El rodadero de los lobosJesús Cabrera

Sorolla

Las críticas y los ‘expertos’ lo fustigaron sin piedad, tildando su pintura de «cateta», «provinciana» y «pasada de época», entre otras lindezas

El pintor valenciano Joaquín Sorolla estuvo dos veces en Córdoba. Aunque la ciudad no pasara a formar parte de su obra, ni siquiera como tesela en ese gran mosaico titulado ‘Visión de España’ que se pudo admirar hace unos años en Sevilla antes de regresar a la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York, sí hay rastro de su estancia y, lo que es mejor, que reflejara de Córdoba aquello que hacía en todos sus exteriores: la luz.

Se trata de un apunte, de sólo unos brochazos en un cartón de pequeñas dimensiones que plasma la luminosidad de una mañana en el Patio de los Naranjos. Sorolla lo hizo desde una de las balconadas de la torre de la Mezquita Catedral. Con toda seguridad sería una mañana estival, como delata la intensidad de la luz y el colorido de la vestimenta de los personajes, mujeres y niños. El sol cae a plomo sobre las copas de los naranjos, que ofrecen sus diversos verdes y reverbera en la lámina de agua de la Fuente del Olivo sobre la que cae la sombra del tronco apenas esbozado de una palmera que actualmente ha sido sustituida por un ciprés.

'Fuente de la Mezquita', por Sorolla

En este pequeño cuadro no hay nada novedoso para los cordobeses que conocemos el día a día en el Patio de los Naranjos, pero sí es la mejor prueba de que este recinto es más real y creíble en estas pínceladas de Sorolla que en las tristes y oscuras fotografías en sepia de aquellos años.

Córdoba, como se ha dicho, no fue protagonista de los grandes lienzos del pintor valenciano del que ahora se cumple el centenario de su muerte. Pero en este pequeño apunte está toda la verdad de su arte y nos ofrece una estampa cotidiana de la época desde una perspectiva casi cenital que es -y sigue siendo- inédita para el arte.

Esto es lo que hacía Sorolla a una velocidad de vértigo, como delata su pincelada. Era el Luca ‘fa presto’ Giordano del siglo XX y por eso tuvo una ingente producción, que llegó a numerosos rincones gracias a una red de representantes que vendían y recibían encargos en diversos países.

Este éxito no fue digerido por algunos. El valenciano tuvo la mala suerte de que su vida artística coincidió con la eclosión de las vanguardias, que están muy bien y fueron lo que fueron, pero no tenían el derecho de despreciar aquello que no se ajustara a sus rígidos dogmas artísticos. Sorolla se negó a militar en las uniformadas filas de la modernidad de su época y lo pagó caro. Las críticas y los ‘expertos’ lo fustigaron sin piedad, tildando su pintura de «cateta», «provinciana» y «pasada de época», entre otras lindezas. Tuvo que convivir con la animadversión de quienes veían el éxito creciente de su pintura y no lo podían digerir por más esfuerzos que hicieran.

Estos ‘críticos’ que menospreciaban a Sorolla han pasado al olvido, como no podía ser de otra manera, mientras el público, que es el que manda en el mundo del arte, sigue respaldando de forma masiva esta pintura que, pese a los negros vaticinios, sigue generando largas colas cada vez que se organiza una exposición. Ahora que se celebra el centenario de su muerte es el momento de valorar cómo el pintor valenciano tuvo claro que lo que hacía iba a tener una clara proyección hacia el futuro sin pasar jamás de moda y que nunca iba a carecer del favor del público en toda su amplia, generosa y variopinta acepción.