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Simulación de un rescate policial de rehenes

Crónicas castizas

Policías y ladrones

Había una gran diferencia entre lo recuperado y lo denunciado por el director del banco atracado. No se sorprendieron demasiado, les había ocurrido incluso deteniendo a los salteadores en las mismas puertas de la sucursal

No se habían conocido en la Academia. Lógico: uno era inspector y el otro, un agente vestido de paisano por necesidades del servicio, que dicen los entendidos. Tampoco se conocieron durante la infancia. Procedían de dos barrios ajenos: Ventas y el Retiro. Pero compartían el déficit de pelo en sus lirondas cabezas y el superávit de barba en la cara. Y una cierta afición por las armas. Jota, el agente de policía, prefería las pistolas semiautomáticas del calibre contundente, como el 10 o el 45 ACP. Pedro, más clásico, optaba por los revólveres porque no había que andar manipulándolos, metiendo el cargador, tirando de la corredera o quitando el seguro, bastaba con apretar el gatillo. Y a la pega frecuente que le ponían de que solo tienen 6 balas contestaba indefectiblemente: «Si necesitas más tiros es que estás en la guerra».

Su afición por las armas no era porque sí. Eran su herramienta de trabajo, la que les mantenía vivos. Los dos pertenecían al grupo Dólar, la brigada anti-atracos encargada de solucionarlos, castigarlos y, si fuera posible, evitarlos. Los profesionales de ese tipo de bandidaje armado solían ser gente que pasaba del medio siglo, que tenía muy claro que estaba sin tiempo ya en la vida para cumplir una condena de 30 años. Y sin ganas de que les echaran el guante. Dada su especialidad, esos delincuentes solían estar bien armados. No eran tímidos ni melindrosos a la hora de apretar el gatillo y vendían caro su pellejo.

En una ocasión, los del grupo Dólar fueron al barrio de Villaverde. Un soplo. Una dirección concreta y unas descripciones que encajaban. Seis polis se apostaron ante la puerta empuñando la herramienta. Y sabiendo que era probable que lloviera plomo si no eran contundentes en la entrada. Para tirar la puerta, se situó un madero con un ariete, que levantó e hizo girar en el aire y aprovechando su fuerza y la inercia lo estampó en la puerta, que se vino abajo. El ansia y los nervios de los que estaban detrás de él pudo más que la paciencia. Y todos le empujaron, metiéndole dentro de la vivienda sin avisar y sin otra cosa en las manos que el ariete. Superada la sorpresa inicial pudieron oír ruidos dentro del piso, que fácilmente identificaron como correderas de armas insertando un proyectil en la recámara. El del ariete, empujado por los demás, entraba el primero a su pesar y ofrecía una cierta resistencia, e intentaba indicar agitando los brazos que dejaran de empujarle. No lo logró. Y por sus gestos de manos y piernas le apodarían «la bailarina» después de ese día en adelante, por lo exagerado de sus movimientos al ser empujado sin chaleco hacia la antesala de la posible ensalada de tiros.

La amenaza se detuvo cuando J. pegó un puñetazo en el pecho a un atracador en el pasillo, mirando entre fascinado y sorprendido a «la bailarina» agitándose sobre la puerta reventada, el forajido se quedó sin respiración por el golpe brutal de Jota. Mientras, Pedro clavaba el cañón de su revólver Smith & Wesson del 357 magnum en la frente de otro amigo de lo ajeno que se levantaba del sucio sofá, a quien se le escurrió la escopeta de las manos cuando Pedro le gritó convincente, el acero hace mucho, en el mejor estilo peliculero: «Suelta el arma o te abraso».

La escena se detuvo como si alguien hubiera apretado el pause de un vídeo. En ese momento, de la alcoba aledaña salió súbito un hombre que vació el cargador de su pistola disparando en abanico. Otro de los agentes le abatió de dos disparos nerviosos que llenaron aún más la habitación de humo cegando a los presentes que ya se habían quedado sordos. Se miraron unos a otros, se contaron, estaban vivos, más aún, estaban ilesos, se fueron a recorrer el piso para evitar más sorpresas. Quedaban dos más. El arma del atracador era simulada, de fogueo. Todos miraron de soslayo a quien había disparado. Lo iba a tener difícil para explicarlo aunque tuviera razón y bajo el fuego no distinguieron que los disparos no tenían proyectil. Había sido un suicidio de un delincuente sin ganas de disfrutar de una beca del Ministerio de Justicia.

La última sorpresa es que encontraron las bolsas con el botín, los billetes aún cogidos por las fajas de papel. Había una gran diferencia entre lo encontrado y lo denunciado por el director de la sucursal atracada. No se sorprendieron demasiado, les había ocurrido incluso deteniendo a los atracadores en las puertas del banco, siempre la cifra denunciada era superior a la requisada en manos de los malhechores. No eran los atracadores los únicos avariciosos.