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06 de septiembre de 2024

Dani Carvajal ilustración

Ilustración de Dani Carvajal

El perfil

Dani Carvajal y el delito de lesa sanchidad

A un activista trasnochado como Sánchez nada le podía molestar más que la indiferencia de un grupo de muchachos que se envuelven en la bandera porque se sienten felices de formar parte de esa maravillosa nación que es España

Daniel Carvajal Ramos (Leganés, 32 años) escribió este tuit a su padre, que había escoltado como policía a caballo el autobús descapotable del Real Madrid cuando celebraba la decimoquinta Champions a la que su hijo contribuyó con un primer gol en Wembley: «Gracias, papá, por ser el mejor y por enseñarme el verdadero significado del amor incondicional, el valor del esfuerzo y del sacrificio». A este hijo agradecido y jugador increíblemente competitivo le ha caído la del pulpo por cometer un grave delito tipificado en cualquier dictadura que se precie: mirar con desdén al Líder Supremo o, peor que eso, incurrir en el agravante de ni siquiera cruzar una mirada con Él.

A diferencia de españoles de acrisoladas virtudes para el socialismo como Arnaldo Otegi, Carles Puigdemont u Oriol Junqueras, el régimen dedica todos sus esfuerzos a pasar el escáner de buen ciudadano a todos los demás, sospechosos de no rendir la debida pleitesía al marido de una imputada. La lista de deportados al otro lado del muro ha sido últimamente engrosada, por méritos propios, por Nacho Cano y Dani Carvajal. Pero con el defensa del Real Madrid y de la selección deberían ser condenados la mayor parte de los jugadores del equipo campeón de la Eurocopa que protagonizó un gélido encuentro con el presidente. Solo que incluir a Nico Williams entre los autores del desaire sería impugnar el relato de la España diversa e interracial. Así que la cacería se concentra ahora en «Carva», como le llaman sus amigos: blanco, español orgulloso, heterosexual, hijo de un policía y defensor acérrimo de sus principios.

Cuando Zapatero no se levantó al paso de la bandera americana, a los progres les pareció el paradigma de la valentía. Ahora bien, que los héroes de Berlín no se hayan dejado reutilizar como táper de supermercado por el Gobierno es imperdonable. En Moncloa creyeron que Dani y sus compañeros eran de usar y tirar. A Pedro no le gustó que gritaran Gibraltar español y no llamaran genocida a Netanyahu, ni que el futbolista de la barba no besara los nudillos del presidente, ni que no cambiaran la camiseta del equipo nacional por una morada feminista o verde ecologista o que no se hayan tatuado la foto de Begoña a la altura del corazón. Ni cualquier otro mínimo gesto que hubiera suavizado el encuentro.

Aun así y aunque para Sánchez apestara el equipo a naftalina rubialista por no secundar la hiperbólica reacción al inadecuado beso a Jenni Hermoso, aunque no les perdonara que no le recibieran en el vestuario y huyeran de una imagen con él como gato escaldado del agua fría, su olímpica vanidad no podía dejar pasar la oportunidad de instrumentalizar la gesta colocando a los héroes de atrezo, para darles después la espalda y la turra con los consabidos lugares comunes. Solo tenían que sonreír solícitos ante la oportunidad histórica de estar cerca del luchador global contra el fascismo y marcharse con viento fresco.

Pero no salió bien. A un activista trasnochado como Sánchez nada le podía molestar más que la indiferencia de un grupo de muchachos que se envuelven en la bandera porque se sienten felices de formar parte de esa maravillosa nación que es España ni saben de plurinacionalidades y que se expresan en la lengua de todos –hasta Nico Williams, estrella en el San Mamés, confesó sin complejos que conoce «cero» de euskera–. Era demasiado, sobre todo cuando esos mismos futbolistas, adorados en Europa, protagonizaron antes una instantánea para la posteridad, ejemplo del mejor fotoperiodismo, bromeando con el Rey Felipe con la cuarta copa recién conquistada. Esa empatía, ese buen rollo, ese reconocimiento se gana. Y Su Sanchidad no supo medir las consecuencias de su desdén cuando la selección se vio señalada en los líos de sus directivos.

Resulta que el lateral derecho que empezó en el Lemans de Leganés, y que ingresó con diez años en la cantera del Real Madrid y se forjó como jugador en la Alemania en la que trabajaron nuestros padres y abuelos no le debe nada al presidente; está por méritos propios en el olimpo sin que ningún dios de pacotilla, hoy en horas bajas, le haya tendido la mano. Padre de dos niños, Martín y Mauro, e internacional desde hace diez años con su primer seleccionador, Vicente del Bosque, a Carvajal tanto le da lo que de él pueda decir la trompetería mediática del Gobierno, que ya le busca sociedades mercantiles ocultas o si robó algún lapicero a un compañero del cole para colocarlo en portada.

Su mejor antídoto contra la guerra cultural de la izquierda y las insidias que le dedica es ese abrazo emocionante, mojado en lágrimas, en el que se fundió con Lamine Yamal, un madridista y un culé, cuando Dani marcó un gol a Croacia tras un pase del extremo del Barça. En la lógica divisiva del sanchismo, era un jugador de ultraderecha unido al hijo de color de la inmigración. Imperdonable.

Mientras «Carva» espera nuevos episodios de la campaña que le aguarda, los pensionados del sanchismo ya le han sometido al fachómetro para dictaminar que es «simpatizante de Vox y amigo personal de Santi Abascal». Antes, lo vincularon a episodios sexuales en el Mundial de Moscú de 2018, desmentidos y denunciados por él, y le llamaron machista por pedir respeto a la presunción de inocencia de Rubiales en el desafortunado beso a la internacional femenina. Todo en orden, pues. Cualquier calumnia es buena contra el que osa poner pie en pared contra la dictadura ideológica del buen progre.

Su amigo Morata le presentó como un «jabalí» en la celebración de Cibeles. Él salió al escenario no con una pancarta a favor de la okupación, ni contra el cambio climático, ni con una camiseta del Che, lo hizo con una bandera de España atada a la cintura. No hay más preguntas, señoría.

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