamó Tito. Seguro que pensando en el jefe de gobierno de Yugoslavia. El General, le miró con ojos acerados y le espetó secamente, caballero para usted don José.