AnálisisJuan Rodríguez Garat

Defensa Nacional: Hoy por ti, mañana por mí

El ataque iraní a Israel habrá dejado huella en la opinión pública: a unos les habrá provocado miedo. A otros, admiración

El pasado domingo, Irán atacó IsraelIRNA/EFE

Si he de juzgar por la atención de los medios, el reciente ataque iraní a Israel ha dejado huella en la opinión pública española. Y no es de extrañar. A unos les habrá provocado miedo. A otros, admiración. La segunda, desde luego, está justificada. Pocas veces en la historia se ha visto un éxito defensivo de esa magnitud.

¿Se trata de una nueva forma de hacer la guerra? No del todo. Drones, misiles de crucero y misiles balísticos, todos son miembros de la misma familia de aeronaves sin piloto, herederos de las bombas volantes alemanas de la Segunda Guerra Mundial. La evolución, sin embargo, les ha dotado de características muy diferentes.

La ayuda de los aliados

Drones como los Shahed son los hermanos pobres de la familia. Por eso proliferan tanto. Por unas decenas de miles de euros, puede adquirirse una de estas máquinas suicidas de paso lento, como los zombis de George A. Romero. Su fortaleza está en el número, pero Irán calculó mal sus posibilidades. Es verdad que no es fácil derribar 170 drones a la vez, pero si dividimos su número por la duración de su vuelo, basta con enfrentarse a unas pocas decenas por hora, algo que está al alcance de la aviación israelí incluso sin la ayuda de sus aliados. Una ayuda, por cierto, mucho más necesaria en los pasillos de Naciones Unidas que en los cielos jordanos.

Una ayuda, por cierto, mucho más necesaria en los pasillos de Naciones Unidas que en los cielos jordanos

En la misma tienda donde se encuentran los drones están sus primos, los misiles. Pero hay que buscarlos en otras estanterías, donde jamás llegan las rebajas. Los diseñadores tratan de que estas máquinas sean cada vez más letales explotando los límites de las posibles trayectorias. Unos optan por hacerlos volar pegados al terreno para retrasar su detección, aprovechando el relieve o, cuando vuelan sobre la mar, la propia curvatura de la tierra. Así se llega a los misiles de crucero, que vuelan como aviones, con alas que les dan sustentación y reactores que mantienen su velocidad. En la densa atmósfera que nos rodea, nunca pueden volar demasiado rápido. Pero no es fácil derribarlos tan cerca del suelo y, desde su detección hasta su impacto, rara vez transcurre más de un minuto.

La otra estrategia para incrementar la letalidad de los misiles es todavía más eficaz: lanzarlos hacia el límite de la atmósfera, como si, en lugar de aviones sin piloto, fueran proyectiles de cañón. De ahí les viene el nombre: misiles balísticos. Ascienden con el impulso de un motor cohete, ganan velocidad al desaparecer la resistencia del aire y, cuando se les termina el combustible, siguen volando por inercia hasta que llegan sobre su blanco a velocidades hipersónicas.

El tiempo de reacción de que se dispone para destruir estos misiles después de su reentrada es de unos pocos segundos, y la mayoría de los sistemas antiaéreos de que España dispone sencillamente no pueden hacerlo. Solo las baterías de Patriot tienen algunas posibilidades de interceptación, que se incrementarán sensiblemente con la próxima actualización al PAC-3. Pero cada una de ellas –y está previsto que contemos con cuatro– apenas puede defender unos pocos kilómetros a su alrededor. ¿Cuántos podrían derribar si llegaran 120 misiles a la vez?

Mas eficaz sería interceptar los misiles balísticos fuera de la atmósfera, pero no hay muchas armas que lleguen hasta los cientos de kilómetros de altura. Nuestras fragatas F-100 tienen la posibilidad de utilizar los misiles SM-3, que son la base del escudo antimisiles de la OTAN. Pero no se les ha implementado por algunas buenas razones, entre las cuales está el precio de los SM-3, superior a los 10 millones de euros por unidad. Y, si se considera lo que hace esta arma, ni siquiera parece caro. Se trata de enviar al espacio un vehículo no explosivo, equivalente a una televisión autopropulsada capaz de maniobrar mientras vuela a 4 kilómetros por segundo y chocar frontalmente contra un misil que vuela en sentido contrario a velocidades parecidas, y eso no debe de ser barato. Sobre todo si, como demostraron hace unos días los destructores americanos Carney y Arleigh Burke frente a los misiles iraníes, el sistema funciona.

El caso es que, si no es fácil hacer frente a un ataque de misiles balísticos, hay muchas naciones que al menos tienen la posibilidad de devolver el golpe. Y no trato de abogar por una venganza estéril, ni defiendo el ojo por ojo. Es que así, aunque no siempre, funciona la disuasión. Sin embargo, España no se ha dotado de esa posibilidad. Y ambas carencias –ni escudo ni espada– suponen una mala combinación que nos hace vulnerables.

¿Y qué? se preguntará algún lector. Nosotros no somos Israel. No nos va a pasar nada. Y puede que tenga razón. No nos va a pasar nada porque formamos parte de la Alianza Atlántica, la organización militar más poderosa del planeta. Pero, ¿qué hay de la solidaridad? Si son nuestros aliados los que nos dan seguridad, ¿qué hacemos nosotros por ellos?

No nos va a pasar nada porque formamos parte de la Alianza Atlántica, la organización militar más poderosa del planeta

La desinformación rusa, siempre activa donde puede provocar división entre los aliados, está detrás de muchos de los que en España defienden que vayamos por libre. Aseguran que la OTAN no va a defender Ceuta y Melilla, y que los EE. UU. venderán a Marruecos misiles balísticos que pueden alcanzar nuestras bases aéreas. Si llegan a darse cuenta de la contradicción que existe entre ambos argumentos –las bases aéreas están en la península y en Canarias– prefieren hacer como si no existiera. Ellos no lo saben, pero también en los EE. UU. hay campañas que, con el mismo origen y la misma incoherencia, tratan de cuestionar su participación en la defensa de Europa porque el artículo 5 del Tratado de Washington no cubre las islas Hawái.

España es una democracia. Si nuestro pueblo cree de verdad que fuera de la OTAN estaremos más seguros, o que podría bastarnos con menos del 2 % de nuestro PIB para disponer de unas Fuerzas Armadas capaces de disuadir a nuestros potenciales enemigos, habrá que asumir la decisión de la sociedad. Pero, si no es así, es tiempo de que nuestro país se ponga las pilas y que invierta no solo esos 1.100 millones largos que, después de tantos años de vacas flacas, hacen mucha falta para munición, sino lo que hemos acordado con nuestros socios. Solo así contribuiremos a dar solidez al principio en que debe basarse toda alianza duradera: hoy por ti, mañana por mí.