Una crónica deAndrés Amorós

Un paseo poético por Sevilla

Desde la antigüedad, la belleza de Sevilla ha fascinado a innumerables escritores. Rafael Alberti recoge un refrán árabe del siglo XIII: «Si en Sevilla se pidiese leche de pájaro, se encontraría»

Plaza de España de SevillaTurismo de Sevilla

Es, sin duda, una de las ciudades más literarias que conozco. La comparo a Roma, a Florencia, a Venecia, a París, a Viena, a Nueva York… Y, como todas ellas, posee una personalidad singularísima.

Desde la antigüedad, la belleza de Sevilla ha fascinado a innumerables escritores. Rafael Alberti recoge un refrán árabe del siglo XIII: «Si en Sevilla se pidiese leche de pájaro, se encontraría». Como exageración poética, no está nada mal.

El riesgo es que su imagen se banalice en algo superficial, folclórico, turístico. Por debajo de esto, existe otra ciudad más recóndita, más hermosa: «Sevilla para herir», la definió Federico García Lorca. La Sevilla que a tantos nos ha enamorado es una ciudad de secreto interior, de veladuras misteriosas: así la definió Joaquín Romero Murube en uno de los libros que mejor se han acercado a su enigma, Sevilla en los labios.

Imagen de la calle Sierpes de Sevilla, en julio de 2021Europa Press

Recomiendo al viajero que camine pausadamente por el casco histórico de Sevilla con la ayuda de algunos escritores. El punto de partida, para mí, no tiene dudas: Cervantes es siempre el mejor compañero. Vamos leyendo los azulejos, con sus frases, en las gradas de la catedral, en la Plaza del Pan, en la Alfalfa, en la calle Sierpes. Por aquí anduvieron Rinconete y Cortadillo, el Licenciado Vidriera, Cipión y Berganza, Carrizales y Loaysa. Aquí vivió y sufrió su creador; intentó sin éxito que le dejaran pasar a América; estuvo en la cárcel; quizá concibió entonces a don Quijote…

En su soneto a un túmulo real, un valentón proclama que la ciudad es nada menos que «Roma triunfante en ánimo y nobleza». La ironía cervantina se une a la guasa sevillana para rematar el soneto con un estrambote:

«Esto oyó un valentón y dijo: – Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado,
y, quien dijere lo contrario, miente–.
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese… y no hubo nada».

Un corto paseo llevará al viajero al precioso convento de Santa Inés. En el coro, impresiona contemplar el cadáver momificado de la fundadora, doña María Coronel, con su cara voluntariamente desfigurada, para evitar un lascivo ataque. En esa capilla situó Gustavo Adolfo Bécquer su preciosa leyenda «Maese Pérez el organista». Cada año, en la Misa del Gallo, parecen seguir resonando aquí sus misteriosos acordes:

«Era la voz de los ángeles que, atravesando los espacios, llegaba al mundo. Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos como un jirón de niebla sobre las olas del mar».

Muy cerca queda el palacio de Dueñas, hace poco abierto al público. En él trabajó el folclorista Demófilo. En su poema Retrato, lo recuerda así su hijo, Antonio Machado:

«Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero».

Quizá sonría el viajero al recordar el mensaje de Pedro Sánchez: «Desde Soria, cuna de Machado…»

Cuando murió don Antonio, en Coilloure, encontraron en el bolsillo de su chaqueta un papelito. Era su último verso, en el que volvía a esos recuerdos:

«Estos días azules y este sol de la infancia…»

La Borriquita por La GiraldaEuropa Press

Volvemos luego hacia la catedral y encontramos una calle estrecha y silenciosa, Acetres, donde nació Luis Cernuda. (En su casa natal se va a instalar ahora un Centro dedicado al Veintisiete). Desde el exilio, no cesaba de evocar a su ciudad soñada:

«Ir al atardecer junto al río de agua luminosa y tranquila , cuando el sol se iba poniendo entre leves cirros morados que orlaba la línea pura del horizonte».

Junto a ese río fue muy feliz el enamoradizo Lope de Vega:

«Río de Sevilla,
cuán bien pareces,
con galeras blancas
y ramos verdes».

A Federico García Lorca le encantaban las canciones populares, se bautizó a sí mismo como «el loquito de las canciones». Una de las que él recogió y que grabó, al piano, acompañando a La Argentinita, son unas sevillanas del siglo XVIII:

«¡Viva Sevilla!
Llevan las sevillanas
en su mantilla
un letrero que dice:
¡Viva Sevilla!»

Puente de Triana SevillaGTRES

A la caída de la tarde, mirando a Triana desde la Maestranza, recordamos que los poetas hispanoárabes comparaban a Sevilla con una desposada, «esculpida en la belleza», que lucía un hermoso collar: el río.

Don Manuel Machado, tan buen poeta como su hermano, concluye su poema Andalucía sin adjetivos, con un quiebro tan elegante como una media verónica:

«…Y Sevilla».

No hace falta decir más.