El perfil
Baltasar, el rey mago del sanchismo
Solo en el régimen sanchista se entiende que un condenado por prevaricación y condenado a once años de inhabilitación por escuchas ilegales a abogados en la macrocausa de la Gürtel, dé lecciones de ética
Baltasar Garzón Real (Jaen, 1955) tiene un ego solo comparable al de Pedro Sánchez. En un concurso de méritos, sería difícil decidir entre ambos, que también coinciden en su gusto por los resquicios legales para satisfacer su ambición personal. De hecho, Garzón era conocido en la prensa de Madrid porque cada vez que concedía una entrevista, los fotógrafos necesitaban un día entero para hacerle un reportaje gráfico que colmara las expectativas del narciso jienense, hijo de un empleado de gasolinera y de familia materna de agricultores.
Pero por fortuna el niño que tomó el ascensor social y estudió en los seminarios de Baeza y Jaén y se licenció en Derecho en Sevilla, no tendrá que competir con Pedro en vanidad olímpica porque forman parte del mismo equipo progresista (si no tenemos en cuenta las risotadas que se echaba el exjuez con su pareja Lola Delgado cuando llamaban «maricón» a Grande-Marlaska en una comida con su amigo el comisario Villarejo) y feminista (si olvidamos aquellas bromitas en la misma comida sobre las prostitutas que acompañaban a empresarios o sobre encuentros con niñas menores). Todo ello, hay que comprenderlo, eran pelillos a la mar en ese océano de progresismo en el que chapotean Balta y Lola, los mejores amigos del condenado por falsedad documental y revelación de secretos, José Manuel Villarejo.
Solo en el régimen sanchista se entiende que un condenado por prevaricación, expulsado por unanimidad de la carrera judicial y condenado a once años de inhabilitación por escuchas ilegales a abogados en la macrocausa de la Gürtel, dé lecciones de ética a todo quisque: a los fiscales que defienden el ordenamiento jurídico de su país, a los jueces del Supremo que condenaron a los sediciosos catalanes, a los periodistas que censuran su doble rasero y a los españoles en general, cuando no a los ciudadanos del mundo en nombre de su rentable filfa de la justicia universal. Ahora, el bueno de Garzón ha vuelto a ejercer con maestría su hipócrita moral. Acaba de atizar a la Asociación mayoritaria de Fiscales (AF), que aglutina a más de 625 afiliados, por haberse dirigido por carta a la Comisión Europea para advertir de los planes de Pedro Sánchez de aprobar una amnistía que borre el delito a los golpistas de octubre de 2017. O sea, por defender la legalidad en España. Algo impensable en el Ministerio Público de un Estado de Derecho, según el singular código deontológico de Baltasar, un auténtico rey mago del sanchismo.
En la biografía de este exmagistrado hay dos etapas irreconciliables. La primera se inicia en 1988 en el Juzgado de instrucción número 5 de la Audiencia Nacional donde impulsó causas contra el narcotráfico y el terrorismo de ETA, con una firmeza que es de justicia reconocerle. Pero en 1993 su inabarcable ambición le lleva a pedir una excedencia y a enrolarse en las listas del PSOE de Felipe González, quien le nombró secretario de Estado del Plan contra la Droga. Como no consiguió ser ministro, que era su verdadero objetivo, se la juró a Felipe y un año después volvió a la judicatura tomando la puerta giratoria más escandalosa de la democracia, solo equiparable a la que atravesó su allegada Lola Delgado tras dejar el Gobierno de Sánchez. Entonces, Balta emprendió una cruzada contra los socialistas investigando el acrónimo más oscuro de la época González: GAL.
Después, España se le quedó pequeña y se creyó paladín de la justicia internacional: contra Pinochet, contra el fantasma de Franco, contra Bin Laden, contra Silvio Berlusconi… nada se le escapaba a Balta, y menos la corrupción del PP, causa cuya mala praxis le convirtió en exjuez. Desde entonces, la justicia universal se ha convertido en un suculento negocio que le ha llevado a defender a dictadores populistas latinoamericanos. Tiene en su haber un flamante cargo de asesor en Derechos Humanos del Gobierno de Cristina Kirchner, el haber sido defensor de su vicepresidente Boudou, condenado por corrupción, letrado del pirata informático de Wikileaks, Julian Assange, o soporte legal de millonarios chavistas con delitos de corrupción en Andorra.
Y solo en España se puede dar que el compañero de farra de un comisario de policía encarcelado nos mire por encima del hombro. En este totum revolutum hay muchos intereses cruzados: la mujer de Garzón, la exministra de Justicia y exfiscal general del Estado, Dolores Delgado, ocultó, mintió y tuvo finalmente que reconocer que tuvo varios encuentros con el comisario investigado, que él apuntaba en su famosa agenda, y cuyos audios fueron un fresco al natural sobre la catadura de la pareja. Mientras ella ejercía de fiscal general (después de ser la ministra de Justicia más sectaria de la democracia), el bufete ILOCAD, cuyo socio director y fundador es el inefable Baltasar, llevaba la defensa de varios encausados en el caso del comisario. Sin embargo, el conflicto de intereses de libro en el que incurrió la esposa de Garzón no existe en el paraíso progre sanchista.
Ahora que el exmagistrado lleva una exhausta turné por las televisiones del régimen para defender la tropelía de la amnistía y que defiende con ardor que el PSOE negocie con la escoria parlamentaria, sería interesante preguntarle: ¿Qué opina el juez instructor que en 2002 citó en calidad de imputada a una tal Mercedes Aizpurúa –alias Mertxe– por inducir al asesinato terrorista de más de 800 inocentes desde su panfleto Gara, que aquella indeseable vaya a entrevistarse en breve con el presidente del Gobierno del Reino de España, el amado líder de Lola, para prestarle sus votos? No hay más preguntas, señoría.