Fuerzas Armadas
Defensa Nacional: el paradigma de la olla a presión
En anteriores artículos, y gracias a la amabilidad de El Debate, he podido invitar a los lectores a visitar un lugar de fábula poblado por seres de ficción que nos recuerdan –o esa era mi intención– a nosotros mismos. En sus oscuros bosques y en los barrios de sus ciudades, hemos podido escuchar a gigantes prepotentes y a enanos pragmáticos tratando de llevarse el gato al agua en un debate en el que los españoles nos jugamos nuestro futuro sin siquiera darnos mucha cuenta: el de la Defensa Nacional.
Me he servido de esos personajes estereotipados para ilustrar una hipótesis que me parece inquietante. El pragmatismo, ese faro que debería iluminar el camino de un pueblo que quiere la paz a través de un mundo violento, se acobarda demasiadas veces ante quienes sustituyen la palabra por el grito. Son muchas las preguntas que los españoles tenemos que hacernos sobre nuestra defensa. ¿Defendernos de quién? ¿Con qué derecho? ¿Con cuáles instrumentos? Pero las razones con las que despachamos asuntos tan complejos están a menudo cortadas con el mismo patrón que ese prodigio de lógica analítica, ese clásico del pensamiento racional español que es el «OTAN no, bases fuera».
¿Quién tiene la culpa de esa caricatura de razonamiento? La lista es larga. Están los que nos dicen que España no tiene enemigos, en lugar de que no quiere tenerlos. Los que dividen el mundo entre buenos y malos sin otro criterio que la frontera detrás de la que hayan nacido. Los que cierran los ojos al mal cuando lo ampara la afinidad ideológica. Y sí, también tienen parte de la culpa quienes transforman la geopolítica o la historia en ciencias áridas, trufadas de oscuros arcanos. A veces lamento que los analistas que han desbrozado para nosotros todos los secretos del fútbol profesional –Michael Robinson lo hacía con singular maestría– no lo hayan hecho con la geoestrategia.
¿Cómo podríamos los militares explicarnos mejor? Hay una receta clásica que siempre funciona: dividir el problema complejo en partes más simples. Si nos alejamos de prejuicios éticos, si dejamos por un momento de pensar en coordenadas de buenos y malos, el fenómeno de la violencia humana es casi tan predecible como la termodinámica. Si uno pone una olla al fuego y mete la mano en ella, se quema. Permita el lector que aproveche tan burdo símil para presentarle un modelo del conflicto que, además de cocinar las lentejas que el enano pragmático necesita para atreverse a crecer, sirve para visualizar las relaciones entre causas y efectos en el complejo mundo de la defensa: el paradigma de la olla a presión.
Del fuego al vapor
Hay dos formas de explicar cómo funciona una olla a presión. La primera exige conocimientos detallados de termodinámica y resistencia de materiales. Pero yo, personalmente, prefiero la segunda: encender el fuego y ver lo que pasa.
En nuestros hogares calentamos la olla quemando leña o gas, pero a la humanidad se la calienta de otra manera. Algunas veces el combustible que nos inflama viene del pasado, en forma de agravios históricos o trasnochadas reivindicaciones territoriales. En otras ocasiones lo encontramos en el presente: ideología, religión, fronteras, lucha por los recursos o por el agua… quién sabe cuántas cosas más pueden hacernos arder. Advierta además el lector que, al contrario de lo que ocurre en la termodinámica, en nuestro caso ni siquiera hace falta que el combustible que quemamos exista de verdad. Tanto calientan las causas justas como los pretextos que inventamos para sustituirlas.
Algunos de los fuegos que encendemos para calentarnos se nos van de las manos y provocan guerras. Pero eso no sucede por casualidad. Para que se produzca el incendio hace falta un pirómano. Aunque las causas por las que nos matamos los seres humanos parezcan diferentes, detrás de todas ellas tiene que haber alguien que atice los rescoldos. Alguien que, hambriento de poder, arroje sobre las brasas los agentes inflamables que se necesitan para avivar el fuego, por cierto casi siempre los mismos: el odio, la envidia, la ambición y el miedo.
Como venimos del país de los gigantes y los enanos, hoy no vamos a darle al pirómano los rasgos de Putin, sino los del aprendiz de brujo que interpretaba Mickey Mouse en la película «Fantasía». ¿La recuerda el lector? El perezoso ratón de Walt Disney formulaba un conjuro para que las escobas acarrearan agua en su lugar. Pero, una vez completada la tarea, no sabía cómo deshacerlo y tuvo que asistir impotente a la inundación de la cueva que le habían ordenado limpiar.
¿Cuál es la moraleja? También en nuestro mundo, aprendices de brujo atolondrados y agresivos, como Putin, Jamenei o ¿para qué ir tan lejos? nuestro inefable Puigdemont, calientan con conjuros sencillos —«Occidente nos odia», «Muerte a Israel» o «España nos roba»— a la sociedad a la que dicen servir… pero de la que prefieren servirse. Por desgracia, sembrada la semilla del mal ya no hay vuelta atrás. Hasta Putin sabe que, si quisiera retirarse hoy de Ucrania, la multitud le llamaría botifler. O como se diga eso en ruso.
Es importante que entendamos qué hay detrás del fuego. Lo que ocurre en Ucrania se presenta ante nuestros ojos como una guerra entre rusos y ucranianos, pero en realidad es una hoguera en la que se queman ambos pueblos al servicio de Putin. Lo mismo podría decirse de la guerra de Gaza o, aunque en este caso no corra la sangre, del procés en Cataluña. El lector sagaz sabrá identificar quién gana y quién pierde en estos conflictos. Vamos ahora a la olla, que en este paradigma es nuestro planeta. Cuando era niño, estudié en el colegio que España era una «unidad de destino en lo universal». Así lo había escrito José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española. Con el tiempo, aprendí que nuestra nación es lo que es por las batallas que ganamos y por las que perdimos, por los hijos que tuvieron los monarcas —una pena la temprana muerte de Miguel de la Paz— y por sus enlaces matrimoniales. Habrá quien crea que había un plan divino detrás de todo eso, y habrá otros que prefieran pensar que el plan de Dios es dejarnos hacer. Pero lo que parece indiscutible es que, aunque España no lo sea, el planeta en el que atravesamos el espacio a velocidades inconcebibles sí es una unidad de destino en lo universal. No hay forma de bajarnos de él.
El agua, por último, somos nosotros mismos, los seres humanos. Antes de que las armas nucleares nos dieran la capacidad de destruir la olla, la humanidad podía hervir a borbotones sin poner en peligro su futuro. Las guerras se consumían en sí mismas, aunque a veces hubiera que esperar cien años para que eso ocurriera. Pero ahora las salpicaduras de agua hirviente pueden llegar a todas partes. El miedo, poderoso argumento donde los haya, nos ha obligado a ponerle a la olla una compacta tapa de poder militar —la disuasión— para impedir que reviente entre nuestras manos.
¿Hemos construido la paz? Hasta cierto punto, sí. No se han repetido las sangrientas guerras mundiales del siglo XX. Pero también hemos convertido el planeta en una olla a presión. Parte del precio que tenemos que pagar por esa paz impuesta por el miedo es el vapor ardiente que sale por la válvula de seguridad de la olla: terrorismo, guerras híbridas, conflictos regionales, guerras civiles, golpes de estado, insurgencia, migraciones masivas, proliferación nuclear y todo lo que el lector quiera añadir para terminar de perfilar el entorno de seguridad en que vivimos.
Las primeras lecciones
El modelo de la olla a presión nos sirve para recordar que el papel de las Fuerzas Armadas es mucho más amplio de lo que algunos piensan. No basta la disuasión. Mientras no apaguemos los fuegos que provocan los aprendices de brujo en todas las regiones del mundo, seguirá acumulándose la presión dentro de la olla y, si la tapa resiste —esperemos que sea así— seguirá saliendo por su válvula de seguridad un vapor que quizá no nos mate, pero nos quema.
También sirve el modelo para que reflexionemos sobre nuestro papel como ciudadanos. ¿Qué podemos hacer nosotros para bajar el fuego, dar consistencia a la tapa o reducir los efectos del vapor? Pero a este tema, si El Debate lo consiente, dedicaré otro artículo.
Mientras tanto, piense el lector en el presidente Putin. No lo juzgue como persona. No importa ahora si es bueno y es malo, si se ha enriquecido con la corrupción o lucha contra ella, si ha asesinado a Prigozhin, a Navalni y al desertor acribillado en Alicante o no ha tenido nada que ver, si es culpable o no de los crímenes de Bucha, si sirve al pueblo ruso o se sirve de él. Juzguemos su obra: la invasión de Ucrania ha avivado el fuego en el que arde la humanidad, ha quemado vidas y propiedades, ha calentado al mundo, polarizado sociedades y alentado crímenes, ha multiplicado los gastos militares en todo el globo y ha dado alas a países como Irán o Corea del Norte, promotores del terrorismo internacional.
El mundo es hoy peor por culpa de Putin, como fue peor después de la invasión de Irak por el presidente Bush, a pesar de que ambos personajes solo tenían en común el hambre de poder. Pero ahora, hagámonos la gran pregunta. ¿Seguiríamos nosotros también a un aprendiz de brujo que formulara el conjuro apropiado? Porque, si es así, tenemos lo que nos merecemos.
- Juan Rodríguez Garat Almirante retirado