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Corresponsal de TVE en la Guerra del GolfoEuropa Press

La evolución del enviado especial en los conflictos bélicos: información y guerra

Los corresponsales y enviados especiales tienen que firmar un documento que se obligan a respetar, y en el que aceptan, entre otras cosas, describir genéricamente sin detalles las operaciones que transmiten en directo

Guerras, las últimas guerras, se caracterizan por haber proporcionado pocas o ninguna imagen procedente del campo contrario: Iraquíes en la guerra del Golfo, talibanes en la guerra de Afganistán, rusos en la invasión de Ucrania. El mundo ha recibido casi exclusivamente aquello que llegaba de los cauces de una sola de las partes de la guerra, la más fuerte, la cual imponía además las normas por lo que hace a los desplazamientos que exigía la censura sobre los textos y las filmaciones de los periodistas en la línea de fuego. Esto era consecuencia de llevar hasta los últimos extremos la doctrina elaborada por el Pentágono, tras la catástrofe de la guerra de Vietnam, de limitar todo lo posible las bajas propias y desde luego, no mostrarlas en absoluto. Una doctrina luego ampliada también a las bajas enemigas pues del mismo modo son incómodas de cara a la opinión pública. Se atribuye a Wellington la frase de «mirar al otro lado de la colina», con la que expresa el deseo compartido por cualquier mando militar en el campo de batalla de averiguar, antes de que se te vengan encima, cuáles son los recursos con los que cuenta el enemigo. Este deseo se ha ido satisfaciendo a partir de la Primera Guerra Mundial, con globos, con zeppelín, con aviones con y sin piloto, con satélites. Sin embargo, en las ya citadas guerras del Golfo y de Afganistán y en la de Ucrania los medios de comunicación de masas no tuvieron la oportunidad a su vez, de mirar al otro lado de la colina. No, eso queda para los militares.

Y así habría sucedido de no ser por que en tierras mahometanas hizo acto de presencia un indeseado intruso: la emisora de televisión catarí Al Yazira con centenares de miles de espectadores directos.

Pero el Pentágono dio muestras de imaginación, militarizó a los reporteros, la presencia de los medios de comunicación fue solucionada de una forma audaz: Chaleco protector y casco. Y se incorporó a los periodistas a las unidades expedicionarias. Algunos de ellos después de haber efectuado los ejercicios necesarios en los campamentos del Ejército de los Estados Unidos. Es un golpe de timón que no significa, desde luego, bajar la guardia. Con las habituales y lógicas reglas de hierro de la censura militar, ahora se añaden otras muchas, los corresponsales y enviados especiales tienen que firmar un documento que se obligan a respetar, y en el que aceptan, entre otras cosas, describir genéricamente sin detalles las operaciones que transmiten en directo. Aceptar también que el jefe de la unidad donde están empotrados ejerza la censura sobre su trabajo siempre que lo considere oportuno.

La mera convivencia de los comunicadores con las tropas ya supuso la creación de una corriente de simpatía entre los reporteros y las unidades en las que iban endosados. El ejemplo más llamativo es el del teniente coronel Oliver North que apareció como improvisado periodista en la Guerra del Golfo de 1991. El periodismo quizá sea la única carrera en que el intrusismo sea la norma. El teniente coronel decía que sus crónicas, por supuesto, no eran neutrales ni objetivas. Para él se trataba de estar con sus marines.

Otros, como Anguita Parrado de El Mundo, y José Couso, pagaron su trabajo con su vida. Uno porque la unidad en que estaba endosado fue alcanzada por un misil y otro por el fuego directo de un carro de combate M 1 Abrams.

Pero la sintonía general se hizo evidente cuando el general Franks apareció por primera vez en la sala de prensa del mando aliado en la Guerra del Golfo en la sala instalada en la base americana de al Sayliy, en Doha, Catar. Los periodistas le recibieron con una ovación cerrada, cosa que no le había ocurrido al jefe de las fuerzas aliadas en el desembarco de Normandía, Eisenhower. Y mucho menos al general Westmorelan en Vietnam, que era frito a preguntas en sus conferencias de prensa en Saigón. Lo que Manu Leguineche definió como «la tribu». Los enviados especiales a conflictos dan ya pocas muestras de descontento ante esta situación. El general Brooks, uno de los subalternos de Franks, distribuyó unas fotografías en las que se intentaba demostrar que las armas estadounidenses eran tan precisas que podían acertar a un carro de combate sin ocasionar daños en su entorno. El corresponsal de ABC News le preguntó: ¿cuándo nos mostrará usted las fotos de los bombardeos que erraron el blanco? Como editorializó La Tribune de Génove «La ilusión de una guerra limpia y quirúrgica se había desvanecido». Michel Martíen, profesor de la Universidad Robert Schuman de Estrasburgo, escribió: «Las relaciones entre militares y periodistas que no hayan hecho una elección patriótica irán complicándose, pudiendo girar la información mediática contra los conductores de la guerra». El propio general Franks explicó que había en marcha dos guerras en Irak. Una que se podía ver por los ejes de progresión de las fuerzas aliadas y otra que tiene lugar en parajes recónditos. Las imágenes y las informaciones se circunscriben a los escenarios abiertos, aunque no siempre hay periodistas para levantar acta de cuanto sucede. La cosa ha cambiado desde la Guerra del Golfo de 1991, cuando el mundo prácticamente se nutrió de lo que quería servirle la CNN estadounidense. Ahora es menos aún.

Por otro lado, conforme se suceden las acciones militares, la larga y abundante información ofrecida adormece las conciencias. Esto puede comprobarse yendo a las hemerotecas y viendo cómo se produce una disminución del tamaño de los titulares en relación con la continuación de las guerras. Y del pase de la primera página a páginas interiores de la información bélica según pasa el tiempo. También los errores con víctimas colaterales son poco considerados ya por la opinión pública. Desde Vietnam, las bajas propias son tabú en los medios de comunicación, y por supuesto la sociedad norteamericana. De ahí la doctrina de cero muertos propios.

En Beirut, en 1984, un conductor suicida islámico hizo explotar un camión cargado de bombas en un búnker que ocupaban los marines, produciendo 260 muertos. Las tropas norteamericanas recibieron la orden inmediata de repliegue. En 1993 bastaron una veintena de cadáveres en Mogadiscio, Somalia, para que hiciesen la maleta alrededor de 20.000 soldados estadounidenses.

A la censura oficial se añade la autocensura no menos severa. El atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono impusieron su ley de hierro. Por otro lado, en Estados Unidos, según un sondeo de la cadena ABC, el 61 % de la gente de color se oponía a la guerra y un 20 % de los blancos. Otro dato, el primer caído fue José Antonio Gutiérrez, de Guatemala. Recordemos que los hispanos, ya en Vietnam, tuvieron una cantidad de bajas desproporcionada respecto a su número, lo que explica esa diferencia en las encuestas, la tendencia continúa en conflictos posteriores.

En los países donde se vota, la llegada de bajas y la información sobre las mismas debilita al gobierno, en otros regímenes los muertos son mártires o el férreo control de la información los convierte en fantasmas invisibles.