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Pedro Sánchez con el fiscal general del Estado, Álvaro García OrtizEFE

El perfil

García Ortiz, un Tezanos, un amigo, un siervo

No ha escondido sus simpatías políticas, puesto que participó sin ningún tipo de sonrojo en actos del PSOE en la precampaña gallega de 2020

Álvaro García Ortiz (Lumbrales, Salamanca, 1967) podría ser el mejor fiscal general del Estado de Burundi: imputado por el Supremo por revelación de secretos, rechazado por la cúpula de la carrera fiscal, emponzoñado por desvelar información confidencial sobre la situación legal de un particular cuyo pecado es ser pareja de una enemiga política del Gobierno y responsable de que el fiscal del caso Begoña haya tenido que echar medias suelas a sus zapatos de tanto ir al juzgado de instrucción número 41 a hostigar al juez Peinado para que no empure a la mujer del presidente. Hasta el juez tuvo que afear a la Fiscalía «la celeridad nunca conocida» para interponer un recurso que cerrara el caso. Ni Usain Bolt hace tres lustros en Nueva York. Por eso, en Burundi se lo rifarían. Aquí, es el titular del Ministerio Público, llegado al cargo por ser amigo de la exfiscal, Dolores Delgado, a la que –jamás pensé que llegaría a decir esto– ¡ha hecho buena!

Cuando la mujer del simpar Baltasar Garzón –que llamaba a declarar a Bárcenas en plena campaña a las gallegas y vascas de 2019 y no pasaba nada– llegó a la Fiscalía General del Estado, directamente teletransportada por Pedro Sánchez de su sillón de ministra de Justicia, nombró a un leal apagafuegos que jamás le falló: Álvaro. Por eso, Delgado no tardó en ascenderle a la primera categoría de la carrera como fiscal-jefe de la Secretaría Técnica, el gabinete encargado de evaluar las diligencias de investigación penal de todas las fiscalías. Desde allí, el camino natural del que podía ser mejor fiscal de Burundi era ocupar el Ministerio Público de España: en 2022 se cumplió su sueño. Pedro Sánchez supo ver en él sus dotes para entregarse al poder y acertó: desde entonces compite con Félix Tezanos en servir al sanchismo.

Uno de sus últimos servicios a la causa fue pedir el archivo a la velocidad del rayo de la investigación penal contra la esposa del presidente del Gobierno por presuntos delitos de tráfico de influencias y corrupción en el sector privado. Hasta el instructor Peinado tuvo que apercibir públicamente al Ministerio Público por las constantes visitas a su juzgado: desde la Moncloa estaban preocupados por las diligencias y Álvaro puso en guardia a su subordinado de obediencia debida. Pero esta hoja de servicios, incompatible con los valores de independencia que prometió defender, comienza cuando García Ortiz hizo cambiar de criterio al fiscal-jefe de la Audiencia Nacional que antes de las elecciones había dado por bueno un informe del Ministerio Público que calificaba como terrorismo la actuación del brazo armado separatista Tsunami –por el que está imputado Puigdemont, el casero de Sánchez–. La razón estaba en Waterloo: una de las exigencias que había puesto el forajido para prestar sus siete votos en el Congreso es que Sánchez concediera la amnistía a los miembros de Tsunami y de los CDR. Así que el Ministerio Público descartó el delito. Misión cumplida.

Curiosamente ese fiscal jefe de la Audiencia –Jesús Alonso– de criterio tan volátil, es el mismo que en 2017 recibió otra instrucción de García Ortiz, cuando llevaba el gabinete de Delgado, para que, de forma precipitada, diera por prescrita la causa donde se investigaba a miembros de ETA por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Fue la avanzadilla de las muchas contribuciones al sanchismo que estaban por llegar y que allanaban a García Ortiz el camino para alcanzar la cúspide fiscal. «¿La fiscalía de quién depende? Pues eso», como contestó el presidente en funciones en 2019 a mi compañero Íñigo Alfonso cuando le interrogó por cómo iba a traer al cabecilla del golpe institucional para ser imputado. Luego, de lo dicho, nada.

Licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid, el titular del Ministerio Público estuvo destinado en Menorca y, ya a comienzos de este milenio se trasladó a Santiago de Compostela, donde el salmantino se labró una fama de profesional afable, riguroso y buen caricaturista, como recuerdan con humor sus compañeros. Fue delegado de Medio Ambiente e incendios forestales en Galicia, Comunidad donde asumió el sumario del Prestige, en el que quiso señalar a todo el PP. Después, protagonizó otra controvertida intervención en el caso Stampa, nombre del fiscal anticorrupción que no fue renovado en su puesto y no pudo continuar al frente de la investigación del escándalo Villarejo, el viejo amigo de Lola Delgado. Ese movimiento le granjeó el odio eterno de Pablo Iglesias.

En su etapa gallega, protagonizó sonoros pulsos con el entonces presidente de la Xunta, Alberto Núñez-Feijóo, a cuenta de las tramas de incendiarios, que el actual jefe de la fiscalía siempre negó. Además, no ha escondido sus simpatías políticas, puesto que participó sin ningún tipo de sonrojo en actos del PSOE en la precampaña gallega de 2020. Esa adscripción partidista a buen seguro le sumó muchos enteros para, al correr el tiempo, ser ascendido en Madrid, al igual que la medalla que se colgó batallando duramente contra su compañero de profesión Alberto Ruiz-Gallardón, cuando como ministro de Justicia del PP intentó reformar la carrera fiscal.

Casado con una fiscal especializada en violencia de género y padre de dos hijos, tiene en el Consejo Fiscal el único dique contra sus decisiones, muchas marcadas por la nueva religión del cambio climático, el feminismo podemita y la justicia universal. De ese Consejo Fiscal surgió una rotunda oposición a la propuesta de que su antecesora, Lola Delgado, fuera nombrada fiscal de Sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática, una plaza de nueva creación –tan próxima a los negocios de su marido– que le correspondía cubrir de forma discrecional.

Ahora el cerco cada vez se estrecha más contra el fiel servidor de Pedro Sánchez. En su momento asumió la «responsabilidad última» de haber ventilado en público datos secretos sobre el novio de Díaz Ayuso. Quizá se vea pronto sentado ante el Supremo. En el Burundi de Sánchez eso merecerá un premio.