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Alfonso XII, retratado por Carlos Luis de Ribera en 1875Banco de España

Casa Real  El Príncipe que quería «ser buen español, buen católico y liberal» y se adelantó en un siglo a la Transición

Hoy hace 150 años Alfonso XII firmó el Manifiesto de Sandhurst, la carta que desencadenó la Restauración de la Monarquía tras el fracaso de la I República

El joven Príncipe Alfonso acababa de cumplir 17 años en el exilio, se estaba formando en la Academia Militar de Sandhurst, en el Reino Unido, y el 1 de diciembre de 1874 respondió con una carta de agradecimiento las numerosas felicitaciones recibidas por su cumpleaños.

Las esperanzas de muchos españoles estaban puestas en él tras el fracaso de la I República. En esos años, España había estado a punto de desaparecer, cuando una treintena de ciudades se declararon independientes, y ahora el general Francisco Serrano había restablecido el orden, pero instaurando una especie de dictadura republicana. Mientras, los españoles se desangraban en dos guerras civiles, la carlista y la que se libraba en Cuba.

La carta que envió el Príncipe la había escrito Antonio Cánovas del Castillo, el político que estaba destinando toda su inteligencia y energía a restaurar la Monarquía. Cánovas quería transmitir el mensaje de que el Príncipe ya era adulto y capaz de asumir la Corona. Pero aquel escrito de 800 palabras hablaba también de una Monarquía renovada e integradora que quería reconciliar a los españoles, y adelantaba las claves del nuevo proyecto político de la Restauración, que fue un precedente de la Transición.

Rey de todos los españoles

Por primera vez, un futuro Monarca anunciaba su voluntad de ser el Rey de todos los españoles, por encima de las diferencias políticas y de las clases sociales: «Sean cuales fueren sus antecedentes políticos» y «desde las clases obreras hasta las más elevadas», decía el Príncipe Alfonso en la carta, que después pasó a la historia como el Manifiesto de Sandhurst.

Pero el mensaje más revelador del escrito estaba en el último párrafo, donde el Príncipe enviaba un mensaje de reconciliación a las dos Españas que vivían enfrentadas desde la revolución de 1868, cuando se agitó aún más la confrontación entre liberales y católicos. De hecho, en aquel momento ser liberal y católico se consideraba una contradicción. «Sea lo que quiera mi propia suerte, ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal», afirmaba Don Alfonso.

Alfonso XIIBanco de España

El Príncipe también afirmaba en el manifiesto que «sólo el restablecimiento de la Monarquía constitucional» podría resolver los graves problemas que sufría la nación y que «lo único que inspira ya confianza en España es una Monarquía hereditaria» al estar «huérfana la nación ahora de todo derecho público e indefinidamente privada de sus libertades».

La proclamación ilegal de la República

Además, definía lo que supuso la revolución de 1868, llamada la Gloriosa, que desencadenó el exilio de su madre, la Reina Isabel II, y del resto de la Familia Real: «No sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino cuanto se ha pretendido desde entonces crear».

Y criticaba la forma ilegal en la que se había proclamado la I República: «Si una Junta de senadores y diputados, sin ninguna forma legal constituida, decretó la República, bien pronto fueron disueltas las únicas Cortes convocadas con el deliberado intento de plantear aquel régimen por las bayonetas de la guarnición de Madrid».

Frente a todo ello, él exponía su lema -libertad, paz y orden- y se comprometía a reinar como Rey constitucional, y no como Monarca absoluto: «No hay que esperar que decida yo nada de plano y arbitrariamente», afirmaba antes de añadir: «Fácil será que se entiendan y concierten sobre todas las cuestiones por resolver, un Príncipe leal y un pueblo libre».

Primera página del manifiesto de Sandhurst firmado por el Príncipe AlfonsoReal Academia de la Historia

El Manifiesto de Sandhurst se publicó en la prensa extranjera, pero los periódicos españoles no lo difundieron hasta el 27 de diciembre. Dos días después, el general Arsenio Martínez Campos encabezó un pronunciamiento militar en Sagunto que proclamó Rey a Alfonso.

Lo hizo en contra del criterio de Antonio Cánovas del Castillo, que quería que la Monarquía se restaurara en las Cortes sin derramar una gota de sangre. Al final, tampoco se derramó sangre porque no hubo quien se opusiera al regreso del Rey Alfonso; ni siquiera el general Serrano, que ostentaba el poder y decidió retirarse a Francia.

Seis años después de enviar a la Reina al exilio con el pronunciamiento militar de 1868, Serrano hacía el mismo camino que ella, mientras el Príncipe regresaba a España proclamado Rey.

Manifiesto de Sandhurst

He recibido de España un gran número de felicitaciones con motivo de mi cumpleaños, y algunas de compatriotas
nuestros residentes en Francia. Deseo que con todos sea
usted intérprete de mi gratitud y mis opiniones.


Cuantos me han escrito muestran igual convicción de que
sólo el restablecimiento de la Monarquía constitucional
puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a
las crueles perturbaciones que experimenta España.


Díceme que así lo reconoce ya la mayoría de nuestros compatriotas, y que antes de mucho estarán conmigo los de buena fe, sean cuales fueren sus antecedentes políticos, comprendiendo que no pueda tener exclusiones ni de un monarca nuevo y desapasionado, ni de un régimen que, precisamente hoy se impone, porque representa la unión y la paz.

No sé yo cuándo o cómo, ni siquiera si se ha de realizar esa esperanza. Sólo puedo decir que nada omitiré para hacerme digno del difícil encargo de restablecer en nuestra noble nación, al tiempo mismo que la concordia, el orden legal y la libertad política, si Dios en sus altos designios me la confía.

Por virtud de la espontánea y solemne abdicación de mi
augusta Madre, tan generosa como infortunada, soy único representante yo del derecho monárquico en España.


Arranca este de una legislación secular, confirmada por todos los precedentes históricos, y está indisolublemente unido a las instituciones representativas, que nunca dejaron de funcionar legalmente durante los treinta y cinco años transcurridos desde que comenzó el reinado de mi Madre hasta que, niño aún, pisé yo con todos los míos el suelo extranjero.

Huérfana la nación ahora de todo derecho público e
indefinidamente privada de sus libertades, natural es que
vuelva los ojos a su acostumbrado derecho constitucional y a aquellas libres instituciones que ni en 1812 le impidieron defender su independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil.
Debióles, además, muchos años de progreso constante, de prosperidad, de crédito y aun de alguna gloria; años que no es fácil borrar del recuerdo cuando tantos son todavía los que los han conocido.

Por todo esto, sin duda, lo único que inspira ya confianza en España es una monarquía hereditaria y representativa, mirándola como irremplazable garantía de sus derechos e intereses desde las clases obreras hasta las más elevadas.

En el entretanto, no sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho se halla abolida la Constitución de 1845, hállase también de hecho abolida la que en 1869 se formó sobre la base inexistente ya de la Monarquía.

Si una Junta de senadores y diputados, sin ninguna forma
legal constituida, decretó la República, bien pronto fueron disueltas las únicas Cortes convocadas con el deliberado intento de plantear aquel régimen por las bayonetas de la guarnición de Madrid. Todas las cuestiones políticas están así pendientes, y aun reservadas, por parte de los actuales gobernantes, a la libre decisión del porvenir.


Afortunadamente la monarquía hereditaria y constitucional posee en sus principios la necesaria flexibilidad y cuantas condiciones de acierto hacen falta para que todos los problemas que traiga su restablecimiento consigo sean resueltos de conformidad con los votos y la conveniencia de la nación.

No hay que esperar que decida yo nada de plano y
arbitrariamente, sin Cortes no resolvían los negocios
arduos los príncipes españoles allá en los antiguos
tiempos de la Monarquía, y esta justísima regla de conducta no he de olvidarla yo en mi condición presente, y cuando todos los españoles están ya habituados a los
procedimientos parlamentarios. Llegado el caso, fácil será que se entiendan y concierten sobre todas las cuestiones por resolver, un príncipe leal y un pueblo libre.


Nada deseo tanto como que nuestra patria lo sea de verdad. A ello ha de contribuir poderosamente la dura lección de estos tiempos que, si para nadie puede ser perdida, todavía lo será menos para las honradas y laboriosas clases populares, víctimas de sofismas pérfidos o de absurdas ilusiones.

Cuanto se está viviendo enseña que las naciones más
grandes y prósperas, y donde el orden, la libertad y la
justicia se admiran mejor, son aquellas que respetan más su propia historia. No impide esto, en verdad, que
atentamente observen y sigan con seguros pasos la marcha progresiva de la civilización. Quiera, pues, la Providencia divina que algún día se inspire el pueblo español en tales ejemplos.

Por mi parte, debo al infortunio estar en contacto con los
hombres y las cosas de la Europa moderna, y si en ella no
alcanza España una posición digna de su historia, y de
consuno independiente y simpática, culpa mía no será ni
ahora ni nunca. Sea la que quiera mi propia suerte, ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal.


Su afectísimo, Alfonso de Borbón
York-Town (Sandhurst), 1 de diciembre de 1874