El perfil
Lola, de Garzón y asociados
Lola y Balta han sido una unidad de destino en lo universal, primero durante el enjuiciamiento y expulsión por unanimidad de la carrera del exjuez; luego, para que la otrora prestigiosa fiscal se convirtiera en chica de los recados del régimen sanchista
Hubo un tiempo en que se tenía a Dolores Delgado García, fiscal madrileña de 61 años y madre de dos hijos, como una alta funcionaria pública independiente que igual enchironaba a yihadistas asesinos que metía en la trena a narcotraficantes peligrosos desde la Audiencia Nacional. Allí conoció a Baltasar Garzón, con el que inició una relación de amistad que terminó en pareja. Su brillante currículum hizo aguas al calor del sectarismo de ese juez que se hizo político con Felipe González y cuya vanidad no cupo en la foto del felipismo, por lo que terminó recuperando la toga con el propósito firme de cargarse a los socialistas con la munición de los GAL.
Lola y Balta (así los bautizó su confidente Villarejo) han sido una unidad de destino en lo universal, primero durante el enjuiciamiento y expulsión por unanimidad de la carrera del exjuez, que se saltó a la torera las garantías procesales de los acusados de la Gürtel; luego, para que la otrora prestigiosa fiscal se convirtiera en chica de los recados del régimen sanchista y, finalmente, para hacer de la justicia universal y la memoria histórica un pingüe negocio.
Su sectarismo en la Audiencia Nacional le otorgó a Lola las mejores credenciales para que Pedro Sánchez la sentara en el Consejo de Ministros. Como ministra de Justicia obligó a la Abogacía del Estado a cambiar su calificación jurídica del caso del procés, pasando de la rebelión a la sedición, todo ello después de cesar a Edmundo Bal, que no tragaba su rueda de molino. Además, la ignominia no acabó ahí: se negó a amparar al magistrado del Supremo Pablo Llarena en la demanda civil que presentó Puigdemont contra él ante la justicia belga.
Eso sí, toda su dureza fiscal la utilizó para investigar por tierra, mar y aire a Don Juan Carlos, y aunque todo su empeño se tradujera en no encontrar algo ilegal que llevar a su currículo sanchista, contribuyó a intentar desprestigiar indecentemente al padre de nuestro Rey. Además, como notaria mayor del Reino, avaló el esperpento de la exhumación de Franco, cumpliendo a las mil maravillas su papel de ñapas de Sánchez.
Pero para una feminista y progresista como ella, su auténtica coronación la consiguió cuando se hicieron públicas sus conversaciones de 2009 durante una comilona, compartida también por Garzón, con el excomisario José Manuel Villarejo, donde la esforzada luchadora por los derechos homosexuales llamaba «maricón» a su compañero de Gabinete el ministro Grande-Marlaska, y aludía a que prefería «tribunales de tíos»; no sin antes sentenciar como «éxito asegurado» cuando Villarejo alardeó de haber montado una red de prostitutas para sonsacar información a políticos y empresarios.
La entonces fiscal de la Audiencia Nacional contó en ese largo y chabacano almuerzo que varios jueces y fiscales mantuvieron relaciones con menores en un viaje oficial a Cartagena de Indias, al que ella asistió. Inopinadamente, a la representante del ministerio público no se le ocurrió pensar que lo que relataba era lo más parecido a la comisión de un delito y estaba obligada a denunciarlo ante un juez. Lo primero que hizo la progresista fiscal fue negar que conociera al policía corrupto, pero finalmente tuvo que admitir, ante el escándalo por el bochornoso cariz tabernario de la charleta, que le había visto «tres veces».
Era imposible que con ese bagaje Sánchez no acabara promoviéndola directamente del Ministerio de Justicia a la cúspide fiscal, aniquilando así la separación de poderes, el decoro institucional y el respeto a los valores de la Constitución. Cuando se marchó en 2020 del Ministerio no había arreglado ni uno solo de los problemas que prometió abordar: no reformó la Ley de Memoria Histórica (aunque su pareja fue creciendo lucrativamente en ese jugoso terreno de imposturas), no avanzó en la justicia universal (otro chollo garzoniano), ni logró apaciguar a la carrera judicial y fiscal, que le convocaron una huelga, como esas que ella tanto secundó cuando gobernaba el PP.
Lola nunca debió ser nombrada fiscal general del Estado por, entre otras cosas, su falta de imparcialidad y su relación con un juez enemigo de los intereses de España, que se había montado un despacho-bicoca defendiendo la pretendida justicia universal, que no es más que un business para llenar la faldriquera.
Cuando dejó la Fiscalía en julio de hace dos años «por motivos de salud» (padece una lesión grave en la espalda), todos imaginaron que su pupilo Álvaro García Rey (también de la Unión Progresista de Fiscales y con el marchamo de haber participado en el caso Prestige), al que colocó de su sustituto en la Fiscalía, le buscaría al correr del tiempo una buena salida: nada menos que una fiscalía de sala del Supremo, la de Memoria Democrática –¡cuál iba a ser si no!– saltándose a 20 concurrentes y todas las reglas orgánicas, en plena convocatoria de elecciones.
En contra del Consejo Fiscal y de toda la carrera, Lola lo ha vuelto a hacer: ella y su amigo Álvaro (con un dedazo que ríete tú de ET), se han saltado el conflicto de intereses que plantea su relación con Garzón, con el que hace bolos hablando de memoria democrática, y ha vuelto a demostrar que ella también se merecía ser premiada por tantos servicios prestados a Él, al Jefe, al persistente Presidente.
A mandar, Pedro, de tu abnegada Lola, de Garzón y asociados.