El portalón de San Lorenzo
El convento de Santa Marta
Y al preguntar un asistente al acto por cuántas monjas formaban la comunidad, Sor Sagrario contestó: «Señor, cada vez estamos menos, pues las vocaciones están más difíciles...»
Ubicado en la Ajerquía, tiene su origen en un beaterio establecido en las casas conocidas como Corral de los Cárdenas, donadas en 1454 por Catalina López Morales, viuda de Juan Pérez de Cárdenas, y residente en las mismas. Por bula papal de Paulo II, dada el 16 de septiembre de 1464, el beaterio pasa a ser convento de monjas jerónimas. El proceso concluiría en 1468 con la aprobación y la fundación de este cenobio por el obispo Pedro de Solier.
Tan solo dos años después de la bula papal se recibe otra importante donación, la casa-palacio de María Carrillo, viuda de Lope de Angulo, anexa a las anteriores. Esta casa es la llamada «Casa del Agua», por llegar a ella la conducción subterránea de un venero. Tras salir a la luz en una de las innumerables obras de la calle Alfaros, estudios recientes han determinado que esta conducción es una cloaca romana reutilizada. Hasta hace pocos años ha llegado esta agua al convento, el cual tenía derecho sobre la misma. Hoy día se pierde en el alcantarillado bajo el Hotel Alfaros.
Tras las aprobaciones y adquisiciones indicadas, el grueso de las obras en el convento se realizó entre 1469 y 1510, coordinándolas inicialmente Gonzalo Rodríguez y siendo continuadas con el cambio de centuria por su hijo, Hernán Ruiz I. Es en 1510 cuando las mujeres que lo habitaban solicitan a Pedro de Córdoba, prior general de la Orden Jerónima, su anexión a la rama femenina, siendo de las primeras comunidades en hacerlo. Las constituciones de la Comunidad se confirman por el obispo de Córdoba en 1525. El siguiente hito eclesial fue muchísimo más tarde, ya en 1951, cuando recibieron a la Comunidad de la Visitación, de su misma orden, procedente de Toledo.
Desde un punto de vista artístico, el convento es una muestra insuperable de gótico tardío, cercano ya el renacimiento, y mudéjar. Las muestras de este último estilo son claramente visibles en el llamado claustro del cinamomo, originariamente patio principal de la «Casa del Agua», así como en las estancias situadas a su alrededor. En el interior del convento están documentados enterramientos de gente destacada de Córdoba, como los Condes de Cabra y buena parte de la familia Hernán Ruiz.
La iglesia
La iglesia propiamente dicha tiene una sola nave, como todas las iglesias de la orden jerónima. Mide 28 metros de largo por 8,5 metros de ancho. Se comenzó la construcción en 1470, con licencia del obispo Pedro de Córdoba y Solier, y terminó hacia 1490. El primer arquitecto fue el citado Gonzalo Rodríguez, y Hernán Ruiz I continuó a la muerte de su progenitor, siendo el autor de la la formidable portada de la iglesia, de estilo gótico, terminada en 1511.
Durante su primer siglo de vida la iglesia no tuvo retablos. Parece ser que sólo había pequeñas hornacinas con imágenes de poco valor. Finalmente, el retablo principal fue contratado en 1582 con el tallista Andrés de Ocampo y, tras la talla, fue pintado por Baltasar del Águila, cuyo contrato se firmó el 6 de julio de 1592.
El mérito principal de este retablo descansa en su antigüedad y en que es uno de los pocos retablos renacentistas que existen en Córdoba, donde lo habitual es un origen barroco. La imagen de San Jerónimo que preside la hornacina central es relativamente reciente en su larga historia, pues llegaría, como otras muchas antigüedades, en 1854, procedente del exclaustrado monasterio de San Jerónimo de Valparaíso. Esta estatua está atribuida a Pietro Torrigiano, escultor italiano del siglo XVI que labró asimismo el San Jerónimo conservado en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Además del principal, son destacables los retablos de San Jerónimo, situado frente a la puerta principal, que data del siglo XVII, pero no se ha documentado su autor, y el de la Virgen de la Piedad, tampoco documentado, del siglo XVIII, más pequeño, situado en el lado de la epístola junto al coro bajo.
Aparte del edificio conventual en sí, con sus cuatro patios, Santa Marta contiene una gran riqueza artística en estatuas, cuadros, objetos para el culto y una excelente colección de libros corales. Estos últimos tuve oportunidad de verlos y fotografiarlos en una visita que realicé al convento acompañando a Manuel Nieto Cumplido en 2004, cuando andaba recopilando materiales para escribir el libro sobre el Monasterio de San Jerónimo, del cual, como se ha indicado, algunos objetos acabaron en Santa Marta.
Mi primera visita al convento
No fue esa la primera vez que entré a Santa Marta. Años antes, en 1978, en plenas elecciones democráticas, acudí allí para celebrar un acto posterior a los Cursillos de Cristiandad, una especie de Ultreya. El doctor Jimena, que fue el rector de aquellos cursillos, nos pidió a los asistentes que intentásemos hacer felices a las monjas con nuestras ocurrencias.
Al entrar en el convento me llevé una alegría muy grande, pues una de las monjas, posiblemente una de las de más edad, la reconocí como una vecina de hacía muchos años de mi calle Roelas. Hablando con ella tras la reja, esta mujer resultó haber sido alumna del Colegio de las Escuelas Pías del Pozanco de San Agustín, y nos comentó además que cuando en 1940 la Virgen de la Paz y Esperanza fue trasladada desde San Lorenzo al Convento de Capuchinos, ella fue una de las muchachas que portaba aquellas parihuelas en donde se trasladó a la Virgen.
Esta monja, a la que llamaban Sor Corazón, era la que más hablaba de un grupo de unas diez monjas, todas detrás de su reja. Escuchaban amigablemente lo que unos y otros les preguntábamos. Y al preguntar un asistente al acto por cuántas monjas formaban la comunidad, Sor Sagrario contestó: «Señor, cada vez estamos menos, pues las vocaciones están más difíciles...».
Recordaba esta monja también que se habían ilusionado en la comunidad cuando allá a mediados de los años sesenta del pasado siglo XX las visitaban casi todos los días un grupo de jovencitas a la salida de su trabajo en Almacenes Sánchez de la calle Claudio Marcelo. Su alegría, su desenfado y su constancia del día a día en visitarlas les hizo concebir la esperanza de que algunas de ellas quizás formarían parte de la comunidad. Sus nombres eran Amalia Muñoz, Mari Carmen de la Rubia, María Luisa María, Nieves Aranda, Angelines Martín, Mari Carmen Hidalgo, Mari Carmen Garrido y otros nombres que ya no recordaba. Pero los designios de Dios orientaron a la mayoría hacía el matrimonio, si bien siguieron manteniendo una estrecha relación con el convento, y algunas de aquellas jóvenes incluso les presentaron a sus hijos cuando nacieron.
Las vocaciones
Y ya que se ha tocado el tema de las vocaciones, en el Archivo del Ayuntamiento, hemos podido comprobar que en 1911 existía en el convento la siguiente comunidad, con una edad media en torno a los 40 años:
Madre Superiora: Carmen Ruiz Gil y de monjas de clausura: Mariana Hornero Infante; Mercedes Murillo Barrena; Natividad Ramos González; Ana Ramírez López; Dolores Bueno Gómez de 37 años; Concepción Doblas Madrid, Dolores López Camacho; Belén Montero León; Rafaela Rojas Salmoral; Antonia Gijón Campos; Julia Gª Hidalgo Cáceres; Vicenta Burgo Fernández; Teresa Cordón Gómez; Irene Aguililla Pizarro; Antonia Parejas Laguna; Carmen Gaitán Flores; Angustias Guerrero Cortea; Paula López Pérez; Trinidad Guerrero Cortea; Concepción Chacón Navas; Isabel González Torrico; Purificación Cruz Jiménez; Enriqueta Leal Fernández; Mercedes González Torrico; María Bermejo Muñoz, Carmen Chacón Navas, y Filomena Dueñas Torrico. La gran mayoría de ellas de la provincia de Córdoba. Los porteros del convento eran Emilio Vara Navarro y Vicenta López Vega, ambos de la provincia de Cuenca.
Más de cien años después, actualmente, en el convento hay... dos monjas, que rebasan los 85 años. A pesar de ello sacan fuerzas de donde no hay y se esfuerzan por tener el convento en actividad de Iglesia. Gracias a Dios cuentan con la ayuda del sacerdote y canónigo, antes párroco de San Lorenzo, don Antonio Gil Moreno, que con sus didácticas y elocuentes homilías ayuda a mantener vivo el culto en este bonito convento todos los domingos.
Hablando con don Antonio, con el que guardo una relación de hace muchos años me comentó, tal como el sabe hablar:
«Ahora mismo, Manolo, la situación es provisional, dada la edad de las dos religiosas que forman esta comunidad, la más pequeña del mundo. Moverles o alejarlas de su convento sería condenarlas a muerte, ha dicho su médico personal. Se trata de una situación transitoria y excepcional. Si contemplamos su situación, vista desde la orilla de la fe y la providencia divina, tenemos que pensar que Dios ha encomendado a estas dos religiosas jerónimas que mantengan abiertas las puertas de su Monasterio de Santa Marta para todos los cordobeses y para el mundo entero. Y ellas son fieles a esa misión que le ha encomendado el Señor, gozando de salud y de una alegría desbordante».
Y aquí hay que preguntarse ¿por qué se ha llegado a esta situación? En 1836 el gobierno se incautó de todas las propiedades del convento y las vendió a subasta para beneficio del Estado. Pero siguió adelante, luego no es un tema económico.
Es evidente que la sociedad actual no incita precisamente al retiro del mundo, pero la Iglesia, cuando lo ha necesitado, ha sido capaz de aislarse del mundo. Cayó Roma, donde el Cristianismo era la religión oficial, y con todo lo que aquello supuso la Iglesia supo echarse a un lado, purificarse. Y surgieron en abundancia los monasterios y los eremitas.
Como contraste, el Concilio Vaticano II quiso ser «la apertura de la Iglesia al mundo», tras las dos guerras mundiales, devastadoras. Se dijo que había que cambiar con el «signo de los tiempos». Se temía que muchos temas que antes se explicaban y a los que se trataba de dar sentido desde la fe (la creación del mundo, la muerte, la enfermedad, el sufrimiento…) con el desarrollo de la ciencia y de la técnica los hombres podían encontrar otras respuestas alternativas. Y los más «osados» en la Iglesia vieron con el Concilio la oportunidad de retorcer el lenguaje, de ser «diplomáticos», de que en realidad valía una cosa o la otra, porque lo que cambiaba era sólo la forma de decirlo, y que donde desde siglos la Iglesia había dicho A en realidad también se podía decir B, porque todo es relativo. Todo el mundo tiene la «verdad».
¿Qué sentido tiene entonces la vida contemplativa si todo vale lo mismo? Se olvidan que un tal Jesús de Nazaret de «diplomático» tenía poco, y si alguien lee los Evangelios sin prejuicios, notará que gran parte de los mismos se los pasa discutiendo acaloradamente con escribas, con fariseos, con saduceos… Siempre diciendo «al pan, pan, y al vino, vino». Corrigiendo, perdonando, sí, pero añadiendo «vete y no peques más».