El perfil
Aznar, ladran luego cabalgamos
Dice Aznar lo que muchos españoles piensan: que la integridad de España está en juego en manos de un presidente sin escrúpulos, dispuesto a todo por mantener en alquiler la Moncloa otros cuatro años
El 3 de marzo de 1996 fue un día importante en la derecha española. Los periodistas que cubríamos esa jornada electoral y particularmente la votación de José María Aznar López (Madrid, 1953) atisbábamos en el líder político con menos carisma del mundo -así le tildaban las crónicas de entonces, muchas de ellas inspiradas por los santones de la derecha- una sonrisa profidén, impropia del personaje. No era para menos. Venía de quedarse, tres años antes, sin la cacareada victoria frente a un Felipe González achicharrado en el altar de la corrupción. Pero ese día se podía hacer historia: Fraga dejó el cargo con 107 escaños y aquel señor circunspecto y con bigote, abogado e inspector de finanzas del Estado, estaba a un paso de acabar con 14 años de Gobierno socialista. Aznar cosechó 9,7 millones de votos -290.328 apoyos más que el PSOE- tras haber dedicado seis años de silente trabajo a refundar ese espacio político en unas solas siglas y a acabar con la Alianza Popular iniciática. Tras marcharse en 2004, ese terreno de la derecha no volvió jamás a presentarse unido. A las pruebas recientes me remito.
Como no se ha mordido nunca la lengua, verbalizó ese lastre político hace cinco años: «Cuando yo dejé el Gobierno en 2004 legué (a Mariano Rajoy) un espacio electoral único, hasta la frontera del PSOE, y hoy está dividido en tres y eso es muy mala noticia». El primer presidente popular de España ha sido muchas veces brusco y casi siempre incómodo. También para sus compañeros de partido. Con Rajoy, a pesar de ser su elegido, su delfín, al que ungió en 2003 frente a Mayor Oreja, Acebes y Rato, nunca ha dejado de cantarle las cuarenta, de actuar como el pepito grillo del PP frente al que siempre consideró responsable del desistimiento ideológico de su espacio político. También a su amigo y protegido Pablo Casado pasó de ponderarle a afearle la crisis cainita que desató contra Díaz Ayuso.
Sin embargo, y frente a los intentos de la izquierda de rebañar cualquiera de sus declaraciones para abrir heridas internas en su formación -ahora lo intentan con denuedo contra Feijóo- esta es la etapa donde el ciclón Aznar más en consonancia está con Génova ante el desmantelamiento constitucional que prepara Pedro Sánchez. Fue hablar de una rebelión cívica contra la felonía del presidente en funciones para amnistiar a los golpistas catalanes, y desatar inmediatamente toda la furia socialista, encabezada por la portavoz Isabel Rodríguez, que llegó a tildarle de golpista. Hablar de golpismo a Aznar no puede ser más temerario por parte de la izquierda: sufrió un golpe terrorista que casi lo mata en 1995, vivió su peor noche aquel 16 de julio de 1996 cuando secuestraron a Miguel Ángel Blanco y los amigos de Otegi lo chantajearon para que evitara el asesinato del joven concejal del PP entregando la integridad del Estado, y cuando se marchaba, el 11 de marzo de 2004, vivió desde su presidencia en funciones un golpe asesino que dejó 193 inocentes muertos en las vías de un tren y cambio el devenir de España, abriendo la puerta a un anodino diputado leones, José Luis Rodríguez Zapatero, que inopinadamente ganó las elecciones con maniobras arteras por parte de la izquierda en medio de un clima emocional terrible tras el atentado del 11-M. De aquellos polvos estos lodos sanchistas.
Siempre ha sido para la izquierda su «villano favorito»: no paran de recordarle su adhesión a la guerra de Irak, la foto de las Azores, sus pies en la mesa en el rancho de Bush, su pacto en 1996 con Pujol, con el que hablaba catalán en la intimidad y, según sus enemigos, el canje de votos en el Congreso con el nacionalismo a cambio de la eliminación de la mili y de la figura de los gobernadores civiles, su diálogo con ETA, que llamara a la banda «movimiento de liberación nacional vasco», sus acercamientos de presos al País Vasco, la boda hiperbólica de su hija con presencia de invitados hoy procesados por corrupción… pero sobre todo su indeclinable defensa de los valores del centro-derecha. Devoto de la sentencia erróneamente atribuida a Cervantes y que parece que pertenece a Goethe, «ladran, luego cabalgamos», nunca se ha callado y menos ahora: el pasado viernes con Herrera reiteró que «he dicho lo que tenía que decir. Políticamente en España hemos llegado a un punto límite. Todo lo demás son las reacciones autocráticas propias de una autocracia, que considera que todo aquel que no está de acuerdo con lo que dice el Gobierno es antiespañol, golpista o fascista».
Dice Aznar lo que muchos españoles piensan: que la integridad de España está en juego en manos de un presidente sin escrúpulos, dispuesto a todo por mantener en alquiler la Moncloa otros cuatro años. Que este temor es compartido por españoles de todos los colores lo demuestra que coincide milimétricamente con otro jarrón chino, con el que las tuvo tiesas en los albores de los noventa del año pasado -váyase, señor (Felipe) González-, con el que comparte una cordial relación, a pesar de los pesares. La aversión contra el sanchismo facilita compañeros de cama impensables hace años.
La bestia negra de la izquierda frentista, un madrileño que se siente castellano a mucha honra, que fue durante unos años marido de la alcaldesa de Madrid –contra la que los podemitas desataron una campaña machista que ríete tú de Rubiales– leyó cuando era joven La España invertebrada, de Ortega y Gasset, y sabe que sobre España se ciernen enemigos muy poderosos, que hoy, ahora, habitan dentro de su propio corazón malherido.