Ucrania ha recibido sistemas de defensa Nasams y Aspide (en la imagen) provistos por España, EE.UU. y NoruegaEp

Fuerzas Armadas

La conciencia de defensa, una asignatura pendiente

Aunque todavía está muy lejos de la ejemplaridad que anhelamos casi todos, la España de hoy, después de tres mil años dando tumbos a través de la historia, parece haber alcanzado el estatus que más se ajusta a los méritos de sus habitantes y a sus propias posibilidades. Atrás quedan los tiempos en los que nuestro poder se situaba muy por encima de nuestro peso real, como el siglo XVI o parte del XVIII. Atrás quedan también los tiempos en que el mundo nos ninguneaba y Europa nos miraba por encima del hombro, como ocurrió en casi todo el siglo XIX y parte del XX.

Desde una perspectiva histórica, España está hoy probablemente donde tiene que estar: integrada en Europa y, con los flecos que cabe esperar de cualquier obra humana –las naciones lo son, aunque haya quien les atribuya un origen sobrenatural– a la vanguardia del progreso de nuestra sorprendente especie.

En el largo camino que nos ha llevado hasta donde estamos, no exento de hitos de los que podemos estar justificadamente orgullosos, los españoles nos hemos dejado dos asignaturas pendientes. La primera de ellas, y sin duda la más importante, es la conciencia nacional, quizá el fruto más valioso del árbol que sustentan nuestras raíces comunes, del que algunos reniegan a partir de lecturas falsificadas de la historia. Y no es este un asunto meramente académico, porque la conciencia nacional es también semilla de proyectos compartidos, a los que otros se oponen, quizá porque el progreso armónico de todos reduce el espacio político que les da de comer.

Siempre he lamentado que el pueblo español no sepa encontrar en su historia más motivos de orgullo. Pero este artículo –zapatero a tus zapatos– tratará sobre la segunda de las asignaturas que hemos dejado para un hipotético septiembre, la conciencia de defensa. Del suspenso colectivo que merecemos en este terreno dan fe las encuestas del CIS, que demuestran que, a pesar de la mejora progresiva en la imagen de las Fuerzas Armadas, los españoles no estamos por la labor de debatir sobre la verdadera razón de ser de los ejércitos: el uso de la fuerza por parte de los estados para defender sus legítimos intereses.

Esta falta de interés, que supone una debilidad crítica porque compromete la credibilidad de nuestra disuasión, ha sido reconocida por todos los gobiernos del siglo XXI. Desde el año 2000, todas las Directivas de Defensa han insistido en la necesidad de potenciar ya sea la conciencia o –la otra cara de la misma moneda– la cultura de seguridad y defensa. Y algo se ha hecho para conseguirlo aunque hasta ahora, si hemos de creer al CIS, con poco éxito. Se ha sembrado, pero sin convicción, encendiendo una vela al pragmatismo y otra a la ingenua ilusión de que España no tiene enemigos, confundiendo así deseos –doy por cierto que la mayoría no queremos tenerlos– con realidades.

Si el sembrador no pone todo de su parte, ¿qué puede esperarse de la cosecha? Una gran proporción de las semillas ha caído en terrenos difíciles, donde crecen poderosas las hierbas de los prejuicios, que ahogan el debate antes de que llegue a brotar. Terrenos donde, entre frondosas plantas de utopía, se esconde el recelo provocado por hechos de un pasado cada vez más lejano –no solo es la Guerra Civil, es también la Guerra de África… y hasta la de Cuba– que siempre encuentran quien los resucite para explotarlos a su conveniencia. Donde el antimilitarismo, ya sea de respetables raíces éticas o más cínico y cercano a las conveniencias políticas, cierra los ojos a la realidad de nuestra herencia ancestral, tribal y agresiva… o, más frecuentemente, cierra solo uno de ellos y ve tan solo la violencia que no se ajusta a su ideología.

Hasta el año pasado, bien podría decirse que nuestro suspenso en conciencia de defensa no tenía excesiva importancia. La asignatura de que estamos hablando era una de las que cuando yo estudiaba se llamaban «marías», que apenas pesaban en el currículum escolar. Pero la Guerra de Putin ha venido a cambiar esta valoración.

Hoy, el futuro de la nación ucraniana y, con él, la vigencia del complejo entramado de disuasión en el que se ha basado nuestra seguridad desde el final de la Segunda Guerra Mundial, depende en buena parte de la opinión pública de países como el nuestro. De ahí la virulencia de las campañas de desinformación del Kremlin que, con amenazas y falsedades, persigue un objetivo vital para sus planes: debilitar nuestra voluntad.

Más allá de lo que ocurra en tierra ucraniana, el error de cálculo de Putin –él quería someter a Ucrania con un golpe de estado y no esperaba una guerra que aún se niega a reconocer– y, sobre todo, su terca determinación de no dar marcha atrás cuando se le torcieron las cosas, han conseguido cambiar el mundo que conocemos.

Los tres sólidos pilares sobre los que creíamos haber construido el edificio en que podríamos vivir en paz –el papel mediador de la ONU, el poder disuasorio del arma nuclear y el potencial pacificador de unas relaciones comerciales tan intensas como las que existían entre Rusia y Alemania– se han venido abajo estrepitosamente.

Con el edificio de nuestra seguridad casi en ruinas, los pueblos de Europa han tenido que volver los ojos hacia instrumentos que hace tan solo un año parecían casi superados: la Alianza Atlántica, los mecanismos de defensa europea, las armas y los ejércitos convencionales. Como si los siglos no hubieran pasado, el aforismo clásico, si vis pacem, para bellum –si quieres la paz, prepara la guerra–vuelve a sonar en los espacios públicos y a pesar en las decisiones de los gobiernos.

Al hilo de las nuevas consignas, que favorecen a los mecanismos de disuasión convencional, el mundo entero opta por el rearme. En el espacio euroatlántico en el que se encuentra España, crecen los presupuestos militares y crece también el compromiso con la defensa colectiva.

Los españoles vamos a gastarnos más dinero en potenciar los ejércitos y la Armada, pero eso no es todo. Vamos también a superar viejos complejos, empleando nuestros recursos militares para dar forma a la pacífica realidad que deseamos. Eso es precisamente lo que están haciendo nuestros soldados, nuestros aviones y nuestros buques desplegados en las fronteras orientales de la Alianza Atlántica. Esa es la razón por la que nuestros misiles y nuestros carros ayudarán al Ejército ucraniano a defender sus ciudades amenazadas.

Las condiciones que Putin ha creado al invadir Ucrania nos vienen impuestas. Pero no siempre será así. Habrá momentos en que los españoles tengamos que volver a asumir una responsabilidad a la que renunciamos hace siglos, dejando que fueran otros pueblos más jóvenes, ambiciosos o agresivos quienes llevaran la pesada carga de construir el futuro de la humanidad.

Esa dejación, ese modo de entender el «que inventen ellos», debe terminar. Si vamos a poner en el asador más de nuestra carne, es justo que exijamos participar también, en la medida de nuestro peso, de las decisiones colectivas. Y esta retomada responsabilidad exige al pueblo español una suerte de rearme moral, que no implica una mayor agresividad, sino una mayor firmeza en la defensa de nuestras convicciones, no necesariamente idénticas a las de nuestros aliados. Un rearme que, ajeno al griterío, busque sus fundamentos en la opinión de los españoles, una opinión a veces diferente de la de otros pueblos, pero que será valiosa y enriquecedora si dedicamos al debate público el tiempo y el esfuerzo que son necesarios para superar los prejuicios y los complejos que hoy nos condicionan.

Tiene la humanidad un largo camino por delante para hacer de este planeta un lugar donde todos nos sintamos cómodos. Definir la huella que los españoles queremos dejar en este camino es una tarea que no deberíamos delegar en otros. Una tarea en la que decide el pueblo soberano y el Gobierno es quien defiende nuestra voz, quien la amplifica ante la comunidad internacional, no quien la sustituye. Una tarea que solo puede completarse satisfactoriamente con la opinión madura y formada, ética y sin complejos de todos los españoles.

Bien está que, en los tramos difíciles del camino, como lo es el que estamos viviendo, incrementemos los recursos asignados a la defensa. Es una condición necesaria para marchar seguros hacia el futuro. Pero no es suficiente. Porque, si no va acompañado de un rearme moral de los españoles, todo ese esfuerzo presupuestario, todo el trabajo de nuestros militares en sus misiones internacionales, servirá únicamente para construir el mundo ambicionado por los pueblos que sí se aplican con decisión a la tarea de soñar el futuro.

  • Juan Rodríguez Garat es almirante retirado