Un 25% de sentido común

Me resulta incomprensible ese repudio visceral al español en un país obsesionado en las últimas décadas por subirse al tren hace tiempo perdido de las destrezas en inglés

Imaginemos por un momento que esa parte rancia de Cataluña, de lazo amarillo en solapa y estelada hasta en la sopa, obsesionada con dividir aunque sepan que no van a vencer, decidiera mirar hacia la cuestión del español en las escuelas con sentido común en vez de con ideología trasnochada.

Imaginemos que se fijasen en el bien superior de sus propios hijos y se dieran cuenta de la riqueza indudable que supone convertirlos en bilingües cuando no trilingües, en dotarlos de la suerte de dominar su lengua materna además del español que tienen a su alrededor y es código compartido por 543 millones de personas, de los cuales 460 millones son nativos. Imaginemos que, sin perder sus raíces familiares, los padres de esa generación de catalanes educados bajo el falso dogma de la opresión de lo catalán, fueran capaces de abrir sus mentes y despertar en ellos el sentimiento de pertenencias Cataluña sin erradicar el de pertenencia a España, a la Hispanidad, a Europa y al mundo entero.

Entonces, cualquier padre con o sin lazo amarillo se daría cuenta de la buena suerte que es estudiar en dos idiomas y de cómo la permeabilidad de ese cerebro esponja de los niños y adolescentes les garantiza un aprendizaje al máximo nivel con el mínimo esfuerzo de su lengua materna al tiempo que del español que le abrirá tantas puertas.

De hecho, me resulta incomprensible ese repudio visceral al español en un país obsesionado en las últimas décadas por subirse al tren hace tiempo perdido de las destrezas en inglés. Es sorprendente que seamos capaces de promover que nuestros hijos estudien a Elizabeth the Catholic o el Respiratory System, que empeñemos buena parte de nuestros recursos económicos en clases particulares y campamentos de verano de inmersión lingüística, que aprovechemos la menor oportunidad para enviarlos al extranjero durante un tiempo para abrirles las puertas del mercado laboral, y, sin embargo, haya quienes limiten la posibilidad de que sus hijos dominen sin esfuerzo la lengua oficial de su país, la que les servirá para comunicarse a solo doscientos kilómetros de su casa, además de al otro lado del charco.

Mi familia es tan internacional que en el WhatsApp de los Solano, como en el imperio de Felipe II, nunca se pone el sol. Tengo unos sobrinos de madre española y padre belga que, con menos de cinco años, ya han vivido en tres continentes y han sido escolarizaros en tres idiomas distintos. Son ciudadanos del mundo, pero también de su país y del pueblo natal de sus abuelos. Aunque con un ligero y simpático acento, cambian sin problema de un idioma a otro y, con plena garantía, dominarán los dos de sus padres, tendrán garantizado un tercero y es posible que estudien un cuarto a lo largo de su vida. Sin problemas. Con mucho sentido común, sus padres han decidido aprovechar la riqueza que supone rodearse de todos los idiomas que componen su vida cotidiana. Y funciona bastante bien.

Por supuesto que la razón por la que Cataluña debe cumplir con la sentencia que garantiza el 25% de español en sus aulas es constitucional y jurídica, y que la obcecación por expulsar el español de sus vidas como si fuese la respuesta correcta a lo que consideran fruto del «supremacismo españolista» (algún bárbaro lo ha llamado así en Twitter y lo ha dejado para siempre en su muro) es fruto de una falacia que les pasará factura. Que jugar a no hablar español no disuelve España. Que atacar públicamente a un niño de cinco años y señalar a sus padres es propio del más puro totalitarismo. Pero si todos estos argumentos no funcionan para frenar esta escalada contra el español en las aulas, siempre podrían recurrir al sentido común educativo y no robarles a sus hijos ese regalo que supone convertirlos, sin el más mínimo esfuerzo en verdaderamente bilingües. 

  • María Solano Altaba es decana de la Facultad de Humanidades y CC. Comunicación de la Universidad CEU San Pablo