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Vista de los alrededores del lugar de los hechos, en Castro Urdiales (Cantabria)EFE

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El niño asesino confeso de su madre en Castro Urdiales denunció en el instituto hace dos años que los maltrataba

El menor habla de insultos, faltas de respeto y malos tratos psicológicos: «Eres basura. Una mierda». También de palizas a él y a su hermano

Todo crimen tiene un contexto, un entorno familiar. Contexto no es sinónimo de justificación, pero el ambiente sí ofrece datos que ayudan a entender en qué circunstancias ocurrieron los hechos y sus razones. En el crimen de Silvia, la declaración del menor de 15 años ha desvelado un entorno diario aparentemente terrorífico.

Los dos menores fueron adoptados en Rusia cuando tenían 4 y 2 años. Su vida hasta entonces fue un verdadero infierno. Silvia y su esposo los trajeron a España. Según Diego (nombre ficticio), el menor de 15 años, el ambiente que se vivía en el domicilio era irrespirable. Madre y padre les pegaban, más veces y más fuerte Silvia. También, siempre según su declaración, les maltrataban psicológicamente con frases o expresiones como «no vales nada», «si lo sé no te adopto», «eres una mierda», «una basura», etc.

Ellos denuncian que les tenían aislados socialmente: no les dejaban tener amigos, ni salir con ellos. Solo podían tener una hora de extraescolar de inglés. En cuanto a los golpes, Diego relata episodios de cómo su madre les obligaba a estirar los brazos hacia delante y les golpeaba con dureza con una zapatilla. Todo en piel viva. No paraba hasta que se les inflamaban. Los amigos del instituto ratifican que Diego llegaba con moretones y que él explicaba que se los hacía su madre.

Silvia LópezFacebook Silvia López

Hace dos años, Diego denunció a sus padres en el colegio Menéndez Pelayo al que asistía. Le contó a su tutor todas las tropelías que sufrían y que les pegaban en casa. El profesor, quizá no le creyó, porque en vez de denunciarlo llamó a los padres y les contó que su hijo les acusaba. Diego cuenta que ellos esta vez no le pegaron, probablemente para que no le viesen marcas, pero que le echaron una gran bronca.

Nadie dijo nada. Nadie les ayudó ni acudió a la Guardia Civil a denunciarlo. Los golpes que denuncia el menor quedaron escondidos en un manto de silencio. Uno de los profesores del colegio ha comentado de forma espontánea: «Esto se veía venir. Sabíamos que iba a explotar por algún lado».

La alcaldesa de Castro Urdiales, Susana Herrán, este juevesEFE

El día del crimen, siempre según la versión de Diego, él y su hermano llegaron a casa. Él había tenido un suspenso en una signatura. Silvia le empezó a chillar: «¡Eres un inútil! ¡No sirves para nada! ¡Estúpido!» y otros descalificativos. Él llevó a su hermano a clases de inglés y cuando regresaron la madre estaba más violenta, asegura. Eran las 17.30.

En el hospital Diego explica a los médicos que nada más entrar, en la cocina, Silvia le agarró por el cuello con mucha fuerza y le estampó contra la nevera. Le hacía daño. Su hermano trató de ayudarle y desestabilizó a la madre, que cayó al suelo. Mientras ella se levantaba enfurecida, Diego cogió un cuchillo de un portacuchillos de madera que estaba en la encimera.

Forcejeó con la madre que se había incorporado y le dio una cuchillada en la parte posterior del cuello. Luego, dice que por rabia y sin saber que había fallecido ya, le dio una veintena más. Ella se desplomó muerta en el suelo. No hubo ni más puñaladas ni golpes. Como sangraba mucho le pusieron varias bolsas de basura en la cabeza. Así evitaban que se manchara el suelo. No fue porque les diese pena o miedo verle la cara.

La alcaldesa de Castro Urdiales (c) durante el minuto de silencio en el ayuntamiento de la localidadEFE

También la desnudaron para limpiar con su ropa el suelo. Como vieron que era imposible, cogieron un cubo y una fregona y trataron de limpiarlo todo. El cuchillo lo lavaron y lo metieron de nuevo en el portacuchillos. Después, para transportarla mejor, la ataron de pies y manos. La bajaron dos pisos hasta el garaje. La agarraban uno por cada extremo.

Introdujeron su cuerpo en el asiento de atrás. Y se montaron en el coche. Querían deshacerse del cuerpo, según han confesado, pero ninguno de los dos sabía conducir. Lógicamente, se empotraron. El coche lo han encontrado abollado y el golpe coincide con el testimonio.

Caminaron por el pueblo

Los dos regresaron a la casa. Vaciaron una mochila del colegio y metieron dinero, el móvil de la madre (ellos no tenían), algo de comida y ropa. Lo siguiente fue irse a caminar por el pueblo. Hay testigos que dicen que les vieron en un bar tomando un ColaCao.

En estas que el teléfono de la madre empezó a sonar. Era la abuela, la madre de su madre. Fue tan insistente que al final descolgaron la llamada: «Abuela, a mamá y a nosotros nos han secuestrado. Llama a la Policía», dijeron antes de colgar.

La mujer, aterrorizada se lo contó a su marido y al esposo de la víctima que estaba trabajando. Los tres acudieron al cuartel y presentaron denuncia. Lo siguiente fue que les acompañaron a casa para tratar de recabar pistas.

Nada más entrar se encontraron restos de sangre en el suelo de la cocina. Habían limpiado, pero de mala manera. Tenían más prisa por huir que no por dejar pruebas. Aquel escenario provocó que se llevase a cabo una operación jaula. Es decir, que se cerrasen las salidas de la ciudad y se buscase coche a coche si alguien trataba de llevarse a los menores.

Operación jaula

Los investigadores de la Policía Judicial de Cantabria, acostumbrados a sospechar, ya debían preguntarse algo: ¿qué secuestrador deja que dos menores hablen libremente por el móvil? Cuando bajaron al garaje y encontraron el cadáver desnudo de la mujer, atado de pies y manos, con bolsas en la cabeza y una cuchillada, no dudaron más.

Los abuelos trataron de colaborar al máximo para la detención de sus nietos rusos adoptados. Según cuenta su entorno, fueron ellos los que señalaron que podían estar escondidos en un antiguo refugio, también un antiguo nido de ametralladoras anticontrabando. Se trata de un búnker que está al borde el mar en la punta de Cotilino. Ellos les llevaban allí mucho cuando eran más pequeños.

Los agentes llegaron hasta allí y les pillaron. Uno de ellos, el de 13 años, huyó. Al otro le echaron el guante. El pequeño se escondió en el bosque, pero le acabaron poniendo las esposas poco después. Los dos han confesado los hechos. El menor podía haber dicho que él dio las puñaladas y el mayor echarle la culpa, porque el de 13 es inimputable, pero ambos han decidido contar la verdad y confesar algo horrible: el asesinato de su madre.