El perfil
Sánchez, el último melodrama del César
Le faltaban pocas instituciones a las que dañar, y ha acabado por deteriorar la que él encarna
Pedro Sánchez Pérez-Castejón (Madrid, 1972) corre en una escapada eterna. Pero en esta ocasión quizá haya perdido el control. Ha colapsado porque la prensa libre y los jueces no capitulan de sus poderes constitucionales para rendirse a su Liderazgo ecuménico. Ahogado por los líos de sus socios parlamentarios y de su socia conyugal, había llegado al límite y ya solo le quedaba huir hacia adelante: erigirse en enamorado faro de la democracia, reclamar una plaza de Oriente que le ruegue que se quede y dividir definitivamente a España. Le faltaban pocas instituciones a las que dañar, y ha acabado por deteriorar la que él encarna.
Quien pierde todas las elecciones y gana plebiscitos, ha lanzado uno último –el más populista y divisorio– en busca de un aclamatorio cierre de filas. Aquel Pedro que en el comité federal de octubre de 2016 salió por la ventana en el postrero intento del PSOE por evitar la pulsión cainita, convocó ayer otra federal socialista, que a falta de poder se mueve por impulsos estabulares, para convertirla en una romería que rogara a su pastor que no los abandone.
Un agonista como él necesita hasta del último aliento de sus palafreneros para sentirse bien, requiere atizar el enfrentamiento entre españoles para reivindicarse como la encarnación misma de la democracia contra el fascismo. Por eso, María Jesús Montero, la presidenta en funciones de los cinco días que paralizaron España, portaba ayer con orgullo el espíritu de Su Excelencia por los pasillos de Ferraz, donde se levanta la iglesia sanchista, huérfana hasta mañana. «Te queremos, merece la pena que ganen los buenos», afirmó la vicepresidenta a gritos en otra carta de amor nerudiana.
El escapista que en el comité federal de hace ocho años fue defenestrado por el PSOE institucional que apoyó la investidura de Mariano Rajoy, protagoniza desde hace tres días un cambio de guion, como todos los que ha firmado desde que, escondido tras una cortina de tahúr del Misisipi, colocó una urna para salvar su cuello. Aquellos ojos vidriosos de venganza los replicó el pasado miércoles en el Congreso mientras pergeñaba la epístola adolescente con la que anunciaba que se retiraba a reflexionar y se declaraba devoto esposo, sin que haya aclarado si esa devoción le llevó a subvencionar empresas que apoyaba con su rúbrica la mujer de sus devociones.
La decisión del presidente
El PSOE escenifica una batalla épica contrarreloj para convencer a Sánchez
Odia tanto, que ha decidido tomarse cinco días de descanso y que los demás odien por él. Primero, odió a los madrileños, porque nunca le eligieron diputado al Congreso e hizo falta que saltara la lista para que se sentara en la Carrera de San Jerónimo; luego odió a Javier Fernández y a los barones que lo defenestraron por no querer abstenerse en la investidura de Rajoy para que los españoles tuvieran gobierno; antes odió a sus profesores, que siempre lo consideraron un maula, a los que coló un doctorado plagiado del trabajo de unos funcionarios del Ministerio de Industria; también a los empresarios «del puro» que decía que se burlaban de él cuando era candidato; siempre a la Iglesia y a los creyentes de la fe católica, mayoría en España; ahora más que nunca a los periodistas y jueces independientes que osan informar o abrir diligencias contra su mujer; y, finalmente, odia a todos los españoles que no tragan con lo que está haciendo con su país. Para ellos ha construido un muro robusto, donde se leerá la pintada «yo desenterré a Franco», que será parte de su legado si mañana se va.
Su carrera política comienza en 2004 como anodino concejal madrileño, para, diez años después, suceder inopinadamente a Pérez Rubalcaba como secretario general del PSOE. Es el mayor de dos hermanos varones de una acomodada familia muy vinculada al PSOE (su padre ocupó un cargo cultural con Felipe González), fue alumno del Ramiro de Maeztu, en cuyo equipo de baloncesto, el Estudiantes, jugó, y ha tenido una vida fácil, alejada de cualquier apuro económico, y, sin embargo, rezuma un resentimiento inextinguible y una ambición inabarcable.
Por su ambición, fue liberal contra Madina y frentepopulista contra Susana Díaz. Plurinacional para amnistiar a los separatistas y blanquear a Otegi y patriota para la foto de campaña en 2019 con Begoña delante de una gran bandera española. Legalista para echar a Carmen Montón por plagiar y a Máximo Huerta por sus problemas con el fisco y tramposo para copiar su tesis de la de un subordinado y tapar que su hermano paga impuestos en la vecina Portugal para no ser saqueado por su confiscatoria Agencia Tributaria. Tiró de huesos de Franco y de feminismo, como si le importaran ambas cosas, solo para poder llamar franquista a Vox y machista al PP.
Tan escapista es, que cuando le echan de Ferraz y entrega su acta de diputado, toma un peugeot 407 matriculado en 2005, (que cambia cuando los medios no le ven por un coche de alta gama) para recorrer España en un proceso «de escucha». Dijo que iba a escuchar a los militantes y terminó engañándolos de nuevo y resucitando de entre los muertos. Alguien le recomendó a Rubalcaba que lo echara del partido y el socialista fallecido contestó que «no había problema, porque fuera del Congreso de los Diputados no había vida». El autor del exitoso remoquete del «Gobierno Frankenstein», del que Sánchez va por la tercera edición, se equivocó estrepitosamente: trató al personaje como un político íntegro, un hombre con escrúpulos, y no había tal. Sánchez no los tiene y aquel muerto que pronosticaba Rubalcaba resultó que estaba muy vivo. Y aunque abocado al olvido, aprovechó la radicalización de las bases del PSOE que había iniciado Zapatero para hacerse de nuevo con el poder.
Hoy su perfil afilado y nervudo ha llegado al límite; hasta el Almodóvar de los paraísos fiscales y terrenales ha llorado por él. Sus acólitos, periodistas del régimen incluidos, saben que los complejos y el rencor mueven montañas. Por eso claman para que no se vaya –les va la pitanza en ello–, y hacen rogativas para que aplace por unos años su condición de expresidente menos querido de la historia de España.