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Ilustración del líder de los socialistas catalanes, Salvador IllaPaula Andrade

El perfil

Illa, el jefe de pista catalán del circo socialista

Este estudioso hijo del dueño de una pequeña fábrica textil y mayor de tres hermanos había sido alcalde de su pueblo y director de Infraestructuras de Justicia del Gobierno de Montilla, hasta que quedó en paro tras ser cesado por los sobrecostes en algunos de sus proyectos estrella

A Salvador Illa Roca (La Roca del Vallès, 57 años) su historial de desaciertos le precede. De no saber contar los muertos de la pandemia a, pese a ganar las elecciones en Cataluña, terminar, por imperativo del jefe Sánchez, de tiralevitas parlamentario del separatismo. Y ya para redondear una biografía de premio Guiness, ha sido puesto bajo la lupa judicial por los contratos de material sanitario que adjudicó su Ministerio a las empresas de la trama de Koldo. Hasta 3.000 millones de euros a dedo para la adquisición de mascarillas, vacunas o guantes, que ha sido llevado a la fiscalía por el PP.

No le falta de nada: su gestión de compras ha servido de boomerang para su partido, puesto que fue su Departamento, y no la Comunidad de Madrid, el que negoció con la empresa en la que trabajaba el novio de la líder madrileña. Salvador pone un circo y le crecen los enanos políticos. La última pista de ese circo la ha abierto Pere Aragonès anticipando las elecciones catalanas, pillándole al exministro con el pie cambiado sobre la lava del volcán de la corrupción de las mascarillas. Dice que no le afectará, pero en el PSC no lo tienen tan claro: su líder pasó la mañana del jueves de elogiar los presupuestos de ERC, que luego tumbaría Ada Colau, a alegar por la tarde que la disolución del Parlament era lo mejor que podía pasar. «Estoy preparado», enfatizó.

Este estudioso hijo del dueño de una pequeña fábrica textil y mayor de tres hermanos había sido alcalde de su pueblo y director de Infraestructuras de Justicia del Gobierno de Montilla, hasta que quedó en paro tras ser cesado por los sobrecostes en algunos de sus proyectos estrella. Así que, como ha contado El Debate, y ante el páramo de la crisis de 2008, le contrataron en una productora de dibujos animados (labor muy conectada con sus competencias como filósofo). Dicho y hecho: la ministra de Cultura de Zapatero, Ángeles González-Sinde, inyectó a la compañía 422.000 euros en subvenciones. En cuanto el bueno de Salvador abandonó la empresa, la productora dejó de recibir dinero público. Este fin de semana Zapatero e Illa han estado juntos en la presentación de la candidatura del exministro y habrán tenido ocasión de recordar esos tiempos de vino y rosas que terminaron en la ruina de España y la amenaza de una intervención de los hombres de negro en 2010.

En 2020 fue mandado a vegetar al Ministerio de Sanidad por Pedro Sánchez. Un curso gratis de liderazgo para después, solo un año después, pasar a ser candidato en Cataluña, cartel en el que repetirá en las inesperadas elecciones autonómicas del próximo 12 de mayo, una semana después de que cumpla 58 años. De Sanidad no sabía ni media palabra –se licenció en Filosofía y culminó un máster en el IESE– pero era ya una vieja costumbre que la Cartera sanitaria recayera en un socialista catalán: Ernest Lluch, asesinado por ETA, fue el caso más célebre. Sanidad era una «maría», habida cuenta de que todas las competencias habían sido transferidas a las Comunidades, pero lo que iba a ser un cargo menor se convirtió en nuclear en la legislatura, desde el que Salvador tuvo que luchar contra una pandemia mundial.

Illa pasó del «no hacen falta» las mascarillas al «son obligatorias»; colocó al doctor Simón de coordinador de pandemias, que fue una calamidad; nunca dio explicaciones sobre la abultada diferencia entre el número de muertes por coronavirus reconocidas por la Moncloa y las que contabilizaba el INE; nos vendió un comité de expertos fantasma; y finalmente la Justicia abrió diligencias porque compró mascarillas para los sanitarios que eran defectuosas y que no impidieron los contagios en sus puestos de trabajo. Perdió impávido valiosas semanas hasta adoptar las medidas contra la epidemia y, desafortunadamente, autorizó la imprudente manifestación feminista del 8 de marzo y colocó a España en el tercer puesto de los países con más fallecidos por millón de habitantes, según la OMS. En la segunda ola se escaqueó de sus responsabilidades y se escondió detrás de la cogobernanza, que no era otra cosa que endosarle el marrón a las Autonomías y perseguir especialmente a la madrileña Ayuso.

Illa, que llevaba viviendo de la política desde los 21 años cuando fue elegido alcalde de su pueblo, se encontró con un imprevisto que trastocaba su soñada labor de embajador con el separatismo catalán. De buen talante, educado, sereno y con pinta de gentleman, demostró que una crisis sanitaria no estaba hecha para él. En las Navidades de 2020, cuando pilotaba sin tino la galerna del Covid, puso cara de filósofo despistado, se marchó a Barcelona y se comprometió a que, en las elecciones catalanas del 14 de febrero del año siguiente, el PSC no apoyaría a los independentistas. Justo lo contrario de lo que hizo.

Con estas credenciales, el efecto Illa fue menor de lo esperado, aunque ganó los comicios en votos, amarga victoria que solo le dio para una cosa: sucumbir al chantaje separatista. Un día, Salvador Illa cogió los votos constitucionalistas que recibió en 2021 y se los dio a ERC para aprobar la liquidación del castellano en las aulas catalanas. Desprovisto ya de cualquier atisbo de responsabilidad constitucional, Illa llegó a plantear una consulta en Cataluña, camuflada de referéndum constitucional, para legalizar por la vía de los hechos el «derecho a decidir de los catalanes». Rechazó la amnistía y terminó defendiéndola como su mejor fan. En sus manos ha encomendado Sánchez su propio futuro en la Moncloa y el mito de la reconciliación en Cataluña, viendo en él su Salvador. Mucho arroz para Illa, al que la justicia acecha.