Puigdemont, el ex enemigo público número uno
El prófugo pasó de perseguido a olvidado, y después a aliado en la investidura de Sánchez. Ahora se inmola para evitar la de Illa
Hace casi siete años, el 29 de octubre de 2017, Carles Puigdemont se fugó de España escondido en un coche. El Tribunal Supremo le había llamado a declarar por el golpe de Estado que había perpetrado en Cataluña y por la convocatoria del referéndum ilegal del 1-O. En vez de eso, salió camuflado en el vehículo de su mujer camino de Marsella, donde se reuniría con el resto de consellers que habían decidido fugarse con él, para después tomar un avión a Bruselas.
Casi 2.500 días después, Puigdemont regresará a España... si cumple su promesa y se planta este jueves en Barcelona para la investidura de Salvador Illa. Será el fin de una fuga que ha durado siete años en los que ha vivido a cuerpo de rey en Waterloo, a escasos kilómetros de Bruselas, y durante la cual solo ha pasado 14 días en prisión.
Cuando Puigdemont huyó del país, no se había cursado aún orden alguna sobre él, por lo que era libre de abandonar el territorio español si quería. Y así lo hizo. Fue después, cuando ya estaba en Bélgica, cuando el Tribunal Supremo dictó una euroorden contra el expresidente de la Generalitat por rebelión, sedición y malversación, algo que el juez Llarena tardó poco en retirar para evitar contradicciones entre los tribunales españoles y europeos.
Mientras Puigdemont acaparaba titulares en Bélgica, asegurando que no regresaría a España «esposado ni rendido», la maraña judicial aumentaba y su abogado, Gonzalo Boye –conocido por defender al narcotraficante Sito Miñanco y condenado por colaborar con ETA–, aprovechó la ocasión para que su cliente visitara al juez por primera vez. Declaró y se marchó por su propio pie, sabiendo que los tribunales belgas le podían ser favorables.
Tras la sentencia del procés en 2018, Llarena reactivó la euroorden, pero no provocó ningún cambio en el caso, ya que Puigdemont se presentó de nuevo ante los jueces belgas y estos lo dejaron en libertad. Se negaban a deportar al prófugo por sedición y solo se abrían a hacerlo por malversación, algo que el juez español rechazaba de forma rotunda. Pero entonces Puigdemont se creció, se creyó vencedor y la batalla no había hecho más que empezar.
Llarena mantuvo la orden de detención en España –que todavía sigue vigente– y retiró la euroorden, permitiendo que el prófugo disfrutara de su particular «exilio» en el lugar donde derrotaron a Napoleón. E igual que cayó el emperador francés, terminaría por caer el catalán.
Catorce días en prisión
Puigdemont se creyó intocable, se marchó a Dinamarca y de allí cruzó en coche la frontera con Alemania, donde aguardaba la Policía para detenerlo una vez que el juez Llarena reactivó la euroorden. Era la noticia más esperada en España y, de nuevo, el inicio de una larga batalla judicial. Aquel acto de prepotencia, digna del personaje, le costó 13 días en prisión, aunque los jueces le terminarían por volver a dejar en en libertad, con la condición de que fijara su residencia en Berlín hasta que se resolviera su situación.
Mientras tanto, las elecciones europeas de 2019 se cruzaron en el camino y Puigdemont se agarró a ellas como a un clavo ardiendo. Consiguió su escaño en la Eurocámara y, con él, la inmunidad parlamentaria que no le evitaría otra noche en prisión. El 23 de septiembre de 2021, el prófugo fue arrestado en Cerdeña y durmió en el calabozo, pero le tuvieron que soltar por su condición de eurodiputado. De no ser así, tanto en Alemania como en Italia el desenlace habría sido bien diferente.
En la capital de Europa, Puigdemont mutó hasta convertirse en un personaje irrelevante, tanto para la política española como para la comunitaria. Pasó de ser indispensable a alguien del que nadie se acordaba, de ser el enemigo público número uno a alguien que ya ni atraía a las cámaras cuando convocaba ruedas de prensa. Pero eso sí, disfrutando como un maharajá de una mansión de 500 metros cuadrados en Waterloo pagada por la Generalitat. La Casa de la República la llamaban. Y hasta allí peregrinaban los más fieles para hacerse fotos con el prófugo.
De la irrelevancia a captar los focos
Era lo máximo que podía alcanzar Puigdemont, cuyo ego sufrió la mayor condena de perder el protagonismo que demandaba. En Bruselas solo se le arrimaban los más hooligans, los que defendían su mismo discurso separatista pero en otros países de la Unión. Ni siquiera le aceptaron en ninguno de los grupos parlamentarios de la Eurocámara y se tuvo que conformar con el grupo mixto, el de los No Inscritos, en el que desembocan los frikis con escaño. Y así fue hasta el 23 de julio de 2023, cuando tras las elecciones generales Pedro Sánchez le regaló la llave para negociar su futuro y, de paso, la rendición de España ante el prófugo.
Por siete votos, el presidente del Gobierno convirtió al enemigo público número uno del país en su aliado, aprobó una amnistía diseñada a su medida para que regresara y silenció tanto a su Gobierno como a su partido para que no hubiera una palabra más alta que otra. La llamada «normalización en Cataluña» que vendió Pedro Sánchez era esto: que siete años después del procés Puigdemont aliente a las masas para que traten de evitar su detención. Una llamada a la rebelión contra la Policía después de haber comandado otra hacia la independencia de Cataluña.
Pese a volver, su fama de cobarde lo perseguirá siempre. Lo fue cuando declaró la independencia en Cataluña y la suspendió siete segundos después; lo fue cuando huyó de la Justicia camuflado en un coche; lo fue cuando se atrincheró en Bruselas para evitar ser deportado a base de inmunidad; lo fue cuando no regresó a España en plena campaña electoral a sabiendas de que ese paso le habría dado la victoria y puede que lo vuelva a ser ahora, cuando ha prometido para regresar para la investidura de Salvador Illa. Es su última bala para evitar que el socialista sea president y habrá que ver si la utiliza. Tendrá que pagarlo, eso sí, con una detención y un juicio que llegará tarde o temprano, por mucho que su aliado Sánchez trate de evitarlo.