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Antonio R. Naranjo

Así provocó Sánchez la rendición de Navarra ante los viejos amigos de ETA

Desde 2018, la suerte estaba echada y UPN no lo vio venir: Sánchez no es nadie sin Otegi y Otegi tiene claro el «impuesto revolucionario» que le cobra

Ilustración de Pedro Sánchez y Arnaldo OtegiPaula Andrade

Apenas 24 horas después de que el PSOE le regalara la alcaldía a Bildu, Joseba Asirón, el disfraz «amable» que Arnaldo Otegi se ha puesto para conquistar Pamplona, dejó claras sus intenciones: «Me gustaría que este modelo se trasladara a Euskadi, pero eso son cosas de los mayores».

Más que una declaración, fue una confesión, rematada por otra que revela los planes de Sortu, la matriz dominante en Bildu, un calco casi mimético de la vieja Batasuna: «En Pamplona se va a dejar de perseguir la ikurriña a porrazos».

Por si había alguna duda, todo quedó despejado: Bildu ha llegado a Pamplona, la capital soñada de la gran Euskal Herria que incluye parte del sur de Francia y toda Navarra, para avanzar como nunca en la construcción de la «Nación Vasca», y no solo para presidir el chupinazo en San Fermín.

Esa es la hoja de ruta de Otegi, que le aceptó al PSOE la cesión efímera de la alcaldía a UPN, tras las elecciones municipales del 28 de mayo, para no perjudicar a Sánchez en las Generales de dos meses después con el compromiso, ahora cumplido, de apoyar una moción de censura cuando ya no fuera necesario disimular.

No ha sido la única cortina de humo de algo que estaba cantado desde que en 2018 Sánchez llegara a Moncloa por primera vez con una moción de censura impulsada, por acción u omisión, por el mismo bloque que cinco años después se reparte el Gobierno, Navarra o Pamplona y negocia, unas veces en secreto y otras en Ginebra, cesiones históricas para el separatismo catalán y vasco, sin cuyo apoyo el PSOE nunca gobernaría.

El mismo día de los hechos, Sánchez protagonizó una de esas ceremonias de tocata y fuga, marchándose a Irak al mismo tiempo en que su partido entregaba la vara de mando del Ayuntamiento de Pamplona a Asirón, un monigote de Sortu que en su primer mandato, allá por 2015, se dio a conocer por permitir la instalación en Pamplona de la reproducción de una celda de un terrorista, para dar a conocer su «sufrimiento».

El líder socialista se metió entre pecho y espalda los 4.298 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta que separan Madrid de Bagdag, según anunció seis días antes Moncloa con una anticipación inusual: pesó más anticipar su excursión, para que no le pillara lo de Pamplona en territorio nacional, que la imprescindible discreción que debe presidir la visita a zonas foráneas conflictivas.

Navarra es el sueño húmedo del movimiento abertzale y Sánchez tiene que concederlo para poder ser presidente

El mismo presidente que apela a su «seguridad personal» para esconder los detalles de mastodónticos viajes ya terminados no tuvo ningún problema en desvelar a los cuatro vientos su delicada expedición a uno de los avisperos más peligrosos del mundo, para pasmo de la intendencia militar: el Puma, el Falcon y un Airbus, con otro de esos despliegues mastodónticos tan del gusto del personaje, encendieron los motores con el conocimiento previo de todos los servicios de inteligencia del mundo.

Ya lo hizo con Ucrania, adonde fue en tren hace meses para ver a Zelensky, radiando su trayecto ferroviario, viable entre las bombas si el premio es una buena epopeya fotográfica. Aunque luego no se baje del Falcon ni para desplazarse entre La Coruña y Santiago, a tiro de piedra.

Cuando Sánchez estaba con las tropas españolas y el primer ministro iraquí, Mohammed Shia' Al Sudani, líder del partido islamista Dawa y enemigo declarado del socialismo y del comunismo en la versión que hizo hegemónica Sadam Hussein, la «traición» se consumaba y el partido de Otegi asaltaba la capital sentimental de la mítica Euskal Herria gracias al PSOE. Para llegar ahí, antes tuvieron que pasar muchas cosas, y ninguna de ellas improvisada.

Todo arranca en 2018

La tarea de rehabilitación de Bildu, la marca blanca de Sortu, arrancó desde el mismo momento en que Sánchez entendió que, sin Otegi, no era nada. Nunca hubo una hoja de ruta de alguna profundidad política, moral o intelectual que estudiara cómo cerrar la herida del terror, quizá porque es incurable: las armas han desaparecido, sí, pero los objetivos que perseguían son irrenunciables y Otegi ha visto en la debilidad de Sánchez una ocasión histórica para alcanzarlos.

A eso se reduce todo: tú me das y yo te doy. Lo dijo Otegi hace tres años, sin ambages, como en tantas ocasiones: «No hay Gobierno sin la izquierda separatista vasca y catalana. Y eso nos permite negociar cosas».

Las «cosas» son, para unos, la amnistía, el «cupo» catalán y la negociación de un referéndum. Y para lo otros, una solución a los presos de ETA que ya está en marcha, con traslados incesantes y la concesión de regímenes de semilibertad; la posibilidad cierta de que el PSOE ayude a Bildu a desalojar al PNV y la misma «solución» territorial que arranquen Puigdemont y Junqueras a un socialismo entregado.

Y Pamplona, claro, en el mismo pack que Navarra, tutelada por Bildu ya desde hace años por la decisión del PSOE de aceptar su auxilio para hacer presidenta a María Chivite, perdedora una y otra vez en las urnas.

La línea roja saltada en Navarra genera un conflicto territorial nuevo que, sumado a los del País Vasco y Cataluña, protagonizará los próximos lustros: ya se habla abiertamente en la Comunidad Foral de cambios legislativos para que la ikurriña pueda ondear allí y el euskera sea lengua oficial.

Y ya se da por hecho que, si esa inmersión funciona a medio plazo, lo siguiente será –sin prisas– activar la cláusula constitucional que permite preguntarle a los navarros si quieren incorporarse al País Vasco.

Todo esto se ha tragado Sánchez, a cambio de sellar una alianza con Bildu, Junts y ERC que ya es para siempre: aunque todos ellos se comporten como el escorpión del cuento de la rana, no les queda ya más remedio que cruzar el río juntos y en ello están. Al precio que sea.

El «papelón» de Esparza

Pero para que tanto matrimonio de conveniencia haya dado sus frutos, y los dará también en Galicia si el PP no consigue frenarlos a todos, también ha sido necesaria la participación de un tercero, Unión del Pueblo Navarro, en el papel de «pagafantas» o de «tonto útil».

Porque, mientras el PSOE se encamaba a escondidas con Bildu, le hacía arrumacos públicos a UPN y a su presidente, Javier Esparza, para que apoyara al Gobierno en asuntos cruciales como la reforma laboral. Y Esparza se lo dio, a pesar de que su voto en contra hubiera sido decisivo para echar por tierra ese proyecto y, tal vez, obligarle a Sánchez a convocar elecciones.

Esparza, cuando era alcalde de Aoiz, junto a una ikurriña

La negativa de Sergio Sayas y Carlos García Adanero, opuestos al contubernio de Esparza con Sánchez tejido por Santos Cerdán (el mismo que ahora negocia con Puigdemont en Suiza), hubiera logrado ese objetivo de no ser por la «equivocación» en el voto telemático del diputado popular Alberto Casero.

Esparza posaba con la ikurriña siendo alcalde y defenestró, seducido por el PSOE, a sus dos mejores diputados

El presidente de UPN, lejos de aprender de sus dos mejores diputados hoy enrolados en el PP, los expulsó del partido y mantuvo su respaldo al PSOE, creyendo que le devolvería el favor dejándole gobernar en Pamplona y, quizá, en la propia Navarra.

Hoy Esparza ha perdido las dos, tiene a UPN en su peor momento y, aunque probablemente se aferrará a la Presidencia ante la falta de disidentes internos de peso por la salida de Adanero y Sayas, su liderazgo en la sociedad navarra está en el alero.

Quizá al antiguo alcalde de Aoiz, que no dudaba en posar cerca de la ikurriña mientras decía defender a capa y espada la foralidad y otros eran atacados por hacerlo de verdad, le ha venido grande el reto: nada menos que frenar a la vez a Sánchez y a Otegi y su negocio «perfecto».

Uno quiere España, o sus restos, y el otro Euskal Herria, con Navarra. Y ambos van viento en popa, aunque sea una tragedia nacional.