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Ilustración de, presidente del Gobierno Pedro SánchezPaula Andrade

El perfil

Sánchez o la risa de la hiena

Su carrera comenzó con un intento de pucherazo, práctica que el jueves derivó en la compra de siete votos para ser presidente del Gobierno de España a precio de oro: dinamitar la Constitución española

Pedro Sánchez Pérez-Castejón (madrileño nacido el 29 de febrero del bisiesto 1972) solo puede celebrar su onomástica cada cuatro años. La probabilidad de nacer esa fecha es de una entre 1.461; es lo mismo que le ocurre, por ejemplo, a Ken Foree, actor de «El amanecer de los muertos». Algo de muerto resucitado tiene este arribista de la política, que resucitó tres veces, y las tres lo hizo para meter a su país en la misma tumba de la que él salió. Es el mayor de dos hermanos varones de una acomodada familia muy vinculada al PSOE (su padre ocupó un cargo cultural con Felipe González), fue alumno del Ramiro de Maeztu, en cuyo equipo de baloncesto, el Estudiantes, jugó, y ha tenido una vida fácil, alejada de cualquier apuro económico, y sin embargo rezuma un resentimiento inextinguible. Odia cuando respira.

Primero odió a los madrileños que nunca le eligieron de diputado al Congreso, por lo que tuvo que aprovechar la salida de varios compañeros para ascender en la lista; luego, a los barones que lo tiraron por la ventana por no querer abstenerse con Rajoy para que los españoles tuvieran gobierno; antes a los profesores universitarios, que lo consideraron un maula, a los que coló un doctorado basado en un copia y pega; también a los empresarios «del puro» que decía que se burlaban de él cuando era candidato; siempre a la Iglesia y a los creyentes de la fe católica mayoritaria en España, desde que gobierna a los medios de comunicación que no le aplauden y, finalmente, para no trocear más su venganza ecuménica, a todos los españoles que no tragan con lo que está haciendo con su país. Para ellos ha construido un muro con el hormigón armado de su inmoralidad.

El hijo de Pedro, administrador de una empresa de embalajes, y Magdalena, funcionaria de la Seguridad Social, tiene un único hermano que es músico de éxito, formado en las orquestas rusas. Conocido como David Azagra, ya que no usa el apellido familiar, su ascenso en un puesto de coordinación de los conservatorios de la Diputación de Badajoz, Comunidad donde su hermano Pedro hizo la mili, levantó una polvareda importante. Ambos hermanos estudiaron idiomas fuera, gracias a la saneada cuenta corriente paterna, muy poco proletaria a diferencia del credo que vende desde la púrpura del poder. Jamás usó el ascensor social para ascender ya que nació en uno de los pisos más altos. La cercanía de su padre al poder felipista le procuró un puesto de asesor del partido en el Parlamento europeo a las órdenes del último ministro de Exteriores de González, Carlos Westendorp. Allí conocieron –cuentan los funcionarios de la Eurocámara– a un altanero muchacho, que se hacía llamar «el guapo», frío como un témpano, con una tensión maxilofacial a punto de quebrar su mandíbula, y ambicioso, muy ambicioso.

Pero su carrera política comienza en 2004 como anodino concejal madrileño, para, diez años después, suceder inopinadamente a Pérez Rubalcaba como secretario general del PSOE. En aquellos comienzos de siglo, su amigo de idas y venidas Óscar López, hoy jefe de Gabinete en Moncloa, lo colocó de tertuliano en las teles más modestas para que fuera fogueándose ante el público: terminó de polemista en el programa de Telecinco «Moros y cristianos», presentado por Jordi González, en el que –repeinado y con gomina– defendía al PSOE de los GAL. Pepe Blanco lo promocionaba por los platós como un líder moderado de la sociealdemocracia española y, como no tenía empleo, lo mantenía a sueldo en Ferraz.

Cuenta Rosa Díez en su libro Caudillo Sánchez, que el hoy reelegido presidente participaba en los órganos de Caja Madrid, recibía regalitos como todos sus compañeros del Consejo y jamás se opuso a ninguna de las decisiones que llevaron a la caja madrileña a la ruina y que dejó sin ahorros a los jubilados de la capital. Pero él lo ocultaba en Ferraz y cuando empezó a ascender y sus compañeros le interpelaban, lo negó hasta el final. Además, tampoco decía la verdad sobre su licenciatura: no había hecho la carrera en la Complutense ni era la especialidad de Económicas la que había estudiado, sino que había cursado Empresariales y en un colegio privado, el María Cristina, eso sí, adscrito a la UCM. Un nuevo embuste. Luego vendría otra trola académica: el doctorado.

Además, en el PSOE no gustaba el negocio tan poco feminista que regentaba su suegro, padre de Begoña Gómez, con la que casó en boda oficiada por Trinidad Jiménez en 2006, y madre de sus dos hijas. También este secreto en su familia política lo ocultaba. Con esa mochila de trolas a la espalda concurrió a las primarias contra Madina en 2014. Hay quien cuenta que después de la ceremonia de coronación de Felipe VI el 19 de junio de 2014, corrió a un hotel de lujo de Madrid a reunirse, entre otros, con Zapatero –que luego se pasaría a Susana Díaz– para granjearse su apoyo. Ganó al socialista vasco y como candidato del PSOE se enfrentó al ya presidente Mariano Rajoy en las elecciones primero de 2015 y luego repetidas en 2016, que perdió estrepitosamente perforando el suelo electoral del socialismo con 85 escaños y desgarrando a su partido, que ya había tocado fondo con Rubalcaba en 2011.

En octubre de ese año de debacle electoral, cuando el PSOE lo quería echar en un encarnizado comité federal, sometió a votación la convocatoria de primarias y terminó colocando una urna de pega escondida tras una cortina, sin interventores ni censo ni control de los votos, para evitar así su caída de la secretaría general. Su carrera comenzó, pues, con un intento de pucherazo, práctica que el jueves derivó en la compra de siete votos para ser presidente del Gobierno de España a precio de oro: dinamitar la Constitución española. Sánchez parece entender que, si los votos no llegan a la urna, se paga con la dignidad por ellos. Los escrúpulos que todos tenemos siempre le persiguen, pero él, como buen deportista, corre más que ellos. Y si no, toma el Falcon, que es su limusina comprometida con la economía verde.

Cuando es echado de Ferraz y entrega su acta de diputado toma un Peugeot 407 matriculado en 2005, que cambia cuando los medios no le ven por un coche de alta gama, para recorrer España en un proceso «de escucha». El episodio de la urna trapacera hubiera abochornado a cualquier político con un poco de pudor. A él no. Dijo que iría a escuchar a los militantes y terminó engañándolos de nuevo y resucitando por primera vez entre los muertos. Alguien le dijo a Rubalcaba que lo echara del partido y el socialista fallecido contestó que «no había problema porque fuera del Congreso de los Diputados no había vida». El autor del exitoso remoquete del «Gobierno Frankenstein», del que Sánchez va por la tercera edición, se equivocó estrepitosamente: trató al personaje como un político al uso, un hombre con límites morales. Sánchez no los tiene y el muerto resultó que estaba muy vivo. Y aunque estaba destinado al olvido, aprovechó la radicalización de las bases del PSOE que había iniciado Zapatero para hacerse de nuevo con el poder frente a la candidata del aparato socialista, Susana Díaz.

El líder repuesto profundizó enseguida en la vía abierta por ZP: para triunfar había que odiar más al PP que a ETA, rompiendo todos los pactos de Estado con el otro partido de Gobierno y fomentando la división de la derecha democrática para que surgiera un partido a la derecha del PP, con el fin de que la izquierda, aun perdiendo las elecciones, se instalase por siempre en el poder gobernando con la escoria del independentismo y el populismo. Fue cavando las peores trincheras guerracivilistas, usando a Franco como comodín para encender a sus bases más radicales y vendiendo fábulas antifascistas que le llevarían, como confesó a un ministro que le dimitió días después de ser nombrado, «a pasar a la historia». Hasta el editorial de una referencia de la izquierda europea como es el diario francés Le Monde le ha recordado estos días que su único objetivo ha sido siempre fragmentar a la derecha, exacerbando a Vox para perpetuarse en el poder. E infravalorar al enemigo, al que desprecia, aunque represente a más de once millones de españoles.

Sobre esa base planteó una moción de censura en 2018 y, en su segunda resurrección, la ganó sobre la base de un párrafo torticero incluido por un juez amigo en la sentencia de la trama Gürtel, para así consagrar el marco mental de que Rajoy era un corrupto, presidente al que negó cualquier pacto mientras fue el jefe de la oposición con el conocido «no es no». Entronizado sin haber ganado las elecciones, revalidó el poder en 2019 sobre una suelo de mentiras: el mismo que unos años antes había definido como «populista» a Podemos y ya en el poder rechazado pactar con los morados «porque no dormiría tranquilo», hoy los tiene todavía sentados en su Consejo de Ministros; quien negó que pactaría con los proetarras de Bildu, es el mismo al que el terrorista condenado Otegi ha sacado adelante todos sus presupuestos generales y es su aliado más fiel; quien dijo que le independentismo estaba acabado y traería a Puigdemont a ser juzgado, terminó allanándole el camino para que vuelva a delinquir suprimiendo el delito de sedición, rebajando el de malversación, indultando a los cabecillas catalanes y, tras su tercera vuelta a la vida en las elecciones del 23 de julio, amnistiando a todos, incluido el presidente sedicioso que se escapó en un maletero.

Ha liquidado el Comité Federal del PSOE, le ha quitado todas sus competencias de control sobre la ejecutiva, como hizo con el Congreso de los Diputados cuando decretó el estado de alarma por la pandemia. Echó a compañeros a los que no perdonó que no cultivaran su ego, como Tomás Gómez, Redondo Terrenos, Joaquín Leguina, Carmen Calvo, el gurú Iván Redondo, Ábalos, Lastra, mientras ha colocado a sus amigos personales al frente de entes como Correos, la Empresa Nacional de Uranio-Industrias, a su secretario de Estudios en el CIS o a un antiguo colaborador de Ferraz en Paradores, mientras coloniza todas las instituciones del Estado de derecho.

En psiquiatría se habla de la triada oscura como una mezcla de narcisismo, psicopatía y maquiavelismo, rasgos contenidos todos en esa carcajada fría como el acero, vengativa y cruel, con la que se burló de Alberto Núñez-Feijóo el pasado jueves cuando se disponía a declinar la dignidad del Estado por siete síes. Una risa de hiena sobresaltó las palmas llagadas en la platea de los bufos, en busca de salir retratado en las monedas cuando elimine a su último escollo, el Rey constitucional de España, y pueda ocupar por fin el sillón de terciopelo que acarició en la jura de la Princesa Leonor.