Cultura y libertad
No podemos permitir que se nos cercene, que lleguemos, como se llega, a la autocensura, sino que ha de pasarse al ataque, a avanzar y reconquistar un territorio donde jamás debimos retroceder
En el siglo XX, la izquierda, especialmente los comunistas y en particular uno de sus grandes referentes intelectuales, Gramcsi, acuñó el concepto de Hegemonía Cultural como resorte y paso previo y necesario para alcanzar sus objetivos estratégicos revolucionarios y de conquista y mantenimiento del poder. Desde entonces ello ha sido una constante de todo ese campo ideológico que en siglo XXI. Y aunque ha derivado, al compás con el decaimiento de la lucha de clases y del proletariado como bastión y nutriente, hacia la prevalencia de otras «causas», feminismo, indigenismo, ecologismo y sus derivas cada vez más radicales, y amalgamadas todas ellas en un cuerpo doctrinal cada vez más alejado de sus orígenes, siempre manteniendo como meta la consecución de su implantación hegemónica e instrumental.
En ello, la perseverancia y contumacia son grandes activos de la izquierda y una de las mayores fallas de la derecha, en la imposición de sus consignas y conseguir que sean aceptadas como valores universales, han empleado muchas energías, martilleado con tesón y desplegado toda su capacidad de AGIPROP (Agitación, prensa y propaganda). Y han logrado, es evidente, grandes victorias en ese aspecto.
La mayor de todas ellas ha sido el conseguir la percepción de no poca gente del axioma de que la cultura, la «buena», ha de ser de izquierdas. Lo que sostienen con el argumentario de que como intrínsecamente y «per se» y en esencia, la izquierda es la bondad, la ética, la virtud y la moral y por tanto superior, eso impregna con sus dones todo cuanto toca, incluida, por supuesto, la creación artística e intelectual. La «otra cultura», la que no se adscribe a su doctrinario y no rinde sumisión a sus mandamientos cae en el lado oscuro, está manchada por perversión y es, como conclusión, «mala» e inferior.
En eso están y en ello seguirán. Con una vuelta de tuerca más y con unas extensiones desparramadas sobre todo acto humano y por cualquier espacio y lugar, incluyendo los más individuales e íntimos. El doctrinario no son ya diez mandamientos, sino centenares y cambiantes, según decreten a conveniencia sus Sumos Sacerdotes, a los que hay que estar atentos para no caer en el «pecado», ser declarado apestado, excluido del Paraíso, arrojado a las tinieblas exteriores y privado de los humanos derechos, pues ya has caído al escalón de subhumano con tacha. Y, por supuesto, ya no puedes ser ni pertenecer a las gentes de la Cultura, al menos nunca en su escala superior. Porque, para ellos, la cultura y la doctrina han de ir juntas y entreveradas en un mismo fin: adoctrinar, extender e imponer a través de ellas, su ideología.
Consideran que la ocupación de la cultura y su control es un derecho que les pertenece en exclusiva, por siempre jamás, y nadie puede ni pretender desalojarlos. Se consideran a sí mismos portadores de una autoconcedida superioridad moral y que por tanto su sagrada misión es adoctrinar a quienes aún vivimos en la oscuridad. Y si no nos dejamos, excluirnos.
Pero algo está cambiando. Hay síntomas cada vez más fuertes de que la respuesta a todo ello empieza a ser cada vez más contundente. Ya hay, incluso, quienes no sólo se atreven y cada vez con más amplitud y firmeza a discrepar en este o aquel aspecto, sino que le hacen una enmienda a la totalidad al doctrinario. Con un arma muy poderosa si se está dispuesto, aunque sea peligroso, utilizarla: la libertad. Y levantar esa bandera frente a todas las demás, proponerla como el agua y el aire en el que todos podamos nadar y respirar. Sin pretender, eso sería igualmente intolerable, la implantación de un otro doctrinario. Simple y sencillamente ejerciendo la libertad, que hemos de exigir que sea para todos y a todos alcance y ampare, pues si no, no hay libertad que valga, como principio, derecho básico y universal sin exclusiones por razón no solo de sexo, raza y condición social, sino de ideología también, que está siendo, y cada vez más, el mayor motivo de discriminación. No podemos permitir que se nos cercene, que lleguemos, como se llega, a la autocensura, sino que ha de pasarse al ataque, a avanzar y reconquistar un territorio donde jamás debimos retroceder, la libertad de pensamiento y expresión. Y solo hay una manera de conseguirlo: haciendo uso de ella en todo momento y lugar.
Ese es y ha de ser el verdadero «compromiso intelectual», el irrenunciable, y no debemos consentir que se apoderen de tal concepto quienes en realidad lo conculcan y pervierten. El compromiso cultural no puede ser con un doctrinario dictado por una ideología y marcado por las siglas de un partido, no puede estar sometido a un dedo sobre la ceja. Es el que ante todo y sobre todo y todos y cada uno, puedan ejercer y ejerzan su libertad. Lo demás es pensamiento único y dictadura.