Formación del Tercio en alpargatas, nótense los suboficiales armados con subfusiles "Naranjeros" del calibre 9 mm Largo.

Formación del Tercio en alpargatas, nótense los suboficiales armados con subfusiles «Naranjeros» del calibre 9 mm Largo.La Esfera de los Libros

Crónicas Castizas

El servicio secreto del primero Fermín

«El primero Fermín, destinado en el Sahara, había perdido algo de líquido sinovial en la cadera. Y el médico, un maula, no supo detectarlo. Y le llevaron un día tras otro de marcha, una y otra vez, haciendo kilómetros y pisando arena...»

Cuando vuelvo la vista atrás , manías de un año que se va, con una sonrisa, entre mis recuerdos está el cabo primero Fermín, conocido como el primero Fermín. Un hombre muy alto y algo desgarbado por sus andares, con un bigote estilo suboficial británico. Cuentan los que saben que había sido gastador en el Sáhara, cuando era una provincia española y sus procuradores se sentaban en las Cortes españolas encantados de serlo y de estar en el legislativo. Allí, en el África cercana, el primero Fermín destinado en el Sáhara había perdido —a saber cómo— algo de líquido sinovial en la cadera. Y el médico, un maula, no supo detectarlo por falta de ciencia o interés. Y le llevaron un día tras otro de marcha, una y otra vez haciendo kilómetros y pisando arena. Y recordándole, aunque no le hacía falta, que jamás un legionario dirá que está cansado hasta caer reventado, será el cuerpo más veloz y resistente… no se quejará jamás de fatiga, ni de dolor… Y el primero Fermín, con este régimen de cuidados, se quedó cojo. Lo que le impidió seguir de gastador pero que no le incapacitó para ser uno de los mejores especialistas en la utilización de los misiles antitanque filodirigidos. Que la primera vez que lo mencionó delante de mí. me puse a reírme huérfano de prudencia: «misiles filodirigidos ¿con un cablecito como el tanque Clim lanzaventosas?», pregunté mordaz, socarrón e ignorante. Agitó su bastón, la cachaba, delante de mis ojos. Y me llevó hasta esos extraños cohetes anticarro de los que salía para mi sorpresa un cable que medía dos mil metros y recibí mi correctivo, unos livianos aunque insistentes golpes con la cachaba en el hombro.

El primero Fermín no estaba en situación de mantenerse en servicio activo pero lo estaba, sí, de forma no muy regular. Había mucha gente que lo sabía, desde el sargento que mandaba el archivo hasta el general que entonces mandaba la Legión. Y en cierta manera arriesgaban su puesto por él, para que Fermín siguiera en activo. La jubilación lo hubiera deshecho, y seguía diligente y cobrando como un cabo primero de la Legión con muchos años de antigüedad. El primero Fermín prestaba servicio en el archivo del recién creado de nuevo, por la voluntad del general Pallás, Tercio Alejandro Farnesio, Cuarto de La Legión, que no era otro archivo que el abultado de la Subinspección instalado, en el Cuartel de la Concepción, en Ronda, Málaga, que tenía, entre otras peculiaridades, la de tener como jefe a un sargento crudo conocido como «el orejas». Ya se imaginan ustedes por qué, ya hablamos de él en estas crónicas, que tenía un cuarto de baño clandestino que descubrió en las dependencias que vinieron a ocupar en el traslado escondido en el archivo y decretó, con más coraje que galones, que sería para su uso exclusivo con aire de revancha, porque al primero y al sargento no les dejaban utilizar los mingitorios de oficiales, un piso más abajo en el mismo edificio que estaban para uso del general, los tenientes coroneles y algunos comandantes, vamos, gente con estrellas. Tampoco ellos autorizaban el uso del retrete clandestino a la tropa de su departamento que recurría a las tazas turcas del bajo, ni siquiera el legionario Bici era excepción. Pero les forzaron al silencio. El primero Fermín y el sargento Orejas usaban el cuarto de baño con taza, dos por precisar, que estaba escondido detrás de una estantería del archivo en un edificio que recién ocuparon en el traslado y cuya existencia desconocía el resto de los uniformados. Pero al cabo del tiempo, cuando el capitán de la Compañía de fusiles, el siempre inmaculado Francisco Oña, que se ganó los galones desde legionario raso, se pasó por allí y se quejó de la peste que se enseñoreaba del archivo hediondo, lo que era incomprensible pues todo lo que había presuntamente allí era papel y algún ratón que servía para justificar las desapariciones de documentos, la digitalización con sus virus quedaba lejos. Y es que aunque las tazas sanitarias del servicio secreto lucían allí casi flamantes, una tubería poco eficaz y sin mantenimiento transportaba los detritus al pozo negro ahíto. Y se quedaban por el camino. Y aquello formó un atasco que simulaba una guerra química por el olor pestilente que acabó por desvelar el privilegio de Fermín y del Orejas, que se quedaron sin su regalía. El edificio daría sorpresas posteriores de dependencias ignotas, incluída la existencia de una biblioteca que fui el primero en visitar, pero la Legión siguió ignorando de forma descarada la presencia cotidiana en el cuartel y en sus estadillos de guardias y salarios de un cabo primero impedido que se ponía firmes con bastón, porque el servicio no sólo se da, también se recibe. O al menos este fue el caso merecido del primero Fermín, un buen tipo.

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