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Decenas de barcos han sido atacados, sin importar su bandera

Fuerzas Armadas  España y la guerra: negacionismo y prejuicios

¿Cómo puede negarse la realidad de los conflictos? Nada más fácil: cerrando los ojos. Así, es posible defender que, como decía Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza

Hace unos pocos días, la Universidad de Valladolid concedió a Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, el título de Doctor Honoris Causa. Sus palabras durante el acto, pronunciadas con la autoridad que le da su cargo, arrojan luz sobre una situación que debería preocuparnos a todos. Decía Borrell que los europeos no estamos preparados para el mundo áspero y peligroso en que vivimos porque, en esencia, la UE se basa en rechazar la violencia. «En negarla», añadía el vicepresidente de la Comisión. Y, si no hay nada intrínsecamente malo en el rechazo a la guerra, la cosa cambia cuando se lleva hasta el extremo de la negación.

No es justo meter a toda Europa en el mismo saco. Hay diferencias entre el norte y el sur, y aún más entre el este y el oeste. Pero, cualquiera que sea el eje de coordenadas que se prefiera para el análisis, España, como bien sabe Borrell, está en el extremo más negacionista de nuestro continente. Basta comparar los presupuestos de defensa de cada país –al menos hasta fechas muy recientes– para comprobarlo con datos fehacientes.

¿Cómo puede negarse la realidad de los conflictos? Nada más fácil: cerrando los ojos. Así, es posible defender que, como decía Rousseau, el hombre –en aquella época todavía se empleaba esta palabra, hoy casi proscrita, como sinónimo de ser humano– es bueno por naturaleza.

La tesis del filósofo suizo está muy desprestigiada en la actualidad, entre otras razones porque él mismo, que tuvo cinco hijos, los entregó al hospicio nada más nacer. Renunció así deliberadamente a la fascinante experiencia de verlos crecer. Ninguno de ellos pudo decirle –en el proceso de adquirir las habilidades que caracterizan al presidente Putin y, aún más, a su lacayo, el ministro Lavrov– que «mi hermano me pegó y yo no le había hecho nada».

Si Rousseau hubiera criado a sus hijos, habría entendido mejor la naturaleza humana. Pero, ¿qué les pasa a los negacionistas españoles? Algunos no tendrán hijos, pero otros sí. ¿Cómo explicar su postura? Vaya por delante que no hacen falta argumentos rebuscados para dar fe del vivo deseo que una parte de la humanidad siente por tergiversar la realidad, ya sea para medrar –una vieja aspiración de la mayoría– o, simplemente, para satisfacer otra aspiración casi igual de vieja: fastidiar a los demás.

Hace unas semanas, después de participar en una charla emitida en YouTube sobre algo tan trillado como la batalla de Trafalgar, descubrí con cierta sorpresa que también hay personas que niegan la derrota de 1805. No descarto que quienes aseguran que aquello fue como mucho un empate –o incluso una victoria española a los puntos– solo finjan hacerlo para poder entrar en una guerra de insultos que, por alguna razón, encuentran divertida. Pero la negación de la violencia que denuncia Borrell está mucho más generalizada que la de la batalla de Trafalgar. ¿Cómo justificarla viendo lo que ocurre en Ucrania, en Gaza o en el mar Rojo?

Soldados israelíes operando en la Franja de Gaza

No basta a quienes defienden la bondad de nuestra naturaleza el cerrar los ojos, porque siempre habrá quien les cuente las noticias del día. Es preciso también reinterpretar lo que ocurre en el mundo. Para poder mantener que uno es «pacifista» –así, entre los verdaderos pacifistas que trabajan cada día por la paz, se camuflan quienes tan solo son negacionistas de la guerra– es preciso cerrar también el cerebro e interpretar la realidad según un prisma que no solo es falso, sino contradictorio: esa violencia no está en nuestro ADN, sino que es la respuesta natural a las injusticias que los malvados cometen para enriquecerse o lograr el poder.

Y ¿qué pasa con esos malvados? ¿No son seres humanos? ¿No debieran ser también buenos por naturaleza? Para disimular la obvia contradicción, los portavoces de este falso pacifismo suelen identificar el mal con oscuros intereses, entre los que están las multinacionales, el imperialismo, el petróleo o el llamado «complejo militar-industrial». Por supuesto, para ellos solo son oscuros los intereses de uno de los bloques.

En esta piedra tropiezan algunos de nuestros compatriotas que, con la mayor de las desvergüenzas, exculpan a Putin o a Hamás de la violencia que vemos en los telediarios. La invasión de Ucrania es culpa de Occidente, como también lo son la masacre del 7 de octubre y las guerras civiles que plagan el continente africano. Muerto el perro –es decir, muerto Occidente, al menos en la forma en la que nuestros ancestros lo han ido creando para nosotros– se acabará la rabia.

El que a hierro mata, a hierro muere

¿Cómo entender que quienes defienden a los que nos atacan –nosotros somos ese perro que hay que matar– no sean inmediatamente desenmascarados por sus propios seguidores en Occidente? Tal paradoja es en parte fruto de la ceguera ideológica que, en mayor o menor medida, todos sufrimos: el hombre es un ser racional limitado por sus convicciones. Pero también es, como bien sabe Borrell, un subproducto de las carencias de nuestra ciudadanía en el área de la Cultura de Defensa.

Donde falta la cultura florecen, como pobres alternativas, los mitos, los eslóganes y los prejuicios. Como la mayoría no sabemos gran cosa de medicina o dietética, las redes sociales nos ilusionan con recetas milagrosas para curar nuestras enfermedades de forma natural, o regímenes mágicos que nos harán adelgazar sin sacrificio ni riesgo para la salud. Si ocurre esto con nuestro propio cuerpo –con el que, a gusto o no, tenemos que pactar unas ciertas normas de convivencia– ¿qué no pasará en otras áreas más alejadas de nuestros intereses directos? ¿Qué no pasará, por centrarnos en el tema que nos preocupa a Borrell y a mí, con algo tan ajeno a nuestras inquietudes diarias como la defensa nacional o la de Europa?

Donetsk (Ucrania), arrasada por un ataque

Lo que sabemos –o creemos saber– sobre la defensa está dominado por prejuicios, que crecen como las malas hierbas y ahogan cualquier prometedor brote de pensamiento racional. ¿Un ejemplo? A lo largo de mi carrera, he tenido que oír a algunos la advertencia de que «el que a hierro mata a hierro muere». Literalmente, no es verdad. Gandhi, el apóstol de la no violencia, fue asesinado a tiros. En contraste, muchos de los más grandes soldados españoles, como el Gran Capitán, don Juan de Austria y don Álvaro de Bazán, murieron en sus camas. Lo mismo ocurre con las naciones. Ucrania, que había entregado a Rusia voluntariamente las armas nucleares heredadas de la Unión Soviética, ha sido invadida reiteradas veces desde 2014 porque no estaba preparada para defenderse. Su agresora, la Federación Rusa, que de la mano de Putin combate en guerra tras guerra desde 2008, se siente segura detrás de su arsenal nuclear.

Quizá sea el ascendiente moral que le da su origen evangélico –Mateo 26:52– la razón por la que una observación de naturaleza ética, destinada a formar nuestras conciencias, se ha convertido en una línea de acción política viable para muchos españoles, buena parte de ellos ni siquiera creyentes. Aún peor, parte de nuestra sociedad ha dado la vuelta a la expresión para defender una tesis que, históricamente, no se sostiene: que si nosotros no hacemos mal a nadie, nadie nos lo hará a nosotros. Por eso, cuando somos atacados –como ocurre estos días en el mar Rojo– nos resulta más fácil preguntarnos en qué hemos ofendido a los hutíes del Yemen que culpar a quienes lanzan los misiles contra los marinos que, sin vocación militar alguna, se ven obligados a jugarse la vida para traernos los productos que necesitamos.

Hay, es cierto, una creciente afición a los asuntos militares –El Debate es una buena prueba de ello–, pero subsiste la misma incomprensión de siempre sobre lo que verdaderamente importa: el papel de la fuerza

Gigantes o molinos

El caso es que, entre unos eslóganes y los contrarios –es obvio que tampoco basta con preparar la guerra para estar seguros– la cultura de defensa apenas crece en nuestra sociedad. Hay, es cierto, una creciente afición a los asuntos militares –El Debate es una buena prueba de ello–, pero subsiste la misma incomprensión de siempre sobre lo que verdaderamente importa: el papel de la fuerza, o de la amenaza del uso de la fuerza, en las relaciones entre las naciones.

Los argumentos racionales –que los hay– rara vez consiguen abrirse camino entre prejuicios que, al menos desde mi perspectiva de militar retirado, retumban como vociferantes gigantes que –puestos a dejar volar la imaginación– agitan sus largos brazos para raptar a nuestra Cultura de Defensa, no menos frágil que las doncellas con las que solían conformarse en los tiempos en que Cervantes escribió el Quijote.

Es probable que, para muchos lectores de buena fe, lo que para mí son gigantes no sean más que molinos movidos por el viento. Después de todo, por cada don Quijote hay otro Sancho Panza. Pero, como llevo luchando contra los prejuicios a brazo partido desde hace ya algunos años, en esta ocasión me encuentro mucho más cerca del caballero.

Si El Debate me da la oportunidad de seguir desenmascarando nuestros prejuicios con relación a la Cultura de Defensa, daré continuidad a este artículo en mejor ocasión. Mientras, me gustaría volver a citar al manco de Lepanto que, en la segunda parte del Quijote, hacía decir a Sancho Panza: «Cada uno meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aún peor muchas veces».

Si el lector sigue el consejo de Sancho y siente que, al menos en ocasiones, no está a la altura de lo que Dios –o Darwin, si no es creyente– esperaría de él, sabrá que tengo razón. Si, por el contrario, tras mirarse con honestidad en el espejo de sí mismo, sigue pensando que el hombre es bueno por naturaleza, ponga la otra mejilla. Pero no solo a Rusia, o solo a Irán. Póngala también a Ucrania, a Israel o a la propia OTAN. Sería una emocionante demostración de coherencia aunque, como en esta materia soy bastante pesimista, creo poder adelantarle que, si así lo hace…, le van a partir la cara.