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Ilustración del líder de los socialistas catalanes, Salvador Illa

Ilustración del líder de los socialistas catalanes, Salvador IllaPaula Andrade

El perfil

Salvador Illa, la mascarilla de Sánchez

Casado y con dos hijas, estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona, y ya con 21 años fue elegido concejal de su pueblo y, desde entonces, vive de las arcas públicas

Josep Lluis Trapero, mayor de los Mossos, se salvó inesperadamente de una condena de la Audiencia Nacional por su participación en el 1 de octubre de 2017, pero fue claro su connivente actuación con el golpe separatista, impidiendo el trabajo de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y desoyendo las órdenes judiciales que le mandataban evitar la instalación de las urnas. Pues este amigo de Artur Mas y Pilar Rahola, con los que compartía veladas musicales, inopinadamente ha encontrado empleo siete años después. Y no se lo ofrecen los partidos secesionistas; su empleador no es otro que el candidato de un partido aparentemente constitucionalista, el PSC, que hoy podría ser el ganador de los comicios catalanes. Salvador Illa Roca (La Roca del Vallès, Barcelona, 57 años) ya ha hecho su primer fichaje. Lo que no sabemos es si podrá consumarlo.

El que fuera ministro de la Covid ha pasado de decir que con el independentismo nada de nada, a contratar preventivamente a un elemento clave de aquella ilegalidad y ya no esconde que si es necesario, se aliará con el diablo Puigdemont para ser presidente de la Generalitat. Pero sabe también que para que su jefe siga durmiendo en La Moncloa él va a tener que ver rodar su cabeza porque el fugado ya va diciendo por ahí que con haber apoyado la investidura de Pedro ya tiene suficiente. No repetirá con Salvador. Así que al previsible vencedor de las elecciones de hoy podría quedársele la misma cara que en 2021 cuando siendo el primero de la clase en votos –aunque empató a 33 escaños con Aragonès– vio cómo Junts y ERC se unieron para mandarlo a la oposición, donde ha sido el correveidile del separatismo.

Con un tono monocorde que saca de quicio a sus rivales constitucionalistas, que conocen bien que detrás de sus buenas formas y su fama de negociador hay una inconfesable impostura criptonacionalista, repite continuamente que hay que superar el procés y solucionar los problemas de los catalanes. Justo lo contrario de lo que ha hecho su secretario general que, con la amnistía, ha dado carta de naturaleza al desafío independentista. O él mismo. Un día, Salvador Illa cogió los votos constitucionalistas que recibió en 2021 y se los dio a ERC para aprobar la liquidación del castellano en las aulas catalanas. Desprovisto ya de cualquier atisbo de responsabilidad constitucional, Illa llegó a plantear una consulta en Cataluña, camuflada de referéndum constitucional, para legalizar por la vía de los hechos el «derecho a decidir de los catalanes».

Casado y con dos hijas, estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona, y ya con 21 años fue elegido concejal de su pueblo y, desde entonces, vive de las arcas públicas. Su historial de desaciertos le precede. De no saber contar los muertos de la pandemia a haber sido puesto bajo la lupa judicial por los contratos de material sanitario que adjudicó su Ministerio a las empresas de la trama de Koldo. Hasta 3.000 millones de euros a dedo para la adquisición de mascarillas, vacunas o guantes, que ha sido llevado a la fiscalía por el PP.

Este estudioso hijo del dueño de una pequeña fábrica textil y mayor de tres hermanos había sido alcalde de su pueblo y director de Infraestructuras de Justicia del Gobierno de Montilla, hasta que quedó en paro tras ser cesado por los sobrecostes en algunos de sus proyectos estrella. Así que, como ha contado El Debate, y ante el páramo de la crisis de 2008, le contrataron en una productora de dibujos animados (labor muy conectada con sus competencias como filósofo). Dicho y hecho: la ministra de Cultura de Zapatero, Ángeles González-Sinde, inyectó a la compañía 422.000 euros en subvenciones. En cuanto el bueno de Salvador abandonó la empresa, la productora dejó de recibir dinero público.

En 2020 fue mandado a vegetar al Ministerio de Sanidad por Pedro Sánchez. Pasó del «no hacen falta» las mascarillas al «son obligatorias»; colocó al doctor Simón de coordinador de pandemias, que fue una calamidad; nunca dio explicaciones sobre la abultada diferencia entre el número de muertes por coronavirus reconocidas por Moncloa y las que contabilizaba el INE; nos vendió un comité de expertos fantasma; y finalmente la Justicia abrió diligencias porque compró mascarillas para los sanitarios que eran defectuosas y que no impidieron los contagios en sus puestos de trabajo. Perdió impávido valiosas semanas hasta adoptar las medidas contra la epidemia y, desafortunadamente, autorizó la imprudente manifestación feminista del 8 de marzo y colocó a España en el tercer puesto de los países con más fallecidos por millón de habitantes, según la OMS.

Nadie duda de que Illa, la mascarilla de Sánchez, será sacrificado en el altar del progresismo si el Sumo Sacerdote tiene que elegir, a partir de hoy y por culpa de los vetos cruzados, entre él y los indepes, dueños de su supervivencia.

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