'Muerte de un miliciano' (1936)

'Muerte de un miliciano' (1936)Robert Capa

La historia: del mito a la mentira

Tanto fue su éxito e impacto desde entonces que se consideró la foto icónica del siglo XX referida a cualquier guerra o confrontación bélica

En una tarde de lluvia impresionante asistimos a una conferencia sobre la célebre foto «Muerte de un miliciano» de Robert Capa, seudónimo que solían utilizar tanto el fotógrafo húngaro Endre Friedmann como su pareja Gerda Taro. Tuvo lugar en un acogedor salón de la avenida de República Argentina y el conferenciante fue el documentado historiador de la guerra civil española coronel don Patricio Hidalgo Luque.

El acto duraría cerca de hora y media, y el coronel Hidalgo comentó que entre las sospechas que siempre ha suscitado la famosa foto estaba la propia autoría, pues había motivo para pensar que pudo ser obra de Gerda Taro, ya que, como se ha indicado, realizó muchas fotos que finalmente quedaron a nombre de Friedmann. Esther Pedraza, periodista y estudiosa de las mujeres en el periodismo, cuestiona si realmente fue Friedmann quien la hizo, porque entre los dos se intercambiaban las cámaras constantemente, y, además, según la estudiosa, la foto se asemeja en mayor medida al estilo de Gerda Taro, más emocional y humano.

La tesis alternativa

En la conferencia se citaron los laboriosos estudios realizados para tratar de ubicar la escena, en los que ya prácticamente se descarta la tesis tradicional de que fuese tomada en Cerro Muriano, señalándose como alternativa más probable una zona alrededor de Espejo, si bien hoy día esos terrenos están ocupados por olivar, por lo que es difícil contar con una seguridad tajante.

Desde un primer momento, dada la efervescencia política en la opinión internacional durante esos meses iniciales de la guerra, se generó un gran debate sobre la foto: del lugar donde se tomó, del nombre del presunto miliciano que caía abatido, y, sobre todo, de si era una toma real o una escena teatral donde el miliciano realiza una pose para mostrar al mundo su muerte idealizada. Philip Knightley, periodista e historiador británico, argumentó en 1975 con numerosos datos que la foto no se correspondía con la realidad. Sin embargo, Richard Whelan aún considera en 2002 que la foto es auténtica. La discusión sigue todavía en pie.

Lo cierto y verdad es que la fotografía fue publicada en francés en la revista «Vu» con el título «Cómo cayeron» a finales de septiembre de 1936, Y por los recuerdos de Mario Brotons a finales del siglo XX se le adjudicó el nombre de Federico Borrell al miliciano muerto porque era el único alcoyano que murió en Cerro Muriano.

Un icono de la guerra civil

Esta foto sirvió para ilustrar numerosos artículos de fondo con titulares como «Muerte en España, la guerra civil ha segado 500.000 vidas en un año». Tanto fue su éxito e impacto desde entonces que se consideró la foto icónica del siglo XX referida a cualquier guerra o confrontación bélica.

Sea verdadero o no lo que muestra la foto, lo que es innegable es que toda la hábil propaganda de izquierdas, incluida la perfectamente orquestada que dimanaba desde la Komintern, creó para el mundo entero la imagen de unos valientes milicianos españoles surgidos del pueblo que «luchaban por la democracia» ante la «agresión fascista» de los militares.

Sin dudar del valor de estos hombres, y de los ideales por los que luchaban la mayoría, no todo era color de rosa como lo pintaban. Frente a las milicias del bando sublevado (falangistas, requetés, monárquicos), encuadradas bajo mandos militares, y «atadas en corto» tras el Decreto de Unificación de 1937, en el bando republicano o «rojo» (como gustaban llamarse), con sus unidades militares desmanteladas incluso aunque no se hubieran sublevado, las milicias contaban con más «libertad» para hacer de su capa un sayo. Y bastantes grupos de milicianos, con un gobierno cómplice o cuanto menos cobarde, fueron protagonistas de numerosas muertes, asesinatos, incendios, profanaciones y abusos, sobre todo en la cómoda retaguardia.

Granja de Torrehermosa

Así, en los primeros días de la sublevación empezaron a detener por motivos tan nimios como santiguarse en la calle. Por supuesto, curas, monjas y religiosos eran objeto preferente de estas detenciones. Como en tantos otros, en el pueblo pacense de Granja de Torrehermosa, que entonces pertenecía a la Diócesis de Córdoba, comenzó la cacería en las primeras semanas del conflicto. Como la dignidad no es patrimonio de nadie, hay que destacar al «Comité de Salvación de la República» del pueblo, que se había formado con socialistas del sector moderado. Este comité, con valentía y nobleza, dijo que allí no se mataba a nadie porque no conducía a nada. Pero con el paso del tiempo fueron llegando nuevos pelotones de milicianos de fuera que «querían sangre», y a duras penas el comité se mostraba inflexible.

Esta misma dinámica ocurrió en muchos pueblos de nuestra provincia: gente valiente de la izquierda local que no veía con buenos ojos detener a los que eran sus vecinos frente a la presión insoportable de grupos ajenos al pueblo. Por desgracia, al final, un día apareció por Granja de Torrehermosa un tal Rafael Maltrana Galán, ex-alcalde socialista de la vecina Llerena, que al mando de un enorme pelotón de milicianos llamado «Batallón de Pablo» se hizo cargo del pueblo y de inmediato ordenó la ejecución de los 42 detenidos, pues las órdenes eran «matar a los curas y a los beatos del alrededor». Este asesino, al terminar la guerra se exilió en Francia, embarcando rumbo a Chile en el barco «Winnipeg» que proporcionó Pablo Neruda.

En la Cárcel Modelo

En la capital de España, milicianos al mando de unos jefes sin escrúpulos llevaron a cabo los crímenes de la Cárcel Modelo. El 8 de agosto, los presos comunes, de acuerdo con los milicianos guardianes, prendieron fuego a los colchones de la cárcel. Mientras se estaba en labores de sofocar el incendio, a la madrugada llegó un gran grupo de milicianos y empezaron a sacar presos y llevarlos al patio en donde fueron acribillados. Entre ellos iba el político, republicano histórico, Melquíades Álvarez, cuyo crimen fue recordado de forma vergonzosa por Manuel Azaña en su célebre «Velada de Benicarló».

El tren de la muerte

También por esas fechas se formó el 12 de agosto de 1936 el trágico tren para trasladar a los presos «derechistas» que llenaban la Catedral de Jaén con destino a Alcalá de Henares. Llegando el tren a la cercanía de la Estación de Santa Catalina salió al paso un gran grupo de milicianos, que ordenaron que ellos se hacían cargo de los presos. De nada sirvieron las quejas de la escolta, que recibió órdenes del Ministerio de la Gobernación de inhibirse del asunto. Lo desviaron para Vallecas, y llegando a la altura del Pozo del Tío Raimundo pararon el tren e hicieron bajar a los detenidos en tandas de 15 a 20. Con tres ametralladoras emplazadas los fueron acribillando al borde de la vía. Y cuando el responsable de la escolta contactó con la autoridad de Madrid, ésta le contestó que no podían hacer nada porque “ésta es la justicia del pueblo".

Igualmente, ahí está el testimonio del diplomático Félix Schlayer (1873-1950) que vivió toda la guerra en Madrid en la legación política de Noruega, y que quedó reflejado en su libro «Un diplomático en el Madrid rojo» publicado en 1938 en Alemania. En él relata que su sede diplomática fue como una casa de acogida de todos aquellos que huían de aquellas milicias que «salvaguardaban» la retaguardia. Dicho libro contiene un informe enviado a la Cruz Roja Internacional donde se relata que, de nuevo, entre el sábado 7 de noviembre y el domingo 8 de noviembre, fueron sacados por los milicianos de las cárceles de Madrid unos 1.600 presos. Los encargados de las ejecuciones pidieron milicianos voluntarios para «tirar», pues había poco tiempo para matar a tantos y ellos eran pocos. En este informe el diplomático noruego dice que en sólo 24 horas fueron asesinados 1.300 presos.

El siniestro Orlov

Más allá de los casos que siempre se tratan de justificar como obra de «exaltados» o «actos incontrolados», detrás de toda esta política de aniquilación del contrario, entre bambalinas, estaban incluso extranjeros como Alexander Orlov, un siniestro personaje que mandaría en persona a España el dictador Stalin, ese gran «demócrata» de los gulags. Las milicias comunistas, siempre fieles a su amo, se dedicaron, además, a exterminar sin paliativos de forma inmisericorde a los que consideraba «enemigos» dentro del que, en teoría, era su propio bando, como los «trotskistas» del POUM o los anarquistas de la CNT-FAI, especialmente los que mandaban es esa locura revolucionaria llamada «Consejo de Aragón».

Por tanto, no se puede idealizar la muerte de un miliciano que portaba su fusil y cinturón cargado de munición dispuesto para matar pero al que el enemigo se le adelantó. No lo justifica que fuese combatiente por la «libertad» o «democracia» con referente en la Unión Soviética de Stalin, una dictadura de millones de muertos, que invadió con tanques al pueblo de Hungría, de Checoeslovaquia... y el Muro de Berlín, que fue la vergüenza del mundo libre del siglo XX.

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